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«El chip prodigioso» («Innerspace», 1987), de Joe Dante

El chip prodigioso tenía a priori todas las cartas ganadoras: un estreno veraniego, el nombre de Steven Spielberg en el poster, el director de Gremlins como responsable y una premisa prometedora que incluía miniaturización, un expiloto carismático y un hipocondríaco. Pero cuando la película llegó a las salas el 1 de julio de 1987, se topó con una sorprendente indiferencia. Aunque muchos de los que la vieron entonces guardaron un buen recuerdo de ella y que con el tiempo se convirtió en un título de culto, en su momento ni siquiera consiguió recuperar el presupuesto de 26 millones de dólares. El público estadounidense se sintió más atraído por otra comedia veraniega, Aventuras en la gran ciudad (Adventures in Babysitting), el debut de Chris Columbus.

El conflictivo pero audaz piloto de pruebas Tuck Pendleton (Dennis Quaid), ha caído en desgracia en la Armada y su carrera está en un punto muerto cuando accede a participar voluntariamente en un arriesgado experimento que consiste en colocarlo a bordo de una cápsula sumergible especial, reducirlo a dimensiones microscópicas e inyectarlo en la corriente sanguínea de un conejo. Sin embargo, cuando el procedimiento está en su ecuador, un grupo de criminales irrumpe en el laboratorio y roba el microchip de control del miniaturizador. Uno de los científicos consigue huir con la jeringa en cuyo interior está Tuck y, perseguido por un letal asesino y antes de morir tiroteado en un centro comercial, se la inyecta al neurótico cajero de supermercado Jack Putter (Martin Short), que casualmente se encontraba por allí.

Tuck, creyendo que ya está en el interior del conejo, viaja por el flujo sanguíneo hasta la cabeza de Jack y conecta una cámara espía al nervio óptico de éste, descubriendo horrorizado la realidad de su situación. Luego, utiliza un micrófono enganchado al oído de su huésped para comunicarse con él, explicarle la situación y pedirle que colaboren para recuperar el microchip antes de que se le acabe el suministro de oxígeno a bordo de la cápsula.

Joe Dante culpó del fracaso de la película a la mediocre campaña publicitaria que se llevó a cabo para apoyar El chip prodigioso, empezando por el póster elegido (dos enormes dedos con una diminuta nave entre ellos) y el título (en inglés, Innerspace), que no daban pista alguna acerca de que se trataba en el fondo de una comedia.

Cierto, el póster no ayudó demasiado a vender el concepto de la película. Pero había más problemas que el de un simple dibujo.

Mientras que los films anteriores de Dante podían comprimir sus premisas en una simple frase como “pirañas que atacan a adolescentes” (Piraña, 1978), “pequeños monstruos atacan un pueblo” (Gremlins, 1984), “niños construyen un cohete espacial” (Exploradores, 1985), en esta ocasión el producto era más complicado de etiquetar. Cuando le entrevistaron en una cadena francesa, lo mejor que se le ocurrió contestar a Dante al ser preguntado sobre lo que iba fue: “Es sobre un tipo que se hace pequeño y se mete dentro de otro”; lo cual no suena exactamente como una película para todos los públicos.

Y sin embargo, eso es precisamente lo que es El chip prodigioso: una comedia de ciencia ficción destinada a un público familiar y narrada con el frenético estilo de Dante. De hecho, el director firmó desde el principio en el proyecto con el propósito declarado de hacer una película comercial y rentable.

Su anterior film, Exploradores, se había hundido sin dejar rastro, sobre todo porque se estrenó el mismo día que se celebró el concierto Live Aid, un evento impulsado por Bob Geldof, que durante días concentró la atención de todo el mundo. El productor Peter Guber le propuso la idea de una película de aventuras en la que el héroe era miniaturizado y acababa dentro del cuerpo de otra persona. Al principio, Dante no estaba convencido porque le sonaba –con razón– muy parecido a otro clásico del género, Viaje alucinante (1966). Entonces, Guber le sugirió un cambio sutil pero que lo cambiaría todo: ¿Qué pasaría si la historia se enfocara como una comedia, en la que el héroe termina introducido en el organismo del personaje cómico?. O como Dante lo describió años después, “¿Qué pasaría si Dean Martin fuera reducido y colocado dentro de Jerry Lewis?”.

Para comprobar lo mucho que el guion cambió durante su producción, basta con revisar el primer tratamiento escrito por Chip Proser en 1984 y la gran revisión que del mismo efectuó Jefrey Boam un año más tarde. Aunque algunos de los principales elementos ya estaban presentes desde el principio (el piloto y un ataque que termina con éste inyectado accidentalmente en un incauto), el tono es completamente diferente.

