A la hora de reiniciar el curso académico (donde quiera que sea: en el colegio, en el instituto, en la universidad) conviene recordar que, según vaticinaba Emerson, la sociedad no podrá prescindir nunca de los hombres cultivados, y Henry David Thoreau nos advierte de que los libros, donde se contienen las mayores posibilidades de cultivarte, son la riqueza atesorada del mundo y la adecuada herencia de generaciones y naciones, y por eso sus autores son la aristocracia natural e irresistible de cualquier sociedad y ejercen en la humanidad una influencia mayor que las de los reyes o emperadores.
Además, o sobre todo, como persona culta sencillamente disfrutarás más de la vida, le arrancarás mejores goces, serás capaz de multiplicar las experiencias que nos ofrece; también serás capaz de afrontar las adversidades, el infortunio, la fatalidad, menos inerme. Disfrutarás más porque la cultura te permite pelear junto a los tlaxcaltecas, construir las pirámides, navegar por el Mar Tenebroso, vivir la Italia del Renacimiento y las independencias americanas, gritar tu miedo y tu valor en campos de batalla, exaltarte en la soledad de un laboratorio o de un gabinete científico con la intensa emoción de un descubrimiento, también pasear junto a filósofos griegos, luchar en las Cruzadas o ser amigo de George Washington o de Beethoven. Y serás capaz de afrontar mejor las adversidades porque en los miles de años de nuestra memoria cultural está todo: las repuestas a los desafíos, las grandes soluciones, los grandes desastres, el ser humano en su miseria y su gloria (Pérez-Reverte).
Contra el facilismo pedagógico
Por eso la cultura se ha definido como todo aquello que hace de la vida algo digno de ser vivido (T.S. Eliot). Por eso nadie que no quiera morirse idiota puede renunciar a la poesía o a la filosofía (Félix de Azúa). En definitiva, hijo, hay gustos excelentes y gustos pésimos, o dicho de otro modo, puedes disfrutar de una vida intelectual superior o de la de un patán. Así que no olvides jamás algo que la historia nos muestra como incontestable: que los hombres con una educación pueden realizar siempre lo que los incultos no son capaces de hacer nunca (John Henry Newman).
Por tanto, que no te arredre eso que advierte Steiner: se necesita valentía para poner en evidencia y desafiar ese desdén por la vida del intelecto y esa desconfianza por la excelencia que son características del consumo de masas. Se necesita que las exigencias de los políticos populistas —tantas veces electoralistas— cedan al sentido común, y se acepte de nuevo la existencia del mérito. Aunque se consideren una terrible injusticia esas diferencias que separan a las personas dotadas de las corrientes, lo cierto es que la justicia social no es precisamente cómplice de la excelencia, sino que iguala por abajo.
Rescatar la excelencia académica
Steiner y Tony Judt han observado cómo en los sistemas educativos británico, estadounidense, francés, siguiendo la corriente general de igualar por abajo en un intento, no pocas veces demagógico, de corregir siglos de injusticia social, los políticos le han endilgado a la educación pública un sistema de impuesta uniformidad a la baja, han llevado a cabo una catastrófica secuencia de «reformas» dirigidas a institucionalizar la igualdad y a poner freno a cuanto de elitista pudiera percibirse en ella, amontonando planes de reforma presentados por comisiones oficiales, por grupos de especialistas de todos los matices políticos, retocando programas de manera poco menos que ridícula, sin que el efecto haya sido mejorar la educación.
Al contrario, las consecuencias han sido: en lo académico y social, por ejemplo, dentro de la enseñanza media, no se reconocen las más proverbiales alusiones bíblicas y referencias a los clásicos universales; fechas trascendentales, no ya de la historia universal sino de la propia historia nacional, no dicen nada; aproximadamente el ochenta por ciento de los que han terminado el instituto no son capaces de decir si Irlanda está al este o al oeste de Gran Bretaña; está disminuyendo la comprensión de las oraciones con cláusulas subordinadas tanto como el vocabulario que se posee, sin darnos cuenta de que la escasez de vocabulario y la falta de dominio de la gramática reducen tanto sentimientos como ambiciones a una cruda vulgaridad; hay estudiantes, incluso de colleges o universidades acreditados, que no pueden situar a Tomás de Aquino, Galileo o Pasteur en su siglo.
En lo político, en todas partes florecen la mediocridad, la corrupción y el populismo iletrado. En definitiva, la democracia popular y la vida intelectual están esencialmente enfrentadas.
