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Cómo se hizo ‘Superman’ (1978): la versión de sus protagonistas

Años cuarenta. Aún no se han cerrrado las trincheras de la Segunda Guerra Mundial y el conflicto parece eterno en ultramar. Sin embargo, mientras caen las bombas en el Frente occidental y el Mediterráneo, Richard Donald Schwartzberg, un niño judío del Bronx, hijo de un fabricante de muebles, se olvida del horror y descubre la épica modesta de los tebeos.

Tiempo más tarde, cambiará su apellido ‒Donner en lugar de Schwartzberg‒, pero esa pasión suya por las historietas nunca desaparecerá del todo. «Antes los tebeos de superhéroes ‒cuenta‒ eran puro escapismo. Éramos niños. Tras las clases, volvíamos a casa, y después de jugar en el patio o en los terrenos de la escuela, nuestra lectura era la historieta más reciente. (…) Hoy todo eso ha sido sustituido por la televisión, pero en aquellos días, era fenomenal hojear los cómics. Uno se metía de lleno en aquellas fantasías de Superman, de Dick Tracy, del Capitán Marvel (…) Me enganchaba leer los cómics de Superman, pero no más que cualquiera de aquellos otros personajes. Hasta que, por supuesto, volvió a mi vida muchos, muchos años después».

Parece cosa del destino, y en cierto modo, lo es. Las sincronías funcionan, y acaban tramando ‒como ahora verán‒ una red de intereses que coinciden de forma portentosa.

Otro admirador del Hombre de Acero, el mexicano Ilya Juan Salkind Domínguez, hijo del productor Alexander Salkind, lleva tiempo madurando la idea de rodar un largometraje sobre el Hombre de Acero.

«Cuando era niño ‒dice Salkind‒, pasé un año en Nueva York. Era una etapa relativamente tensa entre mis padres [la actriz y escritora Berta Domínguez y Alexander Salkind]. Aquel también fue un año estupendo porque se reunieron de nuevo y pasamos una maravillosa Navidad. Yo hablaba un poco de inglés, pero allí también aprendí el inglés americano, y empecé a leer cómics y todo eso, así que diría que ahí es donde realmente entró Superman en mi subconsciente. (…) Tengo un recuerdo muy nítido de finales de 1973. Caminando por París, vi una valla publicitaria de El Zorro, una película francesa, con una estrella local [Alain Delon]. Y eso me llevó a pensar: ‘Oye, hagamos Superman‘. De modo que fui a hablar con los diferentes compradores y patrocinadores de mi padre. Él regresó unos tres días después y me dijo: ‘¿Sabes? Creen que es algo muy interesante…».

Por fin, tras una adecuada negociación con DC Comics, los Salkind y el francés Pierre Spengler ‒que ya habían rodado juntos Barba Azul (1972), Los tres mosqueteros: Los diamantes de la reina (1973) y Los cuatro mosqueteros: La venganza de Milady (1974)‒ compran los derechos de Superman y se lanzan a la aventura. De ahí en adelante, Ilya Salkind tendrá que ir alcanzando nuevos compromisos: «Los responsables de Warner [que también se involucraron en el proyecto] plantearon esa cláusula de que DC Comics podía intervenir. Como me hice amigo de ellos, trabajamos muy bien juntos, primero con Carmine Infantino y después con Jenette Kahn«.

Lo primero que deben hacer los Salkind es buscar un realizador. En la preselección de candidatos parece que cualquier nombre vale, con tal de que garantice cierta comercialidad: Francis Ford Coppola, George Lucas, John Guillermin, Peter Yates, Richard Lester, Sam Peckinpah, Steven Spielberg, William Friedkin… «Todos ‒dice Ilya Salkind‒, o yo diría que muchos de los directores en ese momento estaban interesados en el proyecto. Yates, Peckinpah … Dios mío, conocimos a muchos de ellos, gente muy interesante. Fuimos a ver a Friedkin, a CoppolaYates quería hacerlo. (…) Spielberg también tenía muchas ganas de hacer la película. Teníamos a ese chico que quería dirigir Superman, y que amaba al personaje (…)  Y fui a ver a mi padre y le dije ‘Mira, este es el tipo adecuado’ (…) [Pero tras el éxito de Tiburón en 1975] supe que Spielberg nunca iba a hacer Superman«.

