Lejos de ser una casualidad, el éxito ‒ahora lo sabemos‒ funciona a partir de unas premisas bien estudiadas. No se trata de un fenómeno que nazca de una sucesión desconcertante de elementos. Al contrario. Quienes lo persiguen pueden estimar su probabilidad a partir de la experiencia ya disponible.
Las predicciones más realistas de un productor de Hollywood o de un directivo de la industria discográfica ‒por citar dos sectores comprometidos con el éxito comercial‒ suelen tener en cuenta el pensamiento de un personaje crucial, Raymond Loewy (1893-1986). ¿Que quién era Loewy? Pues el diseñador que mejor conectó con el gusto popular del siglo XX. Pero antes de hablar sobre él, conviene entrar en algunas consideraciones previas.
Una cuestión de mérito
«El éxito es talento más que preparación ‒escribía Malcolm Gladwell en su libro Fueras de serie‒. El problema de este punto de vista es que, cuanto más miran los psicólogos las carreras de lo mejor dotados, menor les parece el papel del talento innato; y mayor el que desempeña la preparación».
Las horas de práctica, nos dice Gladwell, son decisivas a la hora de considerar la idea de excelencia. En este sentido, quienes tengan una oportunidad especial para practicar intensivamente lo tendrán más fácil para triunfar. Sin embargo, los años formativos de un artista o de un empresario son un argumento ineficiente en entornos de competencia irregular, donde la pura brillantez no basta.
Está claro que la experiencia intensiva es un detalle importante, pero ¿cómo comprobar esta teoría cuando el ascensor de las oportunidades queda detenido en unos pisos determinados? Es más: ¿acaso las buenas influencias o una buena maquinaria promocional no son también indispensables?
Ajeno a esta última duda, Gladwell explica el éxito inicial de los Beatles por medio de dos factores: una buena racha y miles de horas de práctica. Para respaldar ese argumento, cita al propio John Lennon, quien recuerda así sus comienzos en Hamburgo: «Íbamos mejorando y ganando en confianza. Era inevitable, con toda la experiencia que daba tocar toda la noche. Y al ser extranjeros, teníamos que trabajar aún más duro, poner todo el corazón y el alma para que nos escucharan. En Liverpool, las sesiones sólo duraban una hora, así que sólo tocábamos las mejores canciones. Siempre las mismas. En Hamburgo teníamos que tocar ocho horas, así que no teníamos más remedio que encontrar otra forma de tocar».
De las palabras de Lennon se deduce que las ventanas de oportunidad existen, y que una buena preparación, junto una planificación intensiva, son casi obligatorias para aprovechar la suerte más allá del one hit wonder (el triunfo aislado y ocasional).
Sin embargo, la idea de que alguien bien preparado está más cerca del triunfo es una cuestión conceptual que conduce a equívocos. En realidad, las fuerzas que impulsan el éxito son bastante más complejas. El propio Gladwell escribió otro libro, The Tipping Point, en el que añade más factores: pequeños cambios sociales que producen grandes efectos, y lo más importante, la acción de un reducido grupo de personas, capaces de contagiar a los demás sus gustos con la viralidad de una epidemia.
Viralidad para principiantes
La búsqueda de la atención y el factor del gancho, analizados por Gladwell, justifican esa consideración de un producto o de un mensaje en términos «epidémicos». Si no supiéramos nada sobre el modo en que funciona esa viralidad en la economía de internet, probablemente llegaríamos a la conclusión de que todo es cuestión de suerte. Pero no es así, claro.
«Si se cuida el formato y la estructura del material ‒escribe Gladwell‒, podremos incrementar de forma drástica el factor del gancho». No le falta razón, desde luego. De hecho, se la dan los productores audiovisuales y discográficos, que repiten esquemas muy conservadores tras analizar de forma exhaustiva los gustos del público. Unos gustos que en décadas anteriores se orientaban desde la élite ‒esto es, desde la aristocracia cultural o desde la propia industria y sus satélites en los medios‒, pero que hoy se han democratizado de forma amplia y desordenada.