Boam, que previamente había escrito para David Cronenberg la adaptación de La Zona Muerta, de Stephen King (y que más adelante firmaría Jóvenes ocultos, en 1987, e Indiana Jones y la última Cruzada, en 1989), invirtió mucho más tiempo perfilando a los dos protagonistas. Los bastante insulsos personajes del primer guion (llamados entonces Al y Joe) se convierten en un ex piloto de pruebas alcoholizado, Tuck Pendlenton, y Jack Putter, un cajero de supermercado perpetuamente nervioso.

Boam sitúa el foco en la dinámica que se establece entre ambos protagonistas en lugar de en la premisa de ciencia ficción. Se trata de dos personajes completamente opuestos. Tuck es el carismático de lengua fácil, un adicto al riesgo y amante del hedonismo; Jack es el alfeñique hipocondriaco que se asusta de su propia sombra. Como en toda buddy movie que se precie, cada uno de ellos ayuda a compensar los defectos o carencias del otro: Tuck enseña a Jack la espontaneidad y el valor, mientras que éste atenúa la brusquedad y tendencias autodestructivas de aquél. Curiosamente, los personajes no comparten pantalla en casi ningún momento: pueden comunicarse, pero ocupan espacios físicos muy distintos.

Ahora bien, el particular enfoque de Dante no tiene por qué ser del gusto del todo el mundo y puede que ello tuviera que ver en el fracaso del film. El chip prodigioso nunca encontró a su público y muchos la consideraron una comedia caótica que sacrificaba ese sentido de lo maravilloso que transmitía Viaje alucinante, en aras de montar una enloquecida e implausible trama de enredo llena de chistes tontos y cuyos giros y soluciones obligaban continuamente el espectador a una considerable suspensión de la incredulidad, como ese “estimulador nervioso” del submarino que transforma por completo la cara de Jack en la de un traficante de armas al que debe suplantar.

Una vez asumido el tono cómico, hay que admitir que Dante acertó con la elección de actores. El chip prodigioso necesitaba de intérpretes capaces no sólo de vender su inverosímil premisa sino de aguantar el tipo en pantalla hablando consigo mismos durante buena parte de la película. Buena parte del humor de la historia se apoya en la inversión de los roles tradicionales: Tuck, que hubiera sido en otras circunstancias el héroe de acción, está confinado en el papel de organizador estratégico y experto técnico mientras que la contrapartida cómica, Jack, es quien debe llevar a cabo toda la acción física bajo la guía de Tuck. Considerando que la clave del humor se encuentra en la interacción de ambos personajes, hay que admitir que los dos están razonablemente contenidos y que construyen personajes simpáticos y humanos.

Martin Short, un joven humorista en ascenso salido de la escudería del Saturday Night Live y luego de la comedia de John Landis Tres amigos (1986) aprovecha su primer papel importante como Jack, dándole vida como un manojo de nervios del que, sin embargo, aflora una simpática vena dulce. La interpretación de Short es muy física e improvisada y, a mi gusto, algo excesiva (aunque el humor es siempre muy subjetivo y ese tipo de comicidad histriónica basada en las muecas conecta con mucha gente. No olvidemos que esta era una película familiar).

El trabajo de Dennis Quaid era mucho más sencillo, dado que el actor se pasa la mayor parte de sus escenas encerrado en los estrechos límites de su cápsula. Tuck es el arquetipo de héroe de mentón de acero (valiente, mujeriego, capaz tanto de acción física como de pensamiento), pero Quaid sabe darle sus dosis de vulnerabilidad y defectos para hacerle más cercano al espectador.

Por su parte y a su manera, Meg Ryan está tan limitada como Quaid, en su caso debido al desagradecido papel de “novia del héroe”, pero salva la situación gracias a la vitalidad que le inyecta a Lydia Maxwell, convirtiéndola en una periodista inteligente, osada, con fuerte personalidad… y armada con una pistola táser (por cierto, que esta es la película en la que ella y Quaid se conocieron. Contrajeron matrimonio en 1991).

Que El chip prodigioso es una película que no se toma demasiado en serio a sí misma lo demuestra la elección de los villanos y los actores que los encarnan, especialmente el Cowboy, un traficante de armas de Oriente Medio, sospechosamente parecido a Gadaffi e interpretado por Robert Picardo como un hortera obsesionado por el Lejano Oeste americano. De hecho, Picardo lo hace tan bien que llega a robarle la película a Martin Short cuando éste debe asumir la identidad de aquél en un momento delicado en el que las opuestas personalidades de ambos se ponen de manifiesto: uno, estoico y varonil, con un elevado umbral del dolor; el otro, sensible, hipernervioso e hipocondriaco.