Admitámoslo: a mediados de los setenta, tomarse en serio al Hombre de Acero es una tarea imposible. Ni el cine ni la literatura de la época digieren fácilmente palabras como «épica», «esperanza» o «inocencia».

Por otro lado, ni Lucas ni Spielberg han despejado aún el panorama deprimente que domina Hollywood. Conscientes de ello, los Salkind optan por plantear su proyecto en clave irónica, con la teleserie Batman (1966-1968) en la memoria, y siguiendo la plantilla que Albert R. Broccoli ha perfilado con las películas de James Bond que protagoniza Roger Moore.

Con esa idea en mente, se ponen en contacto con Guy Hamilton, el director de James Bond contra Goldfinger (1964), Diamantes para la eternidad (1971), Vive y deja morir (1973) y El hombre de la pistola de oro (1974).

El guión, aún en fase de desarrollo, queda en manos de Mario Puzo, autor de la novela El padrino, y luego es revisado por Robert Benton, David y Leslie Newman. Trabajan por separado, pero siempre junto al equipo de DC Comics.

Benton y los Newman ya han compartido escritorio previamente. Suyos son los guiones de Bonnie y Clyde (1964), El día de los tramposos (1970) y ¿Qué me pasa doctor? (1972). Pero lo relevante para los Salkind es que la firma de David Newman y de Benton figura en el libreto de It’s a Bird… It’s a Plane… It’s Superman! (1966), un musical ligero, fallido y evidentemente camp.

Siempre es útil acudir al diccionario: Camp. Del inglés camp. Adj. «Que recrea con desenfado formas estéticas pasadas de moda». La definición nos sirve para entender lo que hubiera sido Superman si no hubiera entrado en escena aquel niño judío del Bronx de quien les hablé al principio.

En un determinado momento, Guy Hamilton abandona el barco por razones legales. El rodaje va a llevarse a cabo en Inglaterra, y él tributa sus impuestos muy lejos de Londres. Es lo que se llama un «exiliado fiscal», y eso le impide volver a los Estudios Pinewood, donde van a filmarse las escenas ambientadas en Krypton.

«Mi padre ‒dice Salkind‒ tenía una habilidad extraordinaria para hacer que la gente se interesara por sus proyectos. Lo más importante es que encontró el dinero para contratar a Mario Puzo y para contratar a Marlon Brando (…) Por las fechas en que Guy Hamilton iba a dirigir la película, ya teníamos a todos los miembros importantes del equipo, excepto a John Barry y Geoffrey Unsworth. (…) Marlon no pudo filmar en Italia debido a la demanda por obscenidad que le pusieron tras El último tango en París (…) y Hamilton no podía rodar en el Reino Unido debido a su situación fiscal. (…) Nos despedimos muy amistosamente. Era un tipo maravilloso».

La actriz Skye Aubrey, esposa de Ilya Salkind, conoce a un cineasta que puede sustituir a Hamilton. La participación de Richard Donner, promovido tras su éxito con La profecía (1976), cambia drásticamente el rumbo del proyecto. Por decisión suya ‒eso cuenta él‒, las bromas y el tono camp desaparecen, y también, ¿por qué no?, mucho de lo que ya estaba escrito.

¿Les agrada eso a los Salkind? Según la versión de Donner, ni mucho menos. Empeñados en rodar una comedia, padre e hijo llaman a Richard Lester ‒que ya había rodado en España las dos películas de Los tres mosqueteros‒ y le piden que vigile a Donner.