¿Quieren un ejemplo? Ningún programador televisivo en su sano juicio permitiría la emisión de un antiguo largometraje en blanco y negro en horario de máxima audiencia. Durante los años setenta y primeros ochenta, esa audacia aún era posible. En aquellos años, las televisiones aceptaban su estatus ilustrado, y optaban por medir su prestigio en áreas ajenas a los índices de audiencia. Pero por razones publicitarias y de subsistencia empresarial, hoy el éxito televisivo ‒salvo en algún canal por cable‒ ha de ceñirse al gusto mayoritario. Y créanme, ese gusto no es, ni mucho menos, tan sofisticado como para poner de moda el cine clásico.
Los sociólogos y los psicólogos han analizado a conciencia este modelo de difusión, aplicado de forma sistemática en todos los soportes. Tomemos nota de sus conclusiones. La ira, el sentimiento tribal o la controversia atraen la atención, y por consiguiente, se utilizan en estridentes realities sentimentales o políticos, que además son baratos y rentables. Como la oferta infinita, el sistema de recompensa y el poder del contexto fomentan un consumo adictivo ‒así lo prueban las redes sociales‒, la televisión digital recurre a esquemas inteligentes, que nos hacen devorar de forma compulsiva sus contenidos. En el terreno de la ficción, las fórmulas ya conocidas ‒por ejemplo, la retromanía nostálgica o el esquema narrativo del viaje del héroe‒ se repiten una y otra vez, en espera de una contestación del público que indique la necesidad de cambiar de rumbo.
Por otro lado, para que el espectador medio no se sienta confundido por la narrativa, se recurre a un estilo impersonal, y la figura del autor es sustituida por comités que dosifican, de forma colectiva, los ingredientes de cada guión y los planos de cada rodaje.
A estas alturas, casi nadie elige experimentar con unas recetas con las que no se debe experimentar. Frente al dudoso potencial de la originalidad, cualquier productor preferirá originar un efecto dominó a partir de las fórmulas ya establecidas.
Lo viejo y lo nuevo
Una película, una teleserie, un videojuego o una canción deben encajar en un contexto, han de poseer un significado emocional mayoritario y han de conventirse fácilmente en tendencia. Tres son los principales caminos para conseguirlo: 1) a través del radar generacional, 2) por medio de usuarios influyentes que difundan sus bondades, o 3) a partir de campañas publicitarias que apliquen estrategias de segmentación y lleguen al gran público.
¿Y qué convierte en contagioso a un producto o a una idea? Aquí es donde entra en acción Raymond Loewy.
Como diseñador, este franco-estadounidense es la figura a la que más han elogiado los departamentos de ventas de todo Occidente. La primera lección que cabe extraer de su carrera es que un solo creador puede moldear los gustos colectivos. Recapitulemos: Loewy fue consultor de la NASA durante el desarrollo de la estación espacial Skylab. Entre otros logros, ideó dos modelos de automóvil ‒Studebaker Avanti y Champion‒, el emblemático autobús Greyhound Scenicruiser, el interior del Concorde, la cajetilla de Lucky Strike, las locomotoras eléctricas Pennsylvania Railroad GG1 y S-1, los escaparates de grandes almacenes como Macy’s, Wanamaker’s y Saks, los dispensadores y nuevas botellas de Coca-Cola, las neveras Coldspot y los logos de Shell, Exxon, la TWA y BP.
Esas y otras creaciones de Loewy en el ámbito del diseño industrial fueron muy imitadas, y su influencia llega hasta nuestros días. El motivo hay que buscarlo en la filosofía que él resumió con una sigla, MAYA. Es decir, “Most Advanced. Yet Acceptable” («Lo más avanzado y que pueda ser admisible»). O lo que viene a ser lo mismo: un producto de éxito ha de resultar novedoso, y al mismo tiempo, familiar.
Ese difícil equilibrio planteado por Loewy es el que, en la actualidad, manejan muchos de los ejecutivos y creadores que quieren seducir al gran público. De acuerdo con el principio MAYA, un producto ha de parecer nuevo, pero no tan avanzado como para que resulte incómodo o inaceptable para el consumidor.
