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Carlos I y la leyenda negra

Carlos, el joven Carlos, no hablaba una palabra de español, nunca había visto tierra castellana. Pero ahí estaba, con dieciséis años, dispuesto a heredar el trono de sus abuelos maternos, Isabel de Castilla y Fernando de Aragón. Y era el heredero por un cambalache del azar. Porque su tío Juan, decían, había muerto de excesos sexuales. Porque su padre Felipe, otro gran atleta sexual, apodado El Hermoso, estaba en Burgos, jugando a la pelota cuando, sudoroso, bebió abundante agua fría y, pocos días después, murió, presa de elevadas fiebres. Porque su madre Juana, llamada La Loca, perdió la cabeza con la muerte de su esposo, dicen, y había que encerrarla en un castillo de por vida. Y porque su abuelo Fernando, de sobrenombre El Católico, no fue capaz de hacerle un hijo varón (o una hija hembra, que tanto daba, a la hora de la verdad) a su segunda esposa, la francesa Germana de Foix, para deshacer aquello de «tanto monta monta tanto» que firmó con su primera mujer, la temperamental Isabel de Castilla, y separar, así, los reinos de Castilla y Aragón.

Y fue así, digo, cómo el joven Carlos se transformó en el primer rey de la España unificada. De su abuelo Fernando heredó la Corona de Aragón, que incluía los reinos de Aragón, de Mallorca, de Valencia, de Sicilia y de Nápoles, así como el Condado de Barcelona. De su abuela Isabel heredó la Corona de Castilla con todo lo que ello suponía: una tierras ultramarinas adscritas a golpe de sangre y fuego, más allá del océano tenebroso. Unas tierras que se incrementaban por momentos, que no pararon de aumentar a lo largo de la vida del joven Carlos, que seguirían incrementándose tras su muerte, haciendo de la Corona de Castilla y sus territorios atlánticos y pacíficos el primer imperio de la Edad Moderna.

Pero la cosa no queda ahí. Carlos tenía unos abuelos paternos de mucho ringorrango. Su abuela María era duquesa titular de Borgoña, esto es, heredera por legítimo derecho, no por haberse casado con un heredero varón. Título al que añadía el de duquesa de Brabante, de Limburgo, de Lothier, de Luxemburgo y de Güeldres; marquesa de Namur y condesa de Flandes, de Hainut, de Holanda, de Zelanda y de Zupthen. Títulos, todos ellos, que Carlos había heredado con tan sólo ocho añitos, cuando se quedó huérfano de padre, si bien no los gestionaba él, lo hacía su tía Margarita, hermana de su padre y esposa de su tío Juan, el que había muerto por excesos sexuales… Margarita, no sabemos muy bien porqué, quizás es que había quedado satisfecha de por vida (de hombres y de sexo, digo), le dijo a su padre que no pensaba volver a casarse y su padre lo aceptó, más que nada, porque vio el panorama que se presentaba en la familia de su hijo Felipe y decidió que fuese la tía Margarita la que se ocupase de la educación y crianza del que iba a ser futuro heredero de tamaño imperio.

Pues bien, estaba Carlos en España, de acá para allá, jurando títulos de los muchos reinos por aquí heredados, cuando le llega la noticia de la muerte de su abuelo Maximiliano, el único que le quedaba vivo. Maximiliano que, por si fuera poco todo lo que ya había heredado nuestro Carlos, resultaba ser Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Archiduque de Austria y Rey de Romanos. Y es así cómo un chaval de apenas 19 años se transforma en el monarca de un imperio fabuloso.

Imagen superior: retrato del príncipe Carlos, el futuro emperador, con su familia paterna (Bernhard Strigel, Viena, Kunsthistorisches Museum).

Cuento todo esto no porque La 1 decidiese dedicar una serie a nuestro Carlos (1) No. Cuento todo esto porque leo, en The New Yorker, una reseña de un libro dedicado a Jakob Fugger, apodado El Rico, también conocido como El Joven, y que fue el banquero/mercader más poderoso de la Europa de su tiempo.