¿Acaso no había funcionado bien la parodia en esos dos films de Lester? ¿Y no había sido rentable rodarlos casi a la vez? ¿Por qué no rodar dos películas de Superman siguiendo el mismo método? Incómodo con esa presión ‒repito: así lo cuenta él‒, Donner se revuelve y convierte su desacuerdo en motor creativo. Rodará Superman I y Superman II, pero el genoma de ambas películas debe cambiar.

Lo primero que hace es confiar en Tom Mankiewicz, curtido en la franquicia Bond y en superproducciones como Ha llegado el águila (1976), para que rehaga el guión con otras claves. Supuestamente, casi todo el trabajo de Puzo para las dos cintas ‒500 páginas‒ acaba en la papelera.

“Antes de hacerme cargo de Superman ‒cuenta Donner‒, el guión era una especie de parodia de una parodia. Había sido muy bien escrito por tres o cuatro escritores realmente buenos, pero habían sido dirigidos por un par de húngaros [los productores Alexander e Ilya Salkind] que lo vieron como un tebeo y no como una historia auténtica. Su guión no tenía ningún respeto por lo que representaba el personaje. (…) Tom Mankiewicz y yo nos conocíamos desde hace años, y siempre habíamos querido trabajar juntos, así que le conté el problema. Le pedí que aportara realismo y verosimilitud. Quería demostrar que un hombre podía volar. Tom reescribió todo el guión. (…) Mi modo de ver a Superman no coincide con ese tratamiento tan oscuro que recibe en nuestros días. Superman es una fantasía que realmente cree en la verdad, la justicia y el estilo de vida estadounidense, y eso le proporciona un aura. Abordamos la figura de Superman de forma realista. Si el público lo veía como un chiste, estábamos jodidos y lo sabíamos».

«Mankiewicz hizo cosas magníficas, de verdad ‒corrige Salkind‒. (…) Pero si comparas los guiones anteriores con el de Mankiewicz, francamente, me sorprende lo poco que cambió los diálogos. Cuando algo es verdad, hay que decirlo. Como lo tenía olvidado, releí el guión de David Newman. Lo que sucede en Krypton, el asunto de Lex Luthor, el encuentro romántico de Superman con Lois en el balcón, todo eso no cambió en la versión final. Tom hizo algunas cosas geniales, pero ya había mucho material excelente antes de que él interviniera. (…) El guión previo ya era bastante sólido».

«A la hora de definir nuestras intenciones ‒añade Donner‒, creo que una palabra adecuada sería ‘respeto’. Luchábamos por eso e hicieron falta muchas discusiones de ida y vuelta, pero estuvimos de acuerdo en que esta es la forma en que lo haríamos: de un modo respetuoso. Nuestro primer desafío fue la historia de amor no correspondido… Dos tipos, Superman y un personaje llamado Clark Kent, enamorados de la misma mujer. Hay una gran película francesa, Jules y Jim, de François Truffaut, en la que dos hombres se enamoran de la misma chica. Eso es lo que era Superman: dos tipos enamorados de la misma mujer. En este caso, se da la circunstancia de que que los dos son realmente uno solo. Pero ella no lo sabe. Le pregunté a Tom: ‘¿Cómo podemos convertir esto en una historia romántica?’. El segundo desafío fue hacer volar a un hombre y conseguir que el público lo creyera. Si no creían la historia de amor y el vuelo, no habría película. Tom resolvió el problema de la historia de amor, y el vuelo funcionó gracias a uno de los mejores equipos técnicos jamás reunidos».

Gracias al ingente capital conseguido por los Salkind, los complejísimos efectos visuales de Superman van de lo más tradicional ‒maquetas, pintura sobre vidrio, retroproyección, cables imperceptibles o borrados mediante rotoscopía‒ a lo más ingenioso ‒la combinación de zooms para dar sensación de acercamiento de Superman y alejamiento del fondo, mediante un sistema de proyección frontal con un espejo bidireccional (Zoptic system)‒. El desarrollo de todos estos trucajes, bajo la supervisión de Roy Field, implicó a profesionales tan influyentes como Peter Biggs, Derek Botell, Colin Chilvers, James Aspinall, Les Bowie, Derek Meddings y Zoran Perisic (el creador del Zoptic).

