Cuando era niño, no me gustaban los dibujos animados ni Star Wars.
A mí lo que me gustaba era tratar de comprender por qué en la guerra enrolaban a niños alemanes para que mueran uno por uno en El puente (recuerdo el madrugón que me pegué sólo para volverla a ver en la tele); o disfrutar mirando un talento como Vincent Price asesinando creativamente a todos los críticos de su carrera shakespeariana en Matar o no matar, éste es el problema; o a un tipo civilizado como Dustin Hoffman cargándose a los patanes que violaron a su mujer y defendiendo a un niño-monstruo incapaz de medir sus acciones en Perros de paja; o a la inalcanzable chica del cantante de Whitesnake paseando en cueros encuerados en Gwendoline; o a un aterido Jean-Paul Belmondo escribiendo una novela pulp mientras se sueña superhombre para ligar con su vecinita en Cómo destruir al más famoso agente secreto del mundo; o a Richard Harris escupiendo sangre en el rugby y mirando con odio de clase a la ricachona propietaria de su equipo (y de él) que se lo quiere follar por capricho en El ingenuo salvaje…
¡Qué divertido era ser un niño freak, ¿a que sí?!
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