Fugger venía de una familia de comerciantes que rápido aprendió el potencial que se escondía detrás del monopolio con materias primas y recursos naturales. Dos bienes que, indefectiblemente, estaban en poder de monarcas. Y, como buenos comerciantes, supieron ganarse el afecto de poderosos, transformando esos bienes materiales en deseos principescos. Yo te doy el dinero para que te compres el capricho que desees, tú me das el monopolio de tal recurso natural. Así de fácil. Y todos tan contentos.

La reseña, publicada el 11 de septiembre de 2015, lleva por título «How to finance an Emperor’s  election». Una reseña cargada de apriorismos leyendanegresos, en la que Amy Davidson presenta a Enrique VIII de Inglaterra como «an energetic, competent monarch» y a Francisco I de Francia «who had a strong interest in building an empire» frente a un «inexperienced teenager, and, awkwardly for the Germans, the King of Spain and the Netherlands», es decir, nuestro Carlos.

Mi querida señora Davidson (autora, a la sazón, de la reseña de marras): por mucho que sea usted Senior Editor en Internacional y Seguridad Nacional; por mucho que haya usted ayudado a reconcebir la versión digital de la revista para la que escribe; por mucho que sea actual editora del Daily Comment, me va usted a permitir que le diga un refrán muy propio de estas tierras: Querida, zapatero, a tus zapatos.

Hágame el favor de limar ignorancias. Léase usted a Hermann Kellenbenz (después de él, el diluvio) si quiere saber realmente de los Fugger, de porqué financiaron la elección de un adolescente inexperto, como usted le llama. No me sea anacrónica: esto es, no transplante situaciones actuales (una todopoderosa Germania, dueña de Europa, encargada de apretarle las tuercas a una díscola España, cargada de deudas) a la hora de presentar al púber Carlos como un principucho desconocido por los electores encargados de nombrar al futuro Emperador del Sacro Imperio.

Y, por favor, sacúdase la leyenda negra que le cae sobre el hombro como una incómoda caspa. Señora mía, no quede en evidencia, que Enrique VIII era reyezuelo de una isla, a años luz de cualquier otro reino europeo, por mucho que, con los siglos, se haya transformado en la gloriosa Gran Bretaña, cuna de Su Muy Graciosa Majestad. Y sepa, como muy bien puede leer de una británica nada susceptible de apátrida (la inconmensurable Hilary Mantel, digo) que, en realidad, lo que Enrique VIII quería, lo que en verdad añoraba, era que ese joven adolescente inexperto le pasase la mano por el lomo, le hiciese un gesto de cariño. Ese jovenzuelo que, dicho de paso, era su sobrino, hijo primogénito de su cuñada, primo hermano de su primogénita María, la futura Bloody Mary.

(1) Carlos, Rey Emperador (7 de septiembre de 2015-25 de enero de 2016), dirigida por Oriol Ferrer, Salvador García Ruiz y Jorge Torregrossa.

Copyright del artículo © Mar Rey Bueno. Reservados todos los derechos.

Mar Rey Bueno

Mar Rey Bueno es doctora en Farmacia por la Universidad Complutense de Madrid. Realizó su tesis doctoral sobre terapéutica en la corte de los Austrias, trabajo que mereció el Premio Extraordinario de Doctorado.
Especializada en aspectos alquímicos, supersticiosos y terapéuticos en la España de la Edad Moderna, es autora de numerosos artículos, editados en publicaciones españolas e internacionales. Entre sus libros, figuran "El Hechizado. Medicina , alquimia y superstición en la corte de Carlos II" (1998), "Los amantes del arte sagrado" (2000), "Los señores del fuego. Destiladores y espagíricos en la corte de los Austrias" (2002), "Alquimia, el gran secreto" (2002), "Las plantas mágicas" (2002), "Magos y Reyes" (2004), "Quijote mágico. Los mundos encantados de un caballero hechizado" (2005), "Los libros malditos" (2005), "Inferno. Historia de una biblioteca maldita" (2007), "Historia de las hierbas mágicas y medicinales" (2008) y "Evas alquímicas" (2017).