Sin embargo, hubo una tarea aún más compleja que esos efectos visuales: la búsqueda del actor protagonista. ¿Candidatos? Atención, porque la lista es casi disparatada. Escuchen estos nombres: Arnold Schwarzenegger ‒descartado por su fortísimo acento austriaco‒, Bruce Jenner, Charles Bronson, Christopher Walken, James Brolin, James Caan, Jon Voight, Kris Kristofferson, Lyle Waggoner, Neil Diamond ‒en efecto, el cantante‒, Nick Nolte, Patrick Wayne, Perry King, Sylvester Stallone… «Warner Bros ‒recuerda Donner‒ había estado hablando de grandes actores para el papel, como Robert Redford y Paul Newman. Eran grandes intérpretes, sin duda, pero tenía que convencer a la audiencia de que un hombre iba a volar, y habría sido un poco duro conseguirlo con ellos. ¡Cuesta pensar en esos actores en leotardos, volando sobre una ciudad, y no reírse! Así que me puse a buscar a un desconocido».

En realidad, ese mérito es colectivo. Los Salkind realizan una batida frenética de actores, pero el acierto final se debe al director de casting, Lynn Stalmaster, quien sugiere el nombre de Christopher Reeve. Un Clark Kent idóneo, pero demasiado escuálido para el papel de superhéroe.

«Chris era fantástico. Sin embargo, estaba demasiado delgado ‒dice Salkind‒. (…) Luego probamos con más gente. (…) Cada noche miraba las fotografías de los candidatos, y miraba a Reeve… ‘Dios, este tipo es ideal’. (…) Chris vino a Londres y lo maquillaron, y la esposa de Pierre Spengler, Monique, lo vio. Pierre llamó y dijo: ‘¿Sabes que Monique dice que este chico es realmente sexy?’. (…) Fue un buen comienzo. Diez minutos después, Donner llamó y dijo ‘Tenemos a nuestro Superman'».

Una vez descartado el uso de un traje con músculos falsos, Salkind decide que pueden pedir ayuda a un culturista. Nada menos que David Prowse (Darth Vader en Star Wars) es quien se ocupa de entrenar a Reeve en sesiones agotadoras que, finalmente, dan el resultado deseado.

Para reforzar el elenco, los Salkind contratan a Marlon Brando por 3,7 millones de dólares y una participación en los beneficios. En total, 19 millones de dólares por dos semanas en la piel de Jor-El, el padre de Superman.

Por supuesto, el dispendio no acaba ahí. Durante los setenta, los repartos multiestelares se han puesto de moda y los productores tiran la casa por la ventana. Así, nos encontramos en pantalla con veteranos de la edad dorada de los estudios, con figuras del cine británico y con estrellas del Nuevo Hollywood. Imaginen lo que era leer estos nombres en los títulos de crédito: Gene Hackman (un soberbio Lex Luthor), Ned Beatty (Otis), Jackie Cooper (Perry White), Glenn Ford (Jonathan Kent), Trevor Howard (el jefe del Consejo de Krypton), Margot Kidder (Lois Lane), Valerie Perrine (Eve Teschmacher), Maria Schell (Vond-Ah), Terence Stamp (General Zod), Phyllis Thaxter (Martha Kent), Susannah York (Lara), Marc McClure (Jimmy Olsen) y Sarah Douglas (Ursa).

Donner se apoya en un director de fotografía excepcional, Geoffrey Unsworth, y completa un plan de rodaje agotador, desde marzo de 1977 a octubre de 1978. Para no retrasar la agenda, Peter Duffell y André de Toth intervienen como directores de segunda unidad.

