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Crítica: «El hombre que mató a Don Quijote» (Terry Gilliam, 2018)

Cuando un proyecto no llega a rodarse, uno siempre se imagina ese momento en el que todos miran al suelo, y se instala en el equipo ese silencio propio de una unidad de cuidados intensivos a medianoche.

Este no fue, desde luego, el caso del primer avatar de El hombre que mató a Don Quijote, malogrado en 1989. Un documental formidable, Lost in La Mancha (2002), relató la génesis bipolar de aquel rodaje y su destino endiablado. ¿Dije silencio? En ese making-of había gritos, accidentes y una ruidosa frustración.

Tiempo después, conocí a una amiga de quien iba a ser Don Quijote en aquel film, Jean Rochefort. «Aquel desastre fue devastador para él», me dijo.

Han ido pasando los años, y también han quedado atrás otros posibles Quijotes ‒ Robert DuvallMichael PalinJohn Hurt… ‒. Pero el milagro se ha empeñado en suceder, y ahora asistimos boquiabiertos a un fenómeno muy raro en el cine: la redención de un proyecto maldito. Por fin, Terry Gilliam ha podido completar su película, como si fuera el viejo capitán del Titanic reflotando su barco tras chocar con el iceberg.

Los papeles que iban a encarnar Rochefort y Johnny Depp corresponden ahora a Jonathan Pryce y Adam Driver, dos espléndidos intérpretes que son capaces de afrontar cualquier reto, incluido uno tan extremo como el que nos ocupa.

En todo caso, ahora es cuando llega el momento de las verdades. Es cierto que Gilliam es un fabulador con cualidades visuales muy atractivas, pero no es menos cierto que su punto débil es el buen manejo de su materia prima predilecta. ¿Y saben cuál es? El delirio.

En este sentido, El hombre que mató a Don Quijote es una aproximación a la locura tan recargada y carnavalesca como Las aventuras del barón Munchausen (1988) y El rey pescador (1991), con las que tiene más de un punto en común, pese a no alcanzar su categoría.

Por otra parte, hay aquí apartados muy bien resueltos (la música de Roque Baños o el diseño de producción de Benjamín Fernández), y los dos protagonistas cumplen ejemplarmente con su tarea, que no es fácil. Y sin embargo…

(Estos puntos suspensivos me sirven para comunicarles una duda: ¿Tiene derecho un crítico, un simple opinador, a ventilar en dos párrafos una obra que ha costado veinticinco años poner en pie?)

Y sin embargo, decía, la película se ve con una mezcla de interés y estupor. El hombre que mató a Don Quijote es una caudalosa hemorragia de ideas: geniales, buenas o desacertadas. Uno desea aplaudir a Terry Gilliam, pero al final, acaba sobrepasado por esta chifladura quijotesca. El director sobrevuela el texto cervantino como una supernova, sin miedo a esos chisporroteos que anuncian el inminente estallido.

A medio camino entre el presente y el siglo XVII ‒o algo que se le parece‒, la trama se hilvana y se descose sin cesar, con un desparpajo que oscila entre lo felliniano (en sus mejores momentos) y el puro cortocircuito.

Uno, créanme, trata de acompañar a los personajes con la mayor entereza posible, pero llega un punto en el que la película transmite su ultimátum: si empiezas a cansarte es que no has entendido el chiste.

El hombre que mató a Don Quijote se me ha atragantado, lo admito, bloqueando así mi posibilidad de ver sus virtudes (recuerden: 25 años de trabajo). Al final, da la sensación de que Gilliam ha parcheado su acercamiento a Cervantes con cosas que ha encontrado por ahí: momentos de genialidad cervantina, tablaos flamencos y gitanos, una versión feísta y muy loca de la Semana Santa, las hogueras de San Juan, el baile de diablos catalán, las fiestas de gigantes y cabezudos, las antiguas fiestas barrocas de la época de los Austrias, tópicos decadentes que parecen salir de Las Hurdes, tierra sin pan (Luis Buñuel, 1933) y una dosis de esos prejuicios (Leyenda negra incluida) que Gilliam emplea para no dejar títere con cabeza, fustigando a los personajes sajones y a los ibéricos.

En fin, no sé si me explico…

Sinopsis

Toby, un director de anuncios muy cínico, se ve envuelto en los estrafalarios delirios de un viejo zapatero español que se cree el mismo Don Quijote. A lo largo de sus aventuras cómicas, y cada vez más surrealistas, Toby se ve abocado a enfrentarse con las trágicas repercusiones de la película que rodó cuando era un joven idealista – una película que cambió los sueños y esperanzas de un pequeño pueblo español para siempre. ¿Podrá Toby reparar los daños y recuperar su propia humanidad? ¿Podrá Don Quijote sobrevivir a su propia locura y muerte inminente? ¿El amor lo conquistará todo?

«Empecé a trabajar en Don Quijote en 1989 y, a pesar de numerosos obstáculos, me emocionó que, 400 años después de la muerte de Cervantes, mi proyecto por fin se ponía en marcha», declaró Gilliam«Don Quijote es un soñador, un idealista y un romántico, decidido a no aceptar las limitaciones de la realidad, siguiendo siempre adelante a pesar de los contratiempos, como hemos hecho nosotros en España y Portugal, he encontrado todos mis lugares soñados y, por fin, voy a poder ofrecer la historia del caballero de la triste figura a un público contemporáneo».

