El 14 de septiembre de 1793, al atardecer, Lord Macartney se presentó, como embajador británico, ante el emperador de la China, el anciano y astuto emperador Quianlong (contaba 83 años y hacía 57 que reinaba en China).
El embajador llevaba una capa de Caballero de la Orden del Baño sobre un traje de terciopelo morado moteado. Iba acompañado por Sir George Staunton, baronet, el cual lucía su manto escarlata de doctor de Derecho Civil por la Universidad de Oxford. Su hijo de doce años, también llamado George, formaba parte de la comitiva como paje.
Imagen superior: el emperador Quianlong, retratado en 1736 por Giuseppe Castiglione.
Era un encuentro entre un imperio emergente y un imperio cesante. El emergente era el británico, dueño de la India y a punto de comenzar las guerras napoleónicas, de las que saldría prácticamente como potencia mundial única e indiscutida. El cesante era el imperio chino, que paradójicamente se encontraba en el cenit de su poderío.
Imagen superior: George Macartney (1737-1806), en un óleo de Lemuel Francis Abbott.
China había tenido un crecimiento demográfico impresionante por una revolución agrícola que se produce en los siglos XVII y XVIII, a causa de la mejora en las técnicas de cultivo tradicional (trigo, cebada, mijo y arroz), y sobre todo, por las plantas del Nuevo Mundo: boniato, aráquida (cacahuete), sorgo y maíz. Además, frutas y verduras, volatería y cerdos, y una hábil piscicultura. El agricultor chino vive durante esta época mejor que su homólogo europeo.
Por esa época, el imperio Qin tiene la mayor extensión jamás alcanzada por China, y ello implica enormes gastos militares. A esto se añade el aumento maltusiano de la población. La economía está a punto de colapsar al no poder atender el crecimiento de los habitantes.
Además, China comercia con el mundo entero: Japón, el sureste asiático, Europa y América vía Manila. Se ha podido calcular que de los 400 millones de dólares españoles (también llamados reales de a 8, o pesos de ocho) importados desde los virreinatos españoles hacia Europa entre 1571 (inicio del viaje anual del Galeón de Manila, llamado también Nao de la China, con ruta entre Acapulco y Manila) y 1821 (fecha de la independencia de México), la mitad sirvió para que los países occidentales compraran productos chinos.
El comercio a través del Galeón de Manila fijaba una ruta regular entre el México virreinal y Asia. En su Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Humboldt escribe lo siguiente: “Es menester confesar que este comercio entre dos países, tres mil leguas distantes uno de otro, se hace con bastante buena fe, y tal vez aun con más honradez que el comercio entre algunas naciones de la Europa civilizada.”
Imagen superior: moneda de plata de 8 reales con resellos chinos (Carlos IV, 1803).
China era exportadora de sedas, porcelanas, lacas y otros productos acabados muy apreciados en Occidente. Se pagaba con plata (la plata americana) y plantones de semillas. Hasta entrado el siglo XX se detectan pagos en el interior de China en monedas españolas de plata acuñadas en México.
A partir de finales del siglo XVIII, aumenta enormemente el consumo de té chino en Gran Bretaña. En parte por razones higiénicas: la escasez de agua potable implica la necesidad de hervir el agua, y el té, que da sabor al agua, tiene éxito en la naciente clase media inglesa.
Pero el té chino hay que pagarlo en plata, y tras la independencia, se produce un hundimiento en la producción de plata mexicana. Los británicos introducen en China clandestinamente opio cultivado en Bengala por la Compañía inglesa de las Indias Orientales. El opio se paga inevitablemente en plata que la Compañía utiliza para pagar el té. Ello produce una sangría insufrible para el tesoro chino y provoca tensiones y enfrentamientos, que terminan culminando en la Primera Guerra del Opio entre 1839 y 1842. Finalmente, China tiene que aceptar la rendición y el conflicto se cierra con el Tratado de Nankín. Como ven, eso que llamamos globalización ha existido desde siempre.
Imagen superior: la firma del Tratado de Nankín (Tratado de Paz perpetua y Amistad entre su Majestad la Reina de Gran Bretaña e Irlanda y el Emperador de China), a bordo del HMS Cornwallis el 29 de agosto de 1842. Este acuerdo supuso la cesión de la isla de Hong Kong al Reino Unido y la apertura de los puertos chinos al comercio internacional. El autor de esta obra, que inmortaliza la firma, fue el capitán John Platt.
Imagen de la cabecera: retrato del emperador Quianlong por Giuseppe Castiglione.
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