En una superproducción de estas características, rodada principalmente en Londres y Nueva York, y con un presupuesto estratosférico para la época ‒55 millones de dólares‒, cada departamento debe ser de primera clase. John Barry, Stuart Craig y Norman Reynolds se ocupan de la dirección artística y de los fabulosos decorados, Yvonne Blake diseña el vestuario, y John Williams se ocupa de la banda sonora, otra de las bazas del film. “Su música ‒dice Donner‒ adquiere mucha relevancia, y además está compuesta con gran brillantez. En este caso, la partitura tenía la misma importancia que las imágenes de los propios actores. Se trata de conjuntar esas piezas: música, efectos, diálogos y todo lo que entra en una película. Todo tiene relevancia. Es algo extraordinario».

Por desgracia, el rodaje fue complicándose sin remedio. El imparable incremento presupuestario bastaba para caldear los ánimos. Que se lo pregunten a Donner, que acabó rompiendo relaciones primero con Spengler y luego con los Salkind. Resultado: Richard Lester tuvo que intervenir como mediador, porque los productores ya no hablaban el mismo lenguaje que Donner.

Nuestra simpatía por este último ha hecho que nos creamos de forma acrítica su versión de lo sucedido, situando a Lester, a Spengler y a los Salkind en el papel de villanos y oportunistas. Sobra añadir que en este tipo de conflictos la gama de grises también importa. Las historias de buenos y malos no abundan en la industria, por mucho que uno desee creer todo lo que cuenta Donner.

Supongo que, en realidad, Superman fue el choque de dos mentalidades: la de un director enamorado de sus ideas y la de tres productores (los Salkind y Pierre Spengler) que veían crecer la bola de nieve y necesitaban mantener el control de forma desesperada.

«Lester ‒dice Ilya Salkind‒ contribuyó con dos ideas importantísimas. La primera fue dejar a un lado Superman II, porque ya nos habíamos perdido el verano de 1978, y la segunda, tomar el final de esa segunda parte para incluirlo en la primera [y así cerrar la historia]».

Según Donner, Lester participó en Superman para cobrar el dinero que le debían los Salkind tras su trabajo en Los tres mosqueteros. Donner cuenta incluso que Lester le recomendó no dirigir la película. Ya lo ven: afirmaciones como estas nos recuerdan esas parejas que van bien durante unos meses, y que llegado cierto punto, se distancian de la peor manera imaginable. En otras palabras: llevándose las manos a la cabeza y crucificándose con mil reproches.

«Donner ‒explica Salkind, más conciliador‒ aportó a la película toneladas de buen material. (…) Pero las tensiones eran aterradoras. El hecho es que Dick estaba encima de todo. Y aquello era algo descomunal. Teníamos siete unidades trabajando al mismo tiempo. (…) Muchas veces, me puse del lado de Donner, porque soy un productor creativo. Pero todos nos estábamos volviendo locos. Y, por supuesto, el costo de la película subía y subía, y había enormes problemas (…)  que no tenían nada que ver con Donner o con cualquiera de nosotros».

Suele olvidarse que la intervención de Warner Bros, aportando más dinero, podía dejar fuera de juego a los Salkind. Ellos eran unos productores independientes jugando al ajedrez con un gigante de la industria. Y en esa partida, Donner no dejaba claro en quién depositaba su lealtad.

Al final, se estrenó la cinta, pero Donner, según cuenta Salkind, «dijo a la prensa que haría la segunda parte, pero poniendo sus condiciones. (…) Luego nos llamó idiotas públicamente. No podíamos trabajar con alguien que nos odia, así que nos fuimos a a ver a Lester para que dirigiera Superman II. (…) Spengler trató de llamar a Donner dos o tres veces para intentar decirle: ‘Dick, trabajemos juntos, enterremos el hacha de guerra’. Pero Donner desapareció del panorama. (…) Fue entonces cuando, finalmente, dijimos ‘OK, hagamos la segunda parte con Lester«.