Asombrosa ignorancia
Magris también se alarma de cómo personas que pertenecen al stablishment cultural dan a menudo públicas muestras de una asombrosa ignorancia acerca de las bases y los puntos de referencia esenciales de nuestra civilización, acerca de algo que tendría que ser obvio saber: es sintomático que en una película americana como Seven (David Fincher, 1995), un policía, en Chicago, convencido de que para descubrir a un asesino tiene que leer la Divina comedia, va a buscarla por extrañas y mohosas bibliotecas como si fuera un misterioso manuscrito perdido, ignorando evidentemente que puede encontrarla en ediciones de bolsillo en cualquier librería.
Steiner y Tony Judt se refieren a los sistemas educativos francés, británico, estadounidense, como podrían estar refiriéndose al nuestro. Muñoz Molina observa cómo en nuestro país «élite» se ha vuelto también una palabra sucia, cómo el desprecio al saber y la exhibición de la ignorancia parece que dan buenos réditos políticos, y cómo eso sucede desde extremos ideológicos opuestos (lo que exige, si cabe, prestar todavía más atención, andar más alerta): la derecha española ha despreciado y desprecia el saber porque está convencida de que no sirve para nada a menos que se trate de encontrar una salida profesional, mientras que la izquierda doctrinaria alienta con plena deliberación una atmósfera social de hostilidad hacia las formas cuidadas —como si la incultura fuese una prueba de autenticidad—, y considera culpable de elitismo a quien se empeña en la búsqueda personal de la excelencia en el ejercicio de una profesión o de una vocación —a no ser la futbolística—.
En España, también décadas de reformas impuestas con precipitación al albur de cada cambio político han destruido las escuelas públicas —que permitieron a nuestra generación recibir una educación de primer nivel impartida gratuitamente por el Estado—, han rebajado los niveles de exigencia y de conocimientos, y han conducido, por tanto, a consecuencias desastrosas. (Y no deja de ser curioso, nota también Tony Judt, que además se maldiga a las escuelas privadas por prosperar en el mercado —porque han llegado a superar de modo sistemático en resultados a sus pares en la educación pública—, cuando se recompensa a las empresas en general por hacer lo mismo).
Vargas Llosa lo resume denunciando cómo el propósito cívico de llevar la cultura al mayor número, ha producido cierto facilismo formal y una superficialidad del contenido de los productos culturales.
Queriendo primero acabar con las élites, que nos repugnaban porque pretendían monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto, y ahora temerosos de incurrir en la incorrección política, hemos eliminado los límites que mantenían separada la cultura de la incultura, como si pudiera pretenderse culto quien no ha adquirido las nociones esenciales de los conocimientos humanísticos, científicos y tecnológicos del mundo en que vivimos, como si pudiera desconocerse que la cultura es ese patrimonio que nos han ido dejando la filosofía griega, el derecho romano, la teología medieval, la literatura y las artes renacentistas, la ciencia de la Ilustración; como si pudiéramos aspirar, sin ninguna noción de todo ese repertorio de saberes, a comprender algo de palabras como espíritu, ideales, placer, amor, solidaridad, arte, creación, belleza, alma, trascendencia…
Aprobar sin esfuerzo
Así que lo que comenzó como una seria preocupación por el igualitarismo, ha quedado reducido a —en expresión de Tony Judt— una malsana obsesión: la tendencia a hacer que el estudiante logre sus objetivos académicos, ya de por sí disminuidos, sin mucho esfuerzo, de manera fácil y sin sacrificio (se reduce el contenido de las asignaturas, se simplifican éstas, se propicia el cambio de curso aun sin haber superado plenamente el anterior), como si fuera esto lo que va a procurar a los alumnos que parten en desventaja social la superación de ésta.
A Sábato le descorazonaba esta tendencia al facilismo en el aprendizaje, en los oficios, en la realización de las tareas: «La búsqueda de la excelencia ha pasado a ser cosa de estúpidos». Se invita a los profesores a mostrar cada vez menos severidad, es decir, menos exigencia intelectual, y cada vez más solicitud, es decir, caridad, suprimiendo las notas o prefiriendo una nota «estimulante» a la nota «auténtica» (Finkielkraut).
Es, denunciaba el profesor chileno Agustín Squella, como si el derecho a la educación pareciera incluir el de tener buenas notas, un malentendido que ha calado tanto entre los alumnos que una pintada en un recinto universitario ya lo reclamaba así: «Aprobar es un derecho humano».
Pero convendría recordar a los alumnos —advierte Finkielkraut— que no sólo tienen derechos, sino que también tienen que cumplir con obligaciones y saldar una deuda con el trabajo de los antepasados, con los beneficios de la civilización.
