A finales de los años ochenta y principios noventa del siglo pasado, el director holandés Paul Verhoeven parecía convertir en oro todo lo que tocaba: Robocop (1987), una brillante y excesiva sátira social; Desafío total (1990), un thriller y película de acción para el lucimiento de Arnold Schwarzenneger; e Instinto básico (1992), un film policiaco que triunfó gracias a su pulso, atmósfera y erotismo subido de tono. Pero con el final de siglo, las cosas empezaron a torcérsele, sobre todo a causa del batacazo que se propinó Showgirls (1995), cinta universalmente denostada y que arruinó las carreras de casi todos los que en ella participaron. Con todo, a Columbia Pictures aún le quedaba una reserva de confianza para el hasta no hacía tanto tiempo rentable director y le fichó para una revisitación de la clásica historia del hombre invisible.
Verhoeven afirmó en entrevistas de la época que quería aproximarse a esta historia de una forma seria, y evitar el material lascivo por el que ya se había hecho famoso, centrándose más en el terror, los efectos visuales y la interpretación para crear algo digno del icónico personaje. Si esa fue su auténtica intención, puede decirse que fracasó en al menos dos de sus tres objetivos.
Sebastian Caine (Kevin Bacon) es un científico genial pero arrogante y egocéntrico, que está al frente de un proyecto secreto financiado por los militares y cuya finalidad es provocar mediante un suero un cambio de fase cuántico que torne invisible a un ser humano. Tras experimentar con éxito en un gorila, Sebastian decide someterse personalmente al procedimiento aun cuando no cuenta con la aprobación oficial para ello y las incógnitas médicas son numerosas. La prueba se culmina con aparente triunfo y Sebastian disfruta durante un breve tiempo de sus recién adquiridas habilidades… hasta que la fórmula con la que debería retornar al estado visible fracasa.
El científico, por tanto, queda atrapado en la invisibilidad y su mente empieza a fracturarse liberando sus más bajos instintos: se vuelve más violento, libidinoso y paranoico con sus compañeros y cuando una noche escapa a escondidas del complejo engañándolos, acecha y viola a una vecina. Escapando Sebastian a todo control y convertido en un peligro, cuando sus colegas tratan de neutralizarlo, se encierra con ellos en el laboratorio subterráneo y empieza a asesinarlos uno a uno.
El hombre sin sombra fue uno de los muchos films que aprovecharon las enormes posibilidades de las nuevas tecnologías digitales para revisitar monstruos y temas clásicos del género fantacientífico (si bien había sido John Carpenter el primero en recurrir al CGI para dar una nueva versión de este mito en la regular Memorias de un hombre invisible, 1992). El guion toma muchos préstamos de la imprescindible El hombre invisible (1933), de James Whale, que sigue siendo aún hoy la mejor versión de la novela de H.G. Wells. Como en la obra literaria y esa película clásica, en esta ocasión se nos presenta a un científico ambicioso que prueba en sí mismo su invento y se transforma en un demente megalomaníaco.
La idea de la invisibilidad es muy antigua, tanto como los dilemas éticos que tal poder plantearía. En el segundo libro de La república de Platón, Glaucon argumenta que incluso el más honrado de los hombres sucumbiría a la corrupción del anillo mítico de Giges que confería la invisibilidad. Nadie, nos dice, podría resistir la tentación de robar cuando nadie le ve, o entrar en casas ajenas y tener sexo con quien le placiera, o matar o escapar de prisión. Sería como un dios entre los hombres. Esos temores estaban presentes en la novela clásica de Wells y aunque la versión de Verhoeven, cien años después, sustituye las pócimas y los científicos solitarios por la física cuántica y los proyectos militares multidisciplinares, la premisa moral de la historia es la misma.
Ahora bien, si la novela y la película clásica compartían un tono de humor costumbrista muy británico, con Verhoeven cualquier pretensión de ligereza y comicidad se abandona para dejar sitio a sus familiares obsesiones y excesos.
Verhoeven es un director a quien no puede aplicarse el concepto “sutileza”. Todas sus películas hasta comienzos del siglo XXI (Los señores del acero, Robocop, Desafío total, Instinto básico, Showgirls, Tropas del espacio) no tenían reparos a la hora de mostrar en pantalla altas dosis de violencia sangrienta y sexo más o menos enfermizo. Cuando el guion sintonizaba con los gustos y sensibilidad de Verhoeven, el resultado podía ser muy entretenido, como fue el caso de Robocop, Los señores del acero o Instinto básico. Pero cuando el material, por su propia naturaleza, requería una aproximación diferente, el realizador persistía en sus inclinaciones y mantener el mismo tono autoparódico, sangriento y erótico que impidió que películas como Desafío total o Tropas del espacio tuvieran el calado que merecían sus premisas. Esos excesos vuelven a estar presentes en esta revisitación del concepto del hombre invisible.