«Creo que el problema del Quijote es que una vez que te enganchas al personaje, y a lo que representa, te conviertes en Don Quijote. Caminas hacia la locura, decidido a hacer que el mundo sea cómo te lo imaginas. Pero, claro, no es así»Terry Gilliam.

El hombre que mató a Don Quijote tiene detrás uno de los desarrollos más tortuosos y complicados en la historia del cine. El hecho de que, por fin, se haya completado, casi treinta años después de arrancar el proyecto, es un logro extraordinario, el resultado de la persistencia, la pasión, y la inspiración del director, Terry Gilliam. La finalización exitosa de la película se ha logrado al décimo intento.

En 1989, al poco tiempo de estrenarse Las aventuras del Barón MunchausenGilliam propuso una idea a uno de los productores, Jake Eberts. Dice el director: «Nos apetecía hacer otra cosa juntos, así que llamé a Jake y le dije, ‘Tengo dos nombres para ti… uno es Quijote y el otro es Gilliam… y necesito 20 millones de dólares’. Y Jake dijo, ‘¡Hecho! Fue así de sencillo. Así que leí los libros. Varias semanas más tarde, acabé de leer los dos libros y me di cuenta… ¡de que no podía hacer la película!»

Después de hacer El rey pescador (1991), Doce monos (1996) y Miedo y asco en Las Vegas (1998) ‒tres películas enmarcadas y filmadas en Estados Unidos‒ Gilliam quería hacer una película en Europa. El nuevo proyecto se llamó El hombre que mató a Don Quijote. El director dice: «Al darme cuenta de que no podía rodar El Quijote cómo lo escribió Cervantes, me pregunté si acaso podría hacer una película que contase una historia que capturase la esencia de El Quijote, sin depender completamente de los libros». Influenciado por los seis meses que había pasado intentando adaptar Un yanqui de Connecticut en la corte del rey Arturo de Mark Twain, se inventó el personaje de un joven y descarado director de anuncios ‒un hombre anuncios moderno‒ que nos lanza, de alguna manera, de vuelta al siglo XVII, donde don Quijote le toma por Sancho Panza.

Gilliam colaboró en el guión con Tony Grisoni, con quien ya había trabajado en Miedo y asco en Las VegasGrisoni recuerda: «El deleite de trabajar con Terry es que es como jugar muy duro. Recuerdo que representábamos las escenas de modo muy natural: leíamos las escenas, interpretábamos distintos personajes, y luego intercambiábamos. De ese modo, entendíamos el sentido de la escena, el timing y cómo funcionaban los chistes. Me llevaba el material, me ponía a escribir y luego le mandaba los resultados, y nos volvíamos a reunir. Esto le permitía tener la libertad de incorporar ideas, y no estar constreñido a los rigores de un guión».
El hombre que mató a don Quijote arrancó por primera vez en otoño de 2000, pero el rodaje solo duró seis días con muchas dificultades. La primera semana en Las Bárdenas (Navarra, España) incluyó una riada y la presencia de cazas ruidosas. El quinto día, Jean Rochefort, el Quijote en esa versión de la película, abandonó temporalmente el rodaje debido a un dolor tan grande que le impedía montar a caballo. El rodaje se suspendió definitivamente después del sexto día. Y esta aventura dantesca fue capturada en gran detalle en un largometraje documental llamado Perdidos en La Mancha (2002).

La película quedó a la espera durante ocho años. En 2009, Gilliam y Grisoni retomaron el guión. Hicieron un gran avance, mejorando sustancialmente el guión. La primera mejoría fue dotarle a Toby de un trasfondo creíble: haber hecho una película de estudiante. Un segundo paso fue eliminar la parte de viajar en el tiempo, en vez de conocer al auténtico Don Quijote en el siglo XVII, Toby comparte aventuras con un anciano actor de su película estudiantil, que ahora cree ser el legendario caballero.

Dice Gilliam«Ahora el proyecto trata de películas y de hacer películas, de qué le hacen las películas a las personas que están involucradas en ellas. Nuestro hombre anuncio se ha transformado en alguien que hizo una película estudiantil hace diez años en un pueblecito de España. Cuando regresa al pueblo, pensando que será tan maravilloso y fabuloso como cuando trabajó allí la primera vez, descubre que cae mal a la mayoría de los habitantes del pueblo. Ha destrozado las vidas de mucha gente».

Gilliam reconoce: «Otra razón por la que nos hemos quedado en el mundo moderno es que es más barato que rodar una película de época en el siglo XVII. No tengo que preocuparme de quitar líneas de teléfono por todas partes. ¡Puedo tener una carretera moderna!»

La pareja de guionistas ha hecho muchos cambios desde 2009, y Grisoni dice, «Creo que, de media, hemos vuelto a escribir el guión dos veces al año, a veces más, dependiendo de qué posibilidades había de que se volviese a poner en marcha la producción. Cada vez que parecía que había una posibilidad de ello, ¡recibía una llamada de Terry! Y ahora creo que tenemos un guión grandioso».
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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.