Algunos eventos singulares y la campaña electoral han revuelto nuevamente el tema de la muerte digna. A la vez, han retornado sintagmas vulgares como una muerte de perro, una mala muerte, un lugar para caerse muerto.
El caso del marido que ayuda a morir a su mujer, quien le ha pedido que lo hiciera, puede preocupar a cualquier penalista. ¿Hay delito de auxilio al suicidio o hay un conflicto de bienes jurídicos entre una vida indigna y la muerte digna? En derecho, el llamado estado de necesidad puede disolver la presencia de un delito. Dos náufragos aferrados a una tabla de salvación que sólo soporta a uno solo, cada cual por su lado pueden matar sin ser punibles por homicidio.
Pero, aviso de peligro, estas líneas no pretenden ser jurídicas. Apuntan a otra cosa, más sencilla y más tremenda: el don de la vida. Se lo ha mostrado reluciente como si tuviese un solo costado, con lo cual se lo falsea. Don es aquello que se nos da gratuitamente. Y, en efecto, a nadie se le pide un precio por el hecho de haber nacido. Pero –y aquí viene la sombra que permite tanta luz– tampoco a nadie se le pregunta si quiere nacer. Esta cuestión es absurda ya que antes de la concepción no hay nada ni nadie que se parezca a un sujeto. No tenemos la libertad de decidir no haber nacido y filósofos hay que, como Émile Cioran, hacen de esta esquina tan peligrosa el eje de la existencia humana. En efecto, no podemos decidir no nacer y el nacimiento nos lanza a una vida llena de gozos, placeres, dolores, enfermedades, decrepitud y muerte.
En este espacio podemos situar la pregunta derivada de la anterior: ¿tenemos la libertad de evitar la vida? Más crudamente: ¿tenemos derecho al suicidio, asistido o desasistido? A los que subrayan el carácter donativo de la vida habrá que recordarles que con ella se nos da la muerte. Estamos vivos porque hemos de morir y si nadie puede escoger no nacer tampoco puede elegir no morir.
El tejido del asunto es complejo y está zurcido de paradojas por todas partes. Nos abriga según su espesor y el frío que haga afuera. Si es cierto que la vida se nos impone, no menos cierto es que en ella, únicamente en ella, podemos ejercer nuestra libertad. Dicho más vistosamente: estamos obligados a ser libres, por narices o por lo que sea. Y entre nuestras libertades, la de vivir dignamente y morir dignamente alcanzan categoría esencial pues son la faz y la contrafaz de nuestra realidad. La misma realidad es la de quien cree que todo esto es obra de Dios o de la naturaleza o de ambos que son lo mismo o de sabemos quién ni qué ni demonios que me importe. Es entonces cuando la vida, que es gratuita, oh paradoja, cobra un precio, el que nos piden y nos deben los demás. La vida en común sería imposible sin estas deudas y estos créditos, que no debemos ni nos deben Dios ni la naturaleza, sino nuestra pobre y preciosa condición humana.
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