La desagradable escena de apertura, por ejemplo, muestra a una rata de laboratorio siendo devorada por un gorila invisible. Por mucho que el director se quejara más tarde de que El hombre sin sombra fue a la postre más un producto de estudio que un proyecto personal, lo cierto es que tampoco aquí supo o pudo esconder su huella y dejar que sus filias permanecieran reprimidas.
Otro ejemplo es la forma de jugar con esa fantasía adolescente de ser invisible en los vestuarios de chicas. Las cuatro mujeres del reparto son sometidas al voyeurismo de Sebastian de una u otra forma. De hecho, la primera cosa que hace el científico al convertirse en invisible es descubrir el pecho de la dormida Sarah (Kim Dickens) y jugar con sus pezones; cuando se escapa del laboratorio no tarda mucho en violar a su atractiva vecina (Rhona Mitra), a la que vemos más de una vez provocar al protagonista ‒y al espectador‒ quedándose en ropa interior en su piso y bajando las persianas justo cuando va a quitarse el sujetador. Incluso cuando no hay agresión sexual directa, Verhoeven encaja una secuencia onírica en la que Linda (Elisabeth Shue) se imagina siendo acosada por un ser invisible; o de ella en desinhibido juego erótico con Matt (Josh Brolin). Es cierto que el guion no expone favorablemente los actos de Sebastian, pero la predilección del director por este tema y el voyeurismo implícito de varias escenas hacen pensar que a un nivel subconsciente no sólo sí extrae placer de ello, sino que pretende atraer al espectador masculino a su campo.
Subversivo como siempre, Verhoeven nos presenta inicialmente al protagonista como un hombre emprendedor, brillante, mujeriego, desenvuelto, individualista, desafiante de la autoridad y seguro de sí mismo; un molde con el que muchísimas estrellas de Hollywood han construido a sus heroicos personajes, desde Han Solo hasta Neo. Pues bien, esas mismas virtudes exacerbadas es lo que aquí convierten al héroe en villano, quedando a criterio del espectador decidir en qué punto del camino el uno ha traspasado la línea para transformarse en el otro y si algo de lo que en él resultaba atractivo al principio puede seguir defendiéndose al final. Comentaba más arriba su deriva megalomaníaca, pero este término debe matizarse dado que Sebastian no pretende dominar el mundo ni modelarlo según su visión. Sus ambiciones son mucho más básicas y personales: violar, matar y saldar cuentas con examantes y compañeros profesionales.
Por otra parte y dejando al margen esos tics tan característicos de Verhoeven, probablemente El hombre sin sombra sea uno de sus mejores films. En comparación con otros títulos de su filmografía, está relativamente contenido y demuestra las virtudes del director más allá de poner en escena sexo y violencia. Verhoeven es un cineasta que tiene buen ojo para el drama, el suspense, la acción y la inclusión de efectos especiales. De hecho, éstos son aquí las auténticas estrellas. Así, tenemos esas escenas, primero con el gorila y después con Sebastian, en las que sus cuerpos van tornándose invisibles capa tras capa (si bien este es un truco que ya se pudo ver en El hombre invisible vuelve (1940).
La segunda mitad de la cinta muestra algunas formas ingeniosas de delinear la fantasmal figura invisible utilizando cámaras térmicas o sustancias diversas, como agua, humo, sangre o el dióxido de carbono de un extintor.
A diferencia de la mayoría de otras ficciones audiovisuales sobre el hombre invisible, El hombre sin sombra da con algunas soluciones lógicas. Por ejemplo, cuando se vierte látex líquido sobre la cabeza de Sebastian, su cara no se materializa de repente tal cual era (como sí sucedía en la teleserie de 1975) sino que el resultado es una inquietante máscara de goma donde los ojos y la boca son huecos transparentes.
El último cuarto de la película pasa a ser una claustrofóbica persecución por el complejo subterráneo que, sin salir del cliché de “grupo de personajes atrapados con un monstruo/asesino en un espacio cerrado” sí está dirigido con una buena dosis de suspense y violencia a raudales. Verhoeven y su equipo de efectos especiales no dejan mucho a la imaginación. Los cuerpos son apuñalados y despedazados, las cabezas golpeadas contra muros y pedazos de metal… Uno de los personajes, para prevenir un ataque sorpresa de Sebastian, baña el suelo a su alrededor con sangre para que sus huellas queden impresas…
Dejando aparte el estilo y la idiosincrasia de Verhoeven, es cierto que el cambio de siglo no fue el ideal para hacer películas de ciencia ficción y fantasía con sustrato intelectual. Ebrios de las posibilidades que brindaba la nueva tecnología digital (tornados, asteroides, dinosaurios, robots, alienígenas…), con mucha frecuencia los estudios producían los films a partir de una trama esquelética y unos personajes tópicos que sirvieran como meros escaparates para la última virguería digital.
