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Antoine de Saint-Exupéry: un místico sin Dios

Alejamiento del mundo, ensimismamiento, sospecha de que la realidad aparente de las cosas no sea su verdad última, son rasgos de comportamiento que, sin excesiva dificultad, permiten apuntalar una ideología religiosa.

Podrá parecer desorbitado un componente místico en 1a mentalidad de un personaje como Saint-Exupéry, enrolado en el mundo de la acción pura, el activismo como estética del acto, la aventura pionera y el beau geste.

Sin embargo, existe una mística de la acción como la hay de la contemplación, y existe, también, una actitud religiosa en el fondo posible de la aventura. Esta atraviesa el mundo, pero el mundo puede no ser su objetivo, sino un cierto estado de prueba del espíritu, un ejercicio de iniciación, cumplido el cual el mundo es abandonado como mero camino de acceso a una realidad segunda, que lo trasciende.

Ante la muerte, constante peligro del aviador, Saint-Exupéry reflexiona como un hombre religioso. La tierra se le aparece como una morada transitoria, la realidad empírica, como una vana apariencia:

«… de esta casa oscilante, que acaba de comprender apenas, será arrojado para siempre:.. Humo de las apariencias, espirales de humo, humo».

No obstante este punto de partida, Saint-Exupéry es un hijo del siglo, un heredero de la ideología profana del XIX, y sufre la muerte de Dios.

«Habría que creer, pero falta la religión positiva que suministre un credo concreto. «Nuestro mundo está formado por engranajes que no se ajustan los unos a los otros. No son los materiales los que están en cuestión, sino el Relojero. Falta el Relojero».

El templo, sin embargo, es un llamado constante. Dentro de él, lo temporal cambia de calidad. Se entra en el tiempo sagrado, el gran tiempo ritual que se distingue del otro, el tiempo mundano que es mera repetición vacía de instantes.

El protagonista de Correo del sur entra en la iglesia «porque los minutos, aquí, llevaban a algo. Afuera, no llevaban a ninguna parte». En la iglesia, el predicador deja caer la frase «el Reino de los Cielos», y el aviador se siente aludido. También él pertenece a lo celeste; acaso su tarea sea un símbolo de la cúpula del mundo, la morada de Dios. La casa definitiva, donde habitará el hombre tras ser desalojado de su residencia terrestre.

En otro pasaje, sin embargo, Saint-Exupéry acredita su imposibilidad de creer, concretamente, en una religión determinada (Jerusalén es la clave simbólica): «Yo era como ese peregrino que llega un minuto tarde a Jerusalén». Viceversa: «Por el momento, me parezco al cristiano a quien la gracia ha abandonado». «No veo la catedral que habito. Me visto para el servicio de un dios muerto».

Sabiduría en las alturas

La actitud de remontarse a la altura, de señalar a los hombres de la tierra el camino de los cielos es, de nuevo, un gesto de aproximación a lo religioso, una incitación a considerar, por encima de la vida mundanal, la posibilidad de una vida-otra, de una vida trascendente. Es, también ‒y esto es, de igual forma, religioso‒ una búsqueda de la pureza, una recuperación de la inocencia.

A dos mil metros de altura, volando sobre el desierto, en medio de una tiniebla total y compacta, lejos de la tenue luz de las estrellas, se dice: «Yo también, como los astrónomos, leo un libro de mecánica celeste. Yo también me siento estudioso y puro».

Enfrente de su incredulidad positiva, en el mismo desierto, un hombre elemental (de los que sólo conoce los jardines porque los menciona el Corán en su descripción del Paraíso) ironiza sobre la misma incapacidad de creer del europeo sabio y escéptico, y le dice: «Comes ensalada como las cabras, y carne de cerdo como los cerdos. Tus impúdicas mujeres enseñan el rostro… Jamás rezas. ¿De qué te sirven tus aviones, tu T.S.F., tu Bonnafous, si no tienes la verdad?»

Estas oscilaciones del piadoso sin Dios, del místico sin fe, lo llevan a identificarse, fantásticamente, con una suerte de monje. El desierto, desde luego, es un escenario óptimo para las pruebas iniciáticas, la ascesis, los ejercicios de anacoretas, el despojamiento y la humildad que llevan a la divinidad.

La lejanía de los hombres

Saint-Exupéry no pasa de su acercamiento a la figura del modelo monjil, a la santificación de su tarea de aviador. El desierto es símbolo, ambiguo como todo lo simbólico, y lo llama a una ansiosa actitud de desciframiento, que no concluye jamás: «… el hombre que se amuró en su claustro, y vive según reglas que desconocemos, emerge verdaderamente en las soledades tibetanas, en una lejanía a la cual no nos llevará ningún avión. Si visitáramos su celda, la encontraríamos vacía. El imperio del hombre es interior. Del mismo modo, el desierto no está hecho de arena, ni de tuaregs, ni de moros, aunque estén armados de fusiles».

Allí mismo, en el seno del infinito símbolo, perdido entre las arenas, experimenta su límite, acaso la verdad de su desafío: «Me creí perdido, creí tocar el fondo de la desesperación y, una vez aceptado el renunciamiento, he conocido la paz».

Por fin, la opción del aviador es, claramente, una opción monacal. Lo dice expresamente en Tierra de los hombres:

«A lo largo de este libro he citado a algunos de los que han obedecido, según parece, a una vocación soberana que han elegido el desierto o la línea, como otros hubieran elegido el monasterio; pero traicioné mi propósito si he logrado hacer que admirarais a los hombres. Lo que es admirable, antes que nada, es el terreno donde se han originado.»

Y, por fin, otra reflexión complementaria y aún más explícita:

«Dar a los hombres una significación espiritual, inquietudes espirituales. Hacer llover sobre ellos algo que se parezca a un canto gregoriano. Si yo tuviera fe, es más que seguro que pasada esta época de tarea necesaria e ingrata, sólo soportaría la abadía de Solesmes. No se puede más vivir solamente con neveras, política, balances y crucigramas, por favor. No se puede más».

El piloto se ha montado en un avión para desafiar al azar y llegar a los confines de la muerte. Quiso dominar el espacio por medio del gesto arriesgado y la sabiduría de la técnica. Cuando estuvo en la altura sintió que su cabina de piloto era una celda monjil, aislada en los desiertos del aire. Creyó acercarse a la gloria. Las multitudes saludarían su paso, como en la fantasía infantil, donde asumía el papel del Rey Sol, con un trono mecánico y volador. Pero negó cerca de Dios, de un Dios antiguo y difunto, que ya no era accesible a los hombres (ni al Hombre, ni al desafiante) o que los hombres ya no podían identificar. Sólo le quedaban al valiente piloto tres certezas: la lejanía de los hombres, ocultos tras el desierto de su inhóspito planeta; la soledad de aquellos espacios cósmicos que aterraban a Pascal; la muerte. Su propia mortalidad, y la del Hombre.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")