¿Experimentación y vanguardia? A los críticos nos encanta, pero más de un espectador se estremecerá al pensarlo. Digo esto último porque Annette, de Leos Carax, es una de esas películas que merecen mil elogios por escrito ‒»audaz», «original», «única»‒, y que no obstante, aburren soberanamente a la audiencia más tradicional.
Podría saltarme esta advertencia ‒solo por abreviar‒ y empezar por los méritos de esta ópera rock. Sin embargo, creo que el elitismo debe exhibirse con sutileza. Annette tiene muchas virtudes, eso no lo duden, pero los espacios que construye Leos Carax resultan inhóspitos para buena parte del público. Y aunque su ambición artística y su poesía me atraen muchísimo, también encuentro en su cine momentos de autoindulgencia.
¿Qué es Annette? Pues un musical de arte y ensayo, y por supuesto, el cruce de intereses entre la banda estadounidense Sparks y el realizador de Mala sangre, Los amantes del Pont Neuf y Holy Motors. Gracias a las composiciones e ideas del grupo de los hermanos Ron y Russell Mael, sumadas a la fantástica interpretación de Adam Driver y Marion Cotillard, el film adquiere una textura «americana», que nos remite al Broadway más vanguardista (el de Sunday in the Park with George, de Stephen Sondheim, no el de El Rey León, para entendernos).
En términos estrictamente musicales, los Sparks realizan una labor soberbia. Desde el tema inicial, «So May We Start», que nos integra en el juego de artificios que es Annette, todas sus canciones tienen fuerza y profundidad.
El argumento no defraudará a los seguidores de Carax. A lo largo del film, vamos descubriendo la deriva trágica de esa relación que establecen el cómico Henry McHenry (Driver) y la soprano Ann Desfranoux (Cotillard). El nacimiento de su hija Annette (una marioneta creada por Estelle Charlier y Romuald Collinet) es un punto de inflexión en ese romance, que pasa del ardor al resentimiento. En realidad, lo que nos narra la película es precisamente la caída en picado de Henry: alcohol, delirios, frustración, celos, abuso, frenesí autodestructivo…
Está claro que Carax maneja referencias de alta cultura (Brecht, Cocteau, Fellini). Por otro lado, su puesta en escena, diseñada en colaboración con la directora de fotografía Caroline Champetier, nos brinda momentos deslumbrantes y muy sofisticados.
Pero tanta es la ambición que, en algún que otro momento, el artilugio chirría, y uno siente que el montaje hubiera podido equilibrar ciertos excesos y ciertas carencias. Está ese «defecto» en consonancia con el espíritu desatado y provocativo del realizador. ¿Para qué demonios ‒parece preguntarse‒ existen las convenciones si no es para llevarlas al límite? ¿No es mejor que fluya la corriente, aunque eso provoque cortocircuitos?
Nota al margen: en una escuela de cine, esta fábula podría presentarse como la destilación perfecta del Cinéma du look, aquel movimiento francés que, a partir de los ochenta, pusieron en marcha Jean-Jacques Beineix, Luc Besson y el propio Carax. Seguro que los asiduos de las viejas salas de V.O. recuerdan su estilo, a medio camino entre la exuberancia publicitaria, el esteticismo pop y un realismo poético heredado de Marcel Carné, Max Ophüls o Jean Vigo.
Sinopsis
Henry es un monologuista cómico de humor incisivo y Ann una cantante de renombre internacional, que forman una pareja feliz rodeada de glamour. El nacimiento de su primogénita, Annette, una niña misteriosa con un destino excepcional, les cambiará la vida.
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