«El gusto del público adulto ‒decía Loewy‒ no está necesariamente preparado para aceptar las soluciones lógicas que requiere si dicha solución implica un excesivo alejamiento de lo que ha sido condicionado a aceptar como la norma».
Pensemos, por ejemplo, en aquella escena de Regreso al futuro (1985) en la que Marty McFly (Michael J. Fox) toca su guitarra con un frenético punteo heavy ante unos jóvenes de 1955. Seguro que lo recuerdan: su audiencia queda abrumada ante una ráfaga sonora que no puede digerir, y que sólo un fan de Van Halen ‒es decir, el espectador de los ochenta‒ sabría apreciar.
Sin embargo, Marty había triunfado pocos segundos antes, al interpretar el tema «Johnny B. Goode» (1958), de Chuck Berry. «Johnny B. Goode» es una canción que sonaba ligeramente nueva en los cincuenta, pero que también resultaba familiar por aquellos días. Poco más o menos, viene a ser una evolución del clásico de Louis Jordan «Ain’t That Just Like a Woman» (1946).
En otras palabras, el tema de Berry cumple con el principio MAYA, a diferencia de la improvisación de Marty McFly, totalmente incomprensible para su auditorio. También esto es válido para la película de Zemeckis: un homenaje a aquellos años felices de los baby boomers, repleto de guiños al cine clásico de ciencia-ficción.
La retromanía: modo de empleo
Esta necesidad de ceñirse al espíritu del momento conduce a efectos muy curiosos: los diseños cambian de forma muy gradual, y en lo que se refiere a los contenidos, proliferan los remakes, las versiones, los relanzamientos, los homenajes y las secuelas (No crean que se trata de algo nuevo. Esto es algo que ya sucedía en los años treinta del pasado siglo con total naturalidad).
El equilibrio entre transgresión y nostalgia, entre novedad y costumbre, o entre primicia y repetición, es algo fácil de identificar en la mayoría de los grandes éxitos, tanto en el ámbito del diseño como en el de la creación cultural. En el fondo, de lo que se trata es de jugar con las normas establecidas, de modo que la atracción hacia lo nuevo (la neofilia) se imponga, en cierta medida, al rechazo que despierta lo insólito (la neofobia).
Y es ese punto crítico del umbral MAYA el que, a la hora de la verdad, maneja más intensamente la industria cultural.
Derek Thompson, en su artículo «The Four-Letter Code to Selling Just About Anything» (The Atlantic, enero-febrero de 2017), respalda la idea de Loewy con las investigaciones del psicólogo Robert Zajonc: «una serie de experimentos donde [Zajonc] mostró a los sujetos palabras sin sentido, formas aleatorias y caracteres parecidos a los chinos, y les preguntó cuáles preferían. Estudio tras estudio, optaban por las palabras y las formas que habían visto en más ocasiones. Preferían lo familiar».
Existe un sustrato genético que explica este fenómeno, pero no es un proceso tan mecánico como parece. Por otro lado, también acabamos aburriéndonos cuando la reiteración es excesiva. Y por eso hay una respuesta obligada para todo aquel que se pregunta cómo funciona nuestro gusto. Por decirlo con brevedad: nos agradan las sorpresas, pero sólo si son pocas y vienen empaquetadas de forma conocida.
Esto, como ya se imaginan, es algo que funciona con el cine, la televisión o la música ‒listas de Spotify incluidas‒, pero que también es detectable cuando nos relacionamos con ideas o incluso con otras personas y colectivos.
Podemos quejarnos por el hecho de que gran parte de nuestros entretenimientos sean productos derivativos ‒versiones de viejas canciones, mashups, series que adaptan bestsellers, videojuegos inspirados en cómics o películas basadas en videojuegos‒. Sin embargo, esa queja tiene poco fundamento si pensamos en la naturaleza humana y en esa creciente tendencia que nos aísla en burbujas digitales.
Por mucho que el boca a boca o que la irrupción de nuevas tendencias nos hagan creer en las bondades de la vanguardia, la triste realidad es que somos animales de costumbres. En definitiva, simples consumidores que aguardamos nuestro turno en la cola interminable de la nostalgia, los prejuicios y los estereotipos.
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