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«Death Race: La carrera de la muerte» (2008), de Paul W.S. Anderson

Cuando se estrenó La carrera de la muerte del año 2000 en 1975, este film aportó un moderado éxito para el legendario productor de serie B Roger Corman. De hecho, fue una de las películas más rentables salidas de su productora, New World Pictures. En aquel entonces, Corman concibió el film como un producto rápido que pudiera aprovecharse del éxito de la más seria y financieramente dotada Rollerball (1975), en la que se presentaba un futuro distópico donde las masas eran aplacadas a base de transmisiones televisivas de deportes ultraviolentos. En La carrera de la muerte del año 2000, esta idea se sustituía por una más siniestramente cómica: una competición automovilística a través de Estados Unidos en la que los conductores obtenían puntos atropellando peatones. De hecho, la negra sátira que planteaba recibió comentarios más laudatorios que Rollerball y, con el paso de los años, adquirió un estatus de film de culto y clásico menor. En 2008 llega su remake, que es el que ahora comentamos.

En el año 2012, en unos Estados Unidos económicamente deshechos, las prisiones han pasado a estar gestionadas por consorcios privados. Una de las más duras se encuentra en Terminal Island, donde la alcaidesa Warden Hennessey (Joan Allen) organiza la Carrera de la Muerte, una competición en la que convictos conducen coches blindados y ampliamente modificados, corriendo en un circuito trufado de trampas mientras se matan los unos a los otros. Esta carrera se ha convertido en un enorme éxito en la televisión de pago y ello ayuda a llenar las arcas de la empresa y cimentar el prestigio de Hennessey.

Un día, el antiguo piloto de competición Jensen Ames (Jason Statham) regresa a casa con su esposa tras haber sido despedido de la fundición en la que trabajaba. Un asaltante enmascarado irrumpe en el piso, le droga, apuñala a su esposa Suzy (Janaya Stephens) y deja pistas falsas que apuntan a que el crimen lo ha cometido Ames, quien resulta condenado y enviado a Terminal Island.

En prisión, Hennessy le ofrece la libertad si accede a participar en el letal evento y gana cinco carreras. El principal campeón de la competición, conocido sólo como Frankenstein, ganó cuatro pero murió en la quinta. Esto, sin embargo, ha sido mantenido en secreto y la alcaidesa quiere que su rentable leyenda siga viva, así que obliga a Ames a participar oculto tras la característica máscara de metal que llevaba aquél. Sin embargo y conforme va sobreviviendo a los días de competición, el piloto descubre que Hennessey fue quien dio la orden de matar a su esposa e incriminarlo para que fuera a parar a Terminal Island y aprovecharse así de su talento automovilístico y disparar las cifras de audiencia. Y aún peor, no tiene intención alguna de dejar que sobreviva hasta la quinta carrera.

En el remake que ahora nos ocupa participaron una serie de nombres tan diversos que cuesta imaginarlos sentados juntos alrededor de una mesa de reuniones discutiendo los pormenores de la producción. Como productor ejecutivo figura Roger Corman, rey de la serie B y director de clásicos como El ataque de los cangrejos gigantes (1957), Yo fui un cavernícola adolescente (1958) o La pequeña tienda de los horrores (1960). El film está coproducido por Cruise–Wagner Productions, la compañía de Tom Cruise, uno de los grandes nombres de Hollywood desde hace décadas. Y la silla de director la ocupa Paul W.S. Anderson, que se ha dedicado de forma exclusiva al cine de género desde mediados de los noventa, con títulos como Mortal Kombat (1995), Horizonte final (1997), Soldier (1998), varias entregas de la saga Resident Evil que él mismo fundó y que protagoniza su esposa Milla Jovovich– (2002-2016), Alien vs Predator (2004)… además de producir otros títulos como Pandorum (2009). En general, su carrera se ha apoyado en la acción y el espectáculo de efectos especiales.

Death Race: La carrera de la muerte, de Paul W.S. Anderson, no se parece mucho a su antecesora de los setenta. Tenemos una carrera en la que participan vehículos acorazados que intentan eliminarse mutuamente; un personaje conocido popularmente como Frankenstein y un adversario apodado Machine Gun Joe (Tyrese Gibson). Los parecidos se terminan aquí. Lo que está completamente ausente en este remake es el humor negro, en particular la loca idea de una carrera en la que los atropellos dan puntos.