Al fin y al cabo, el papel de la escuela, del profesor, es precisamente llamar la atención del estudiante hacia aquello que, en principio, sobrepasa su entendimiento, y por eso la simplificación hoy predominante en casi toda la educación es mortal, porque menoscaba de un modo fatal las capacidades desconocidas en nosotros mismos. En realidad, los ataques al llamado elitismo enmascaran una vulgar condescendencia: es como si se nos juzgara a todos, a priori, incapaces de cosas mejores. Lo cierto es que el pensamiento nos exige, nos humilla, y la desesperación ante la dificultad —uno se pasa la noche sudando y no consigue resolver la ecuación o descifrar la frase en griego quizá hasta la salida del sol— cumple su función (Steiner).
«¿Por qué debemos castigar a los jóvenes con una reválida demasiado fácil?»
De ahí que no se trate de simplificar los exámenes. Umberto Eco, a cuenta del examen de redacción que, en la prueba de la Reválida en Italia, da acceso a la universidad, señalaba que ese examen sólo tiene que probar dos cosas: una, que el candidato sabe escribir aceptablemente; la otra, que sabe articular un pensamiento, desarrollar un argumento sin confundir las causas con los efectos y viceversa, distinguiendo una premisa de una conclusión.
Y oponiéndose a las voces que clamaban por un examen más sencillo, escribía: «Recuerdo a dos compañeros míos de colegio que murieron a la edad de diez años, uno bajo los bombardeos y el otro ahogado en un río, pero no recuerdo que ningún compañero de bachillerato muriera por el examen de reválida. De esa prueba se salía fortificado no digo en la sabiduría sino en el carácter. ¿Por qué debemos castigar a los jóvenes con una reválida demasiado fácil?».
Magris también clama que una de las tareas más urgentes, en todos los sectores de la escuela, es la de restituir la capacidad de expresarse y de articular lingüística y conceptualmente un razonamiento, lo que no conseguirá, desde luego, una política facilitadora a toda costa del aprobado. Lo demuestran los estudios pedagógicos realizados sobre el papel de la escuela pública en las zonas marginales de las ciudades, que han constatado cómo los profesores que obran un efecto extraordinario sobre sus alumnos, se caracterizan siempre por su preocupación por guiar y controlar a los alumnos en su trabajo escolar, por animarlos a pesar de sus circunstancias familiares, ayudarlos incluso fuera del horario escolar, pero sobre todo por su nivel de exigencia, por impartir su enseñanza con «mano de hierro en guante de seda».
El premio de una educación con esfuerzo
Nuestra generación puede corroborar las conclusiones de esos estudios, porque la mayoría de nosotros ha tenido algún profesor así. Tony Judt recuerda a su terrorífico profesor de alemán, cuyos métodos de enseñanza serían ahora considerados políticamente incorrectos hasta extremos infames.
Ese profesor hacía pasar a sus alumnos varias horas al día con la gramática, el vocabulario y el estilo, tanto en clase como en casa. Los afligía con tests diarios de memoria, de razonamiento y de comprensión. Castigaba los errores de modo implacable: tener menos de dieciocho sobre veinte en un test de vocabulario merecía un categórico «¡estúpido!». La imperfecta comprensión de un complicado texto literario te señalaba como «corto de luces». Entregar unos deberes insuficientes era condenarse a una rugiente diatriba proveniente de una cabeza de airado pelo gris que giraba de un modo frenético, antes de aceptar sumisas horas de castigo con ejercicios adicionales de gramática.
Judt confiesa que le tenían terror al profesor y, sin embargo, lo adoraban. Hoy a los estudiantes ha de inducírseles a creer que lo han hecho bien, o al menos lo mejor que podían. A los profesores se les encarece que no discriminen: no pueden elogiar los trabajos de mucha altura al tiempo que vilipendiar los que responden a un peor nivel. No es posible hacer saber a los alumnos que son «una perfecta basura» o «la escoria de la tierra».
Ese profesor de alemán nunca le puso una mano encima a ningún chico, pero el miedo que infundía tenía su recompensa, al tiempo que los alumnos alcanzaban la satisfacción que se obtiene de un pleno e inflexible esfuerzo. Tony Judt revela que con él adquirió, en solo dos años, un alto nivel de competencia y confianza lingüística, hasta el punto de que, entre todos los recuerdos desagradables del colegio, el de su aprendizaje del alemán es ambiguamente positivo. En todo caso, califica a ese profesor, sin duda, como el mejor que tuvo, para concluir que, en definitiva, quizá la mejor cosa que merece la pena recordar del colegio es el hecho de haber sido bien instruido.
Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento de Mapa del tesoro (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.