La historia oficial, en todo caso, es la que repite Donner. Su veredicto figura en libros y en documentales: con buena parte de Superman II ya rodada, fue despedido de forma arbitraria y traicionera. De hecho, ese relato tiene un héroe ‒el propio cineasta, único responsable de todo lo bueno que hay en Superman‒ y unos villanos: ese «par de húngaros», como él dice de forma despectiva.

Lo único claro es que, antes del final de la refriega, Donner disfrutó de una ilusión cumplida. Las dudas sobre su acercamiento realista al mundo de Superman desaparecieron en cuanto la audiencia pudo ver la película: «Hasta que que llegó la primera proyección ‒cuenta‒, esa incertidumbre fue aterradora. (…) Durante el rodaje, no era consciente de las dimensiones que llegaría a adquirir el proyecto. Yo solo trataba de hacer la mejor película posible. Creo que lo noté durante la primera proyección a la que asistí. No en el estreno oficial, sino en una proyección en un cine de Nueva York. Vi lo que experimentaba la audiencia, y eso me conmovió. Fue algo muy emocionante».

«Hay algo crucial, que ya se ha dicho, pero no lo suficiente ‒explica Ilya Salkind‒. Cuando preparábamos Superman, desconocíamos lo que iba a ser Star Wars, y el equipo de Star Wars desconocía nuestro Superman. Al igual que el equipo de Encuentros en la Tercera Fase tampoco sabía nada de Superman. Eran proyectos completamente independientes. (…) Es un fenómeno interesante que se dio en aquellos días. (…) Literalmente, se trataba de tomar las películas de serie B de los viejos seriales y convertirlas en serie A».

Años después, en octubre de 2017, se lanzó una versión extendida de Superman. «Me enteré justo antes de que saliera a la luz ‒cuenta Donner‒, y estuve un poco molesto con ellos [los responsables de Warner] por hacer eso sin discutirlo conmigo. La razón por la que hubo una versión larga fue que, a principios de los 80, cuando se lanzó para televisión, las cadenas te pagaban según la duración de la película. Y entonces los productores [los Salkind], con su inimitable buen gusto, fueron a los almacenes, supongo, y sacaron todo lo que había recortado de la película y lo volvieron a colocar. Mi opinión no contó para nada en ese momento. Y lamento decir que, más adelante, a los responsables de Warner tampoco se les ocurrió discutirlo conmigo. No lo hicieron, y así están las cosas. Lo que estás viendo en esa versión son cosas que yo deseché».

Lo cierto es que, tanto en su versión original como en esa versión extendida, Superman es una cinta fundamental para entender lo que hoy es el cine de superhéroes.

Sus tres partes, ambientadas en diferentes escenarios ‒Krypton, Smallville, Metrópolis‒, remiten a unas atmósferas muy específicas: la imaginería de la ciencia-ficción clásica, el cálido costumbrismo de las pinturas de Norman Rockwell y el entorno urbano de las comedias y los thrillers contemporáneos.

Ahora que Hollywood ha descubierto una mina de oro en las adaptaciones de Marvel o DC, va siendo hora de que los recién llegados a este subgénero sepan que la historia de este último es casi centenaria. Y qué mejor moda de evidenciarlo que a través del superhombre por excelencia: ese kryptoniano valeroso y casi inmortal creado por Jerry Siegel y Joe Shuster el 18 de abril de 1938, y convertido en protagonista de una superproducción cuarenta años después.

El nacimiento de Superman fue la piedra fundacional del universo DC, y a efectos de popularidad, una invitación difícil de rechazar, que ya encandiló a los lectores de su época y aún sigue contando con una fiel legión de seguidores.

Superman es bastante más que lucha, entrega e invulnerabilidad. Sin duda, el personaje tiene más de un don especial, y por otro lado, es un arquetipo que entronca con viejas tradiciones mitológicas.