Otros villanos añaden aún más carga histriónica a la historia, como el grimoso Victor Scrimshaw (Kevin McCarthy), un millonario de Silicon Valley, mente maestra del plan y parodia del imaginario bondiano, con su base secreta (un rincón decorado en rosa en un edificio por lo demás vacío que cuestiona su sexualidad), su peculiar asesino, una parodia de Terminator (1984) interpretado por Vernon Wells, e incluso la mujer fatal e hipersexuada, Margaret Canker (Fiona Lewis).

Tampoco hay que dejar de alabar la facilidad con la que Dante monta una película técnicamente compleja. Debido a la extraña premisa (un hombre diminuto dentro del cuerpo de otro), articular incluso una conversación normal entre los dos protagonistas se convierte en todo un desafío que podría haber superado a un director menos capaz. Es el caso de la constante alternancia en el montaje entre los dos actores, supuestamente conversando pero en realidad interpretando cada uno de ellos en un lugar y un momento diferentes y sin interacción con su compañero de rodaje; o las escenas engañosamente fluidas en las que se montan planos de Jack escuchando la voz de Tuck, Tuck mirando por los ojos de Jack a través de un monitor en su cápsula y luego de vuelta a Jack ejecutando las instrucciones de Tuck en el mundo exterior. Si ya parece complicado viéndolo escrito, piénsese la dificultad de planificarlo, rodarlo y editarlo.

A destacar también la que podría ser la mejor secuencia de acción de la carrera de Joe Dante, aquella en la que Jack cuelga de la puerta de un camión a toda velocidad mientras trata de saltar a un Ford Mustang. De hecho, El chip prodigioso es un raro ejemplo de comedia de acción y efectos especiales en la que éstos complementan y completan la historia en lugar de ahogarla.

Efectos especiales, por cierto, creados por Dennis Muren en ILM, por los que ganó un Oscar en 1988 y que han aguantado sorprendentemente bien el paso de los más de treinta años desde su estreno. En su diseño se utilizaron miniaturas a escala, gelatina y marionetas para crear una imagen del interior del cuerpo humano muy diferente de la que se había construido en Viaje alucinante veinte años antes. Mientras que éste presentaba nuestro “espacio interior” como si fuera una lámpara de lava psicodélica, el del El chip prodigioso es más carnal y claustrofóbico. Probablemente, si se hubiera realizado hoy la película, el CGI no habría aportado el nivel de realismo que se percibe al mostrar a la pequeña cápsula de Tuck abriéndose paso trabajosamente, clavando sus arpones en arterias y venas empujada por los hematíes que flotan en un plasma nebuloso.

Cuando Tuck se encuentra con el feto de su hijo –porque en el curso de la peripecia salta del cuerpo de Jack al de Lydia– se alcanza el mismo sentido de lo maravilloso que en las mejores escenas de Viaje alucinante. Las limitaciones presupuestarias se dejan notar en la secuencia de la batalla desesperada en el estómago de Jack entre Tuck a bordo de su vehículo y el silencioso asesino Igoe (Vernon Wells), que pilota un ágil exoesqueleto con pinzas afiladas. Es un enfrentamiento que se narra principalmente a base de primeros planos, pero Dante sabe ajustarse a sus limitaciones y sacar partido de ellas en lugar de tratar de ir más allá de lo que el dinero y la tecnología le permitían. El efecto con el que se hace la metamorfosis de la cara de Jack en la del Cowboy es impecable para la época y no hace añorar los trucos digitales de hoy.

No es esta, sin embargo, una película que no haya envejecido, y muchos de sus ingredientes denotan su origen ochentero. Algunos son detalles más superficiales, como la representación de los científicos, estereotipada hasta el límite de la parodia; otros son más nucleares, como la cursilería que empapa el final, con Jack reafirmando su propio yo y solventando sus fracasos del pasado en cuestión de segundos (una posible novia que nunca le había respetado, el doctor que se beneficiaba de su hipocondría y el jefe de su trabajo basura); o el cierre de la historia, con un plano aéreo de Jack conduciendo hacia el ocaso para rescatar de nuevo a sus amigos –el destino de los villanos había quedado sin resolver– dejando la puerta abierta para, como habían hecho en Regreso al futuro (1985), facilitar una segunda parte.

Una vez que se tiene claro el tipo de película que es El chip prodigioso, creo que no engaña a nadie y ofrece lo que uno podría esperar de una película ochentera que mezcla la acción, la aventura y la comedia sobre una premisa de ciencia ficción. Ciertamente, desaprovecha las oportunidades de incrementar el suspense en las escenas de acción y darle mayor peso dramático a los personajes y las relaciones entre ellos, pero esto no es tanto un olvido como una consecuencia natural de la elección del público objetivo: el familiar.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".