Uno puede aventurar dos posibles razones para esa ausencia de sentido satírico. O bien Paul W.S. Anderson no comprende o aprecia ese enfoque (ninguna de sus películas destaca por su sentido del humor); o bien, alguno o todos de los ejecutivos involucrados en la producción presionaron para que el concepto original fuera reconvertido en un film de acción, un género que en 1975 no existía tal y como hoy lo conocemos. Además, la sensibilidad actual no vería con buenos ojos –puede que ni siquiera mostrándolo como una parodia– que el protagonista, con el que se supone debe identificarse el público, se dedique a atropellar viandantes inocentes. Por tanto, la premisa se reformuló hacia la idea mucho más convencional de convictos corriendo por sus vidas a bordo de vehículos absurdamente tuneados en el contexto de un espectáculo televisivo ultraviolento.

Puede resultar un ejercicio interesante examinar las analogías entre dos películas setenteras como La carrera de la muerte del año 2002 y Rollerball, y sus respectivos remakes modernos (el de esta última llegó en el año 2002). Se trataba ambas de películas que versaban sobre deportes muy violentos, pero los remakes prescindieron del contexto distópico que sustentaba las historias originales para ambientarlas en una versión del presente algo más deteriorada social y económicamente que la realidad; ambos llevan la transmisión de los eventos a la televisión por cable y convierten al productor en un villano despreciable, alguien dispuesto a poner vidas en peligro e incrementar el derramamiento de sangre con tal de aumentar la audiencia; y, sobre todo, los dos remakes han sido reconvertidos en películas genéricas de acción que consisten en el encadenamiento de secuencias vertiginosas y muy violentas que apelen a los adictos a la adrenalina.

Paul W.S. Anderson, por tanto, reformula el título original en términos de los clichés del cine de acción moderno. Tanto, de hecho, que su película tiene más en común con ese vehículo de lucimiento para Arnold Schwarzenegger que fue Perseguido (1987) que con La carrera de la muerte del año 2002. En aquella, encontrábamos también un programa de televisión en el que se obligaba a convictos a participar en un combate mortal de gladiadores; y en las dos películas, el héroe había sido injustamente condenado por elementos corruptos del sistema, sobre los que finalmente triunfaba coartando todos sus intentos de manipular el juego en su contra.

Esto hace que Death Race: La carrera de la muerte encaje perfectamente en otro subgénero, el de las prisiones futuristas. De hecho, la instalación penitenciaria donde transcurre la historia recibe el nombre de Terminal Island, posiblemente un homenaje a la primera película de ciencia ficción de tema carcelario, Terminal Island (1973, La isla sin retorno). Anderson encaja otros clichés del subgénero ya vistos en títulos como Historia de Ricky (1991), Fortaleza Infernal (1993) o Escape de Absolom (1994): el héroe que va a prisión sin merecerlo, su enfrentamiento con un alcaide corrupto y el retrato del mundo carcelario como un régimen distópico.

Anderson no escamotea violencia y acción en escenas de color degradado y fotografiadas casi con un filtro sepia. Frecuentemente, se tiene la sensación de estar contemplando un videojuego, algo que no es de extrañar dado que el director ha participado en más de media docena de películas basadas en ese tipo de productos. No cuesta imaginarse Death Race como un videojuego combinación de shooter y conducción: cada carrera, como si fueran niveles de juego, va incrementando el nivel de complicación; e incluso existen trampillas en el asfalto sobre las que uno tiene que pasar para obtener acceso a armas o escudos.

La caracterización nunca ha sido uno de los puntos fuertes de las películas dirigidas por Anderson. Jason Statham soporta sobre sus hombros –o su pelado cráneo– todo el peso del metraje con esa mezcla de fisicidad y actitud cínica con un punto entrañable que ha convertido en marca particular en todas sus películas desde Lock & Stock (1998). Llama la atención la presencia de Joan Allen como la fría y despiadada alcaidesa. No es un personaje original ni particularmente bien perfilado, pero destaca por tratarse de un giro radical para una actriz como ella, que se había hecho un nombre en el género dramático.

En 2010 se estrenó una precuela, Death Race 2, para la que Paul W.S. Anderson ejerció sólo como productor y en la que se narraba cómo apareció la Carrera de la Muerte y el origen de Frankenstein, si bien se limitaba a ofrecer más de lo mismo. La saga, sólo para los incondicionales, continuó con Death Race 3: Inferno (2012) y Death Race: Beyond Anarchy (2018). Roger Corman hizo un remake de la original en 2017 con el título Death Race 2050.

Un producto, en fin, que no engaña. Da lo que promete y nada más debería exigírsele puesto que no tiene otra pretensión que entretener al personal afín a los espectáculos de tíos duros, venganzas, pirotecnia y muertes a granel.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".