Durante casi ochenta años, Elsie Wright y Frances Griffiths engañaron a una legión de crédulos. ¿La razón? Unas fotografías tomadas en 1917, cuando aún eran niñas, mostraban a Elsie y a Frances en compañía de hadas y otros seres del mundo encantado.
Esas imágenes aún resultan emocionantes. Con una sonrisa encantadora, Elsie mira cómo revolotea una damisela con alas de mariposa. A su vez, Frances admira la delicada gracia de unas ondinas que danzan sobre la hierba.
Hasta 1983 no conocimos la verdad de esas estampas. Pero no adelantemos acontecimientos…
Nuestra historia comienza a mediados del siglo XIX, un periodo durante el que la audiencia reclama historias de magia y emoción, y los empresarios teatrales idean nuevas fantasías con que seducir a un público ávido de magia, en el umbral de la era del psicoanálisis.
Nos hallamos en Londres, donde aún circulan colecciones como Ghost Stories; collected with a particular view to counteract the vulgar belief in ghosts and apparitions, de autor anónimo y publicadas en 1823 por Rudolph Ackerman.
La masiva emigración de médiums procedentes de los Estados Unidos ha fortalecido los cimientos del floreciente movimiento espiritista británico, articulado en torno a una emblemática institución londinense: la Sociedad para las Investigaciones Psíquicas.
Se da la feliz circunstancia de que Andrew Lang, editor por aquel entonces de Coloured Fairy Books –y uno de los voluntariosos fundadores de la Sociedad–, ha popularizado los libros ilustrados con imágenes de ondinas, almas desencarnadas, duendes y demás seres elementales, al punto de convertir en moda lo que hasta entonces sólo ha sido ilusión de poetas y novelistas de lo gótico.
El producto más llamativo de esa moda es un volumen ilustrado, The Coming of Fairies (Hodder & Stoughton Ltd., 1 de septiembre de 1922), cuya veracidad viene avalada nada menos que por Sir Arthur Conan Doyle.
The Coming of the Fairies incluye las fotografías tomadas por Elsie y Frances, y un puñado de textos de Conan Doyle. Su anticipo es otro artículo del escritor, publicado en el especial navideño de The Strand Magazine. «Fairies Photographed. An epoch-making event described by A. Conan Doyle», se anuncia en la portada.
Elsie Wright, de quince años, y su prima Frances Griffiths, de tan sólo diez, se convierten en celebridades, y la zona boscosa de Cottingley donde aseguran que hay hadas, es vista como un santuario mágico, impregnado con las leyendas de la vieja Inglaterra.
El área, cuidadosamente inspeccionada por los curiosos, presenta pocas cualidades destacables, a no ser el encanto de un arroyo que cruza el claro del bosque. Lo evocador del paisaje, por lo demás, no es una prueba lo suficientemente sólida.
Según ella misma declara a la prensa, Elsie tomó la cámara de su padre en julio de 1917, con la idea de retratar a su prima en tan idílico lugar. Al revelar la placa, su sorpresa fue mayúscula. Varias hadas, tan etéreas como las de los cuentos, aparecieron en los márgenes de la imagen. Decididas a aprovechar ese encantamiento, las niñas tomaron nuevas fotografías. De ahí en adelante, el sortilegio de Cottingley se convirtió para ellas en una costumbre. Tomaban la cesta y el paraguas, y andando por la fronda, llegaban a ese rincón secreto donde habitaban los guardianes del bosque.
En 1919, la madre de Elsie, Polly Wright, creyendo en la sinceridad de su pequeña, acude a una reunión de la Sociedad Teosófica, celebrada en la sede que ésta tiene en Bradford. Como es imaginable, los teósofos, con su tendencia a creer en casi todo, dan crédito a la historia que Polly les cuenta. En pocas semanas, los detalles del milagro de Cottingley se extenderán como la pólvora.
Edward L. Gardner, uno de sus principales teósofos del Reino Unido escucha con interés a Polly. Ni que decir tiene que las pupilas de Gardner se dilatan cuando le son mostradas las fotografías.
«Aún quedan hadas en Inglaterra…» La noticia es sensacional, y muy oportuna, porque ayuda a cicatrizar las heridas de la Gran Guerra. El joven J.R.R. Tolkien, recién llegado del frente, se aplica esa misma medicina (la que viene de manos de elfos y gnomos) para mitigar en su memoria el horror de las trincheras. Lo mismo piensan las viudas que llevan a sus hijos a las funciones teatrales de Peter Pan. ¿Será posible que exista Campanilla? La duda está en el aire.
Como tantos otros compatriotas, Conan Doyle ha perdido a un hijo. Desesperado, aún intenta comunicarse con el difunto en las reuniones espiritistas. De nada sirve que el mago Harry Houdini, buen amigo suyo, le advierta de que todo eso no son más que patrañas. Sir Arthur cree en los fantasmas y en la posibilidad de comunicarse con el Más Allá. Es obvio que contarle al escritor lo que ha sucedido en Cottingley es como echar gasolina al fuego.
Sir Arthur escucha la historia de labios del teósofo Gardner. Otro amigo del novelista, Sir Oliver Lodge, intenta buscarle una explicación al asunto, y la más sencilla que le viene a la mente es ésta: hay truco en esas fotografías. No se trata de hadas o de duendes, sino de figuras troqueladas.
Para estudiar con mayor detenimiento lo ocurrido, Gardner viaja a Cottingley. A partir de sus opiniones, Conan Doyle se convierte en un acérrimo defensor de las niñas. Pero esto incomoda seriamente al padre de Elsie, Arthur Wright, quien observa el fenómeno como una simple broma: un juego distorsionado por el sensacionalismo de la prensa, los teósofos y los espiritistas.
Whright es un admirador de las novelas de Sherlock Holmes, y empieza a sorprenderse de que su creador, un hombre culto e inteligente, no aplique algunas de las reglas del detective. En realidad, no hace falta ser muy listo para caer en la cuenta de que Elsie y Frances no han fotografiado a auténticas hadas.
El 20 de diciembre de 1921, en las páginas del Star, el representante de una empresa de velas, Price and Sons, explica que las hadas de las fotografías son idénticas a unas ilustraciones que emplean en su publicidad. Pero ni siquiera eso hace cambiar de opinión a Conan Doyle.
Por respeto a su creyente esposa y cariño a su hija, el señor Wright guarda silencio y confía en que todo acabará olvidándose. Se equivoca, obviamente. Los años pasan, pero los sucesos de Cottingley siguen interesando a la opinión pública.
En la década de los sesenta, el auge de lo paranormal devuelve la historia a la actualidad. James Randi, mago, escéptico y colaborador del escritor y matemático Martin Gardner, confirma en 1978 que las fotografías son hermosas, sí, pero no retratan a seres mágicos, sino a unas siluetas cuidadosamente recortadas y sujetas con hilos.
En 1981, el periodista Joe Cooper entrevista a Frances y a Elsie, pero ellas no dan su brazo a torcer. “Puede que algunas de las hadas fueran dibujadas por nosotras”, le dicen. “Seguramente las copiamos de un libro de Arthur Shepperson. Pero créanos, una de las fotografías es auténtica”.
Más arriba adelanté que hasta 1983 no se conoció el secreto de esas imágenes. En realidad, ese fue el año en que las dos primas –a estas alturas, una pareja de encantadoras ancianas– dejaron de ocultar su falsificación. Elsie lo reconoció abiertamente, pero Frances siguió repitiendo que una de las fotografías era genunia. Lo más fascinante es que ambas murieron creyendo en el la existencia del mundo mágico.
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