Imagino que cada lector y cada espectador recurre a distintas claves para disfrutar con sus aventuras. A mí, por razones generacionales, me atrae el Superman más noble e ingenuo, popularizado entre nosotros en los años setenta, gracias a los tebeos mexicanos de Novaro y a la película de Richard Donner. No obstante, los posteriores avatares del superhéroe me han ilusionado por igual, como si el Hombre de Acero fuera una compañía familiar, o más bien un símbolo imperecedero (y entrañable) de todo lo que hace grande al ser humano.

Hay otra cosa que resuena en las aventuras de Superman, y es su conexión con la narrativa popular de comienzos del siglo XX. No en vano, la inspiración de Siegel y Shuster estaba orientada hacia los clásicos del pulp. En especial, la saga de John Carter de Marte, escrita por Edgar Rice Burroughs, y la novela Gladiator (1930), de Philip Wylie. Se sumaban a ello otras referencias algo más ocultas: las tiras de Popeye, el Flash Gordon de Alex Raymond, los films de Harold Lloyd ‒idéntico al Clark Kent original‒ y clásicos como Metrópolis (1927), de Fritz Lang, y La marca del Zorro (1920), de Fred Niblo, protagonizada por Douglas Fairbanks, e inspirada, a su vez, en otro clásico del pulp, The Curse of Capistrano, de Johnston McCulley.

En el film de Donner, buena parte de ello se hace presente. Aunque uno puede buscar detalles que lo aproximan a los tebeos de Wayne Boring, dibujante de Superman desde 1942 a 1967, está claro que el largometraje se apoya mucho más en las historietas de Curt Swan, que fue añadiendo capas al personaje desde 1956. Con el apoyo del editor Julius Schwartz y en compañía del guionista Denny O’Neil, Swan fue el artífice de lo que sería Superman en los setenta.

Como es lógico, la popularidad de la película condicionó el rumbo que ya había tomado el personaje en los cómics, gracias a guionistas como Elliot S. Maggin y dibujantes como José Luis García-López. Un rumbo que años después, adaptándose a los nuevos tiempos, desembocó en el lanzamiento de un título fundamental: Superman: El hombre de acero (1986), de John Byrne.

La película de Donner nos demuestra la fuerza del Hombre de Acero como dispositivo cultural. La cinta nos permite verlo como un mesías galáctico (por supuesto, judeocristiano), que elige ‒repito: elige‒ practicar el bien en un planeta que no es el suyo. El suyo es un «viaje del héroe» que se ajusta a la perfección al patrón mitológico definido por Joseph Campbell.

Por otro lado, es un prescriptor de valores morales, y sin duda, un representante de los viejos ideales norteamericanos, mitad boy-scout, mitad paladín de los desfavorecidos.

En último término, el Superman que vemos en pantalla es el trasunto de los antiguos héroes del folletín: educado, audaz, amable y con ese romanticismo que hoy parece trasnochado.

¿Puede el Superman de Donner y los Salkind competir con los superhéroes neuróticos de nuestra época? ¿Siguen vigentes sus intuiciones morales y humanistas?

«Hay demasiados creadores que potencian el cinismo de los superhéroes ‒sentencia Donner‒. Es algo deprimente. Cuando esos personajes se vuelven oscuros, o están tristes y enojados consigo mismos y con el mundo, ya no me entretienen. (…) Creo que anhelamos lo contrario. (…) En el mundo de hoy, en las condiciones actuales (…) todos necesitamos a Superman en nuestras vidas. Sería un héroe maravilloso, pero me temo que eso no se hará realidad».

Los testimonios incluidos en este artículo proceden de entrevistas realizadas por Stephen Galloway, Gregory Lawrence, Stephen J. Abramson, Kevin Burwick, Glenn Greenberg, Mike Cecchini, Michael P. Coleman y Barry M. Freiman.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.