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Bichos

Francis Bacon señaló con una lucidez asombrosa en su Novum Organum que estamos a merced de cuatro tipos de prejuicios o “ídolos”: los de la tribu (idola tribu), los del foro (idola fori), los de la caverna (idola specus) y los del teatro (idola theatri). Esos prejuicios a  menudo condicionan nuestra manera de pensar y nos impiden examinar con una mínima objetividad lo que tenemos delante.

Los idola de Bacon, en definitiva, se parecen mucho a lo que los psicólogos actuales denominan “sesgos”: condicionantes que sesgan nuestra opinión por una u otra razón.

En la distinción que los humanos hacemos  acerca de qué es lo que distingue a los animales de los bichos influyen los ídolos del foro, que tienen relación según Bacon con el lenguaje y con cómo definimos las cosas, puesto que al decir “animales” pensamos en algo muy diferente de lo que expresa “bichos”, a pesar de que ambas expresiones parecen referirse  a un tipo de seres que comparten casi todas o todas las características fundamentales. Pero también influyen los ídolos del teatro, que dependen mucho de las ideas a las que nos sentimos cercanos y en especial de las ideologías.

Veamos qué tiene que ver el lenguaje con nuestro amor a los animales y por los otros seres humanos y con nuestro desagrado hacia los bichos. En primer lugar, parece que no sentimos lo mismo por un perrito o un gatito (nótese el diminutivo cariñoso) que por una cucaracha. Una cosa son los “animales” y otra muy distinta los “bichos”. Por los animales sentimos cariño, mientras que por los bichos sólo experimentamos repulsión y asco.

Si esto fuera una conferencia y no un artículo, alguien podría interrumpirme y decir: “Sí, claro, es que el lenguaje expresa una distinción real: no es lo mismo un gato que una cucaracha”.

De acuerdo, puede que tenga razón, aunque sabemos que los jainistas consideran que lo que nosotros llamamos bichos también son animalitos: los jainistas se ponen una gasa delante de la boca para no tragar accidentalmente insectos y también caminan con una escoba, barriendo el suelo con suavidad delante suyo para no pisar hormigas, escarabajos o… ¡cucarachas!

Permítanme un inciso antes de continuar: a nadie le gusta pisar cucarachas. ¿Por qué? Porque suenan. A pesar del desprecio que solemos sentir hacia ellas, eso de escuchar cómo su estructura se deshace bajo nuestro zapato no nos acaba de gustar. Interesante. Volveré a hablar de ello cuando en otro artículo hable de “los chirridos de la maquinaria”, de los que hablaba René Descartes, y antes que él, el español Gómez Pereira.

Pues bien, la diferencia más clara entre animales y bichos es que a los  animales hay que tratarlos más o menos bien, incluso muy bien en ciertos casos (a aquellos que consideramos “mascotas”), mientras que a los bichos se les puede aplastar. Por eso, cuando queremos matar a un enemigo, lo primero que hacemos es convertirlo en un bicho.

¿Cree el lector que exagero?

Pues no, no exagero. Ese ha sido el método gracias al cual hemos podido cargarnos a nuestros enemigos sin remordimientos al menos durante los últimos dos mil o cinco mil años: al fin y al cabo se trataba de bichos, no de seres humanos. Es lo que se llama la “deshumanización del enemigo”, que se práctica todavía hoy en todos los ejércitos del mundo. Los enemigos son bichos, o si se prefiere bultos indeterminados. Es una táctica que han empleado los colonialistas, los imperialistas, los nacionalistas y los nazis, los fascistas, los comunistas y cualquier otro grupo o ideología que ha tenido que enfrentarse al fastidioso problema de eliminar a todos esos seres humanos que no comparten sus ideas. Es difícil matar seres humanos fríamente, pero no lo es matar a bichos repugnantes, a cucarachas, a gusanos, a insectos. En ocasiones, la deshumanización del enemigo, del amigo, de los antiguos aliados o de los rivales en la lucha por el poder no recurre a los bichos, sino a entes inferiores, como las malas hierbas. Así lo hizo Mao Zedong, cuando tras la campaña de las Cien Flores, una amorosa invitación a los disidentes para que manifestaran su opinión y se abrieran “cien flores y compitieran cien escuelas”, decidió liquidarlos como se liquida a algo que ni siquiera es un bicho, y proclamó: “Hay que arrancar las malas hierbas”. Y las malas hierbas fueron arrancadas sin piedad, porque, ¿quién se va a preocupar por unas malas hierbas?

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.