A veces pienso si no lo soñé: en 2003, durante un viaje por el sur de Francia con mi novia de entonces, tras detenernos de buena mañana a comprar agua en un bar, me encontré con Jean-Paul Belmondo en la terraza. Me quedé helado: sí, era nada menos que Belmondo.
Yo ya me había encontrado en París con Jean-Hugues Anglade, paseando el carrito con su bebé a la vera del Sena, le había reconocido y él me dio conversación y estuvimos charlando unos minutos. Muy agradable el tipo.
¡Pero éste era Belmondo…! Lo más fascinante es que estaba solo, sentado a una mesa, la mirada fija en sus pensamientos, viejito como ya era entonces.
Me pregunté qué estaría pensando. Pensé que era triste estar sentado sin nadie a tu lado en una terraza solitaria de un bar desolado, siendo el puto Jean-Paul Belmondo. Sin nadie que te diga: eres Belmondo, tío. Sin nadie que demuestre que le importa. Creo que ahí me di cuenta de que la muerte es mala, pero el olvido es peor. Y saberlo en vida es lo más terrible de todo…
Me parece o quiero pensar que ahí descubrí que todo desaparecería con nosotros, todas las películas, todos los libros, toda la cultura que hemos hecho nuestra porque nos poseyó por sintonía personal y no por imposición de su sintonía, todo desaparecería quizás antes de que desaparecieran las personas que la hicieron. ¿Quién recuerda ya las películas olvidadas de Belmondo? Si fuera americano le recordaríamos un poco más, sólo porque el imperialismo USA es hoy más importante que el francés, pero tampoco tanto más.
Acabo de ver esta peli [El cazador de hombres (L’alpagueur, 1976), de Philippe Labro] sacada de las catacumbas, de sus 40 años de telarañas, y me he quedado pensativo como su protagonista, aquella mañana en aquella terraza. Qué pena no haberle dicho nada, pero ¿qué?
¿A quién le importa una película como la que he visto? A Tarantino, sí, claro, seguro que le encanta; a casi todos los demás les encanta presumir de que les gusta Tarantino, si bien conocer sus referentes no proporciona tanto brillo. Pero en verdad, a la mayoría lo único que le importa ahora [en 2016] es Stranger Things y los Pokemon Go, lo cual no está nada mal en sí mismo, y dentro de veinte años a nadie le importará, salvo a cuatro locos o iluminados o niños crecidos a los que mirarán sin entender.
Nadie espera veinte años para ver por vez primera Stranger Things. Lo quieren ver ahora, en la fiebre de la novedad, para olvidarlo mañana, porque saben que mañana habrá otra cosa más que ver, que HABRÁ que ver, promocionada febrilmente. Nadie espera veinte años para ver, leer, degustar, juzgar nada.
Dentro de veinte, cuarenta años, alguien añorará un pedazo cultural de hoy, un retal errático y perdido, algún otro lunático del detalle lo recogerá y le construirá un pequeño altar secreto. Entretanto, las autoridades vivas sentenciarán otra obra al olvido de las gentes, elevándola a un altar más bonito y oficial que el nuestro, para que así las gentes crean que esa obra es relevante y la puedan olvidar tranquilos… o para que otro intelectual oportunista pueda llenar sus ineptos artículos con millones de citas inadecuadas de sabios que sabe incuestionados y que por tanto le blindarán contra el cuestionamiento. Pero no nos desviemos de lo IMPORTANTE: ese día tan lejano del indeseado futuro ya tendremos otro cebo hermoso en el anzuelo del consumo masivo para que no nos distraigamos… al revés, para distraernos.
Creo que muchos necesitan creer que las cosas recién esputadas por los medios son importantes per se porque al ser actuales PARECEN importantes. Nos mantienen a todos ocupados, sin obligarnos a pensar que nada es importante. Y nosotros menos. Y en veinte años ya sacarán otra cosa que nos importe. Ya nos aseguraremos nosotros mismos de que así sea, para no quedarnos mirando fijo nuestro pensamiento: mejor miremos fijo nuestro Facebook.
Tal vez así deba ser. Tal vez sea malo querer mantener viva la cultura enterrada de ídolos no impuestos, hundidos en la estela del pasado, tal vez querer rescatar del olvido es pasar a formar parte de él. ¿Quién puede detener un río con las manos?
Yo mismo echo un vistazo al flujo imparable del Facebook, nuestro adorado Dios del Presente Facebook: me habla de un tal Phelps que no sé quién es, de unos superhéroes que no entiendo por qué debo conocer y por qué todos se desviven en hacerlo, y extraño la obsesión ajena por una querencia particular que no esté de moda: me siento más y más cancerbero de espectros…
Escucho por décima vez este corte que me fascinó en la película y que corrí a buscar en internet y averiguo que lo compuso un músico llamado Michel Colombier, que se murió hace doce años. Nadie me lo ha mencionado nunca, ningún amigo me habló de él, el hombre que compuso esta bella melodía está muerto y yo no lo hubiera sabido, no sabría que pasó por este mundo si no hubiera visto esta película…
A lo mejor Belmondo pensaba esa mañana, sentado solo en una terraza deshabitada, en Colombier, en la enfermedad que llevaría a ese compositor de varias de sus películas a la tumba unos meses después, o estaba tarareando en su mente este tema concreto. O pensaba en lo que estoy pensando yo ahora…
Se dé como se dé la debacle de cada uno y de las cosas, juraría que la música será lo último que se muera en el mundo. Pero, de nuevo ¿qué importa? A mí me importa, me importa mucho este trozo de música y me gustaría que más gente lo rescatara, lo hiciera aletear de nuevo. Todo este esfuerzo, este escrito, este padecimiento, esta obsesión, este manotazo de ahogado por un aleteo más.
Pero ¿y qué?
¿Cómo es posible que, tantos años después, me alegre de no haberle dicho nada a Jean-Paul Belmondo?
Nota en 2021: El 6 de septiembre de este año, Jean-Paul Belmondo murió en su casa de París. Tenía 88 años.
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