El hombre sin sombra llegó en la última oleada de esta moda cuyos títulos tienen tecnologías que han envejecido mejor o peor dependiendo no tanto del presupuesto disponible como de la pericia del director. Eso explicaría por qué películas con efectos digitales de los 90 firmadas por Steven Spielberg o James Cameron (que sabían utilizar con buen tino el encuadre, el ángulo de cámara, las sombras o el humo como complemento a aquéllos) siguen siendo obras sólidas, mientras que ocurre lo contrario con títulos como Twister, The Haunting (La Guarida) o Anaconda, por ejemplo.
En el caso de El hombre sin sombra, los efectos digitales (a cargo de Tippet Studios, Amalgamated Dynamics y Sony Imageworks, tres de las mejores compañías en su especialidad en aquel momento) han aguantado bastante bien el paso del tiempo; no tanto por la generosidad con que Verhoeven los utiliza a lo largo de toda la trama, sino porque están al servicio de una historia tan siniestra como simple.
No es esta, ya lo apuntaba antes, una película sutil. No hay un mensaje sofisticado más allá de ese cinismo fundamental sobre la naturaleza humana que podría resumirse como “el poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”. A pesar de desviarse mucho de la novela original (tanto, de hecho, que H.G. Wells ni siquiera aparece en los créditos), El hombre sin sombra intenta introducir algunas novedades respecto a adaptaciones previas. Como en el libro, el hombre invisible comienza como un tipo bastante amoral al que sus nuevos poderes sólo le corrompen todavía más hasta convertirlo en un maniaco homicida. Sin embargo, como en la versión cinematográfica de 1933, este descenso a la locura es presentado como un efecto colateral de las sustancias químicas con las que se torna invisible, una elección narrativa que elimina algunos de los aspectos más interesantes de la obra original.
Y es una verdadera lástima que no se explore más a fondo esta cuestión crucial: si la transformación de Sebastian en un monstruo desatado es consecuencia del suero; o bien, tras comprobar que la invisibilidad le dispensa de vigilancia y castigo, pierde sus inhibiciones y se comporta tal cual siempre ha sido en realidad. Si el guion (escrito por Andrew W. Marlowe) hubiera aspirado a algo más que al terror, el sadismo y la exhibición de efectos especiales (objetivos estos que satisface sobradamente), El hombre sin sombra sería hoy algo más que una curiosidad y un entretenimiento efectivo que quiere tomarse a sí misma en serio… pero que no lo consigue (el desenlace en el pozo del ascensor, por ejemplo, cae en una hipérbole tan absolutamente inverosímil que funciona como una autoparodia).
En cuanto al reparto de actores, todos ellos son nombres sólidos aunque no brillantes. Kevin Bacon contaba con un Globo de Oro y un Premio del Sindicato de Actores; y Elisabeth Shue y Josh Brolin habían sido nominados al Oscar por otros trabajos. Incluso los secundarios son actores de carácter que habían realizado buenas intervenciones en otras películas. Sin embargo (quizá con la excepción de Greg Grunberg), todos ellos están deslucidos, probablemente porque el guion les obliga a dar a sus respectivos personajes unos giros que no vienen justificados por la lógica o las motivaciones inicialmente establecidas para ellos. Incluso a Bacon, un actor con presencia y muy veterano, se le ve algo despistado y excesivo. Dado que, como he dicho, son profesionales sólidos, es difícil pensar que todos ellos estén por debajo de sus capacidades por mera casualidad en la misma película, por lo que el problema reside sin duda en la dirección, el guion o la edición. O en todo ello a la vez.
El hombre sin sombra no es una película recomendable para fans de la obra de Wells o de las viejas cintas de terror de la Universal. Tampoco para quienes habitualmente gusten de los actores participantes en ella. Lejos de satisfacer el potencial que brindaban el concepto, el reparto y el presupuesto, acaba siendo una cinta cuyo único mérito es ofrecer sobresalientes efectos especiales y un entretenimiento eficaz (si no se tienen problemas, claro, para encajar la violencia y actitud adolescente hacia el sexo de Verhoeven).
Aunque la película fue maltratada por los críticos, su éxito en taquilla hizo inevitable una secuela. Estrenada en 2006, dirigida por Claudio Fäh y con Christian Slater heredando el personaje del hombre invisible, fue tan barata que los efectos de transformación se editaron a partir de los de la primera parte. Su evidente carencia de medios la llevó al lanzamiento directo a video.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.