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Fútbol, cultura de masas y populismo

Cualquier antropólogo les podrá hablar del uso de los deportes como factor de cohesión dentro de la sociedad. El ser humano disfruta enormemente con el juego, y por otro lado, los beneficios saludables de la actividad física acentúan el lado positivo de un encuentro deportivo.

Sin duda, nos sentimos felices viendo o haciendo deporte. Eso es un hecho. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando descubrimos el lado oscuro de los macroeventos deportivos? Y no me refiero aquí a especulaciones inmobiliarias y urbanísticas, a delitos fiscales de este o aquel personaje, a prebendas políticas o a guerras en las cadenas televisivas para hacerse con los derechos de retransmisión. Tampoco es relevante en este caso el empleo frecuente ‒y lamentable‒ que se ha hecho de esos eventos como cortina de humo, como elemento propagandístico o como banderín de enganche político.

La cuestión que realmente importa es si esta pasión deportiva ‒básicamente, la protagonizada por el fútbol‒ se ha desbordado hasta convertirse en algo que puede deshumanizarnos, o hacernos caer en un indeseable esquema de manipulación.

Obviamente, no todos los significados que el fútbol encierra son negativos ‒ni mucho menos‒, y tampoco es razonable caricaturizar a los aficionados, identificando a todos los hinchas, en su mayoría pacíficos, con los hooligans o con esos radicales que ven en un partido la metáfora perfecta de una guerra. Sin embargo, es interesante comprender qué derivas oscuras puede tener esa obsesión futbolística. Qué peligros encierra y que demonios ocultos puede sacar a la luz.

En uno de los libros más notables y optimistas que se han dedicado a esta afición, Fiebre en las gradasNick Hornbyreconoce un detalle perturbador: «He terminado por disfrutar ‒dice‒ de la miseria que me produce el fútbol. (…) He pasado tanto tiempo muerto de frío, aburrido, desdichado, que cuando el Arsenal juega realmente bien me siento leve pero inconfundiblemente desorientado, aunque eso no debería haberme preocupado en modo alguno, porque todo lo que sube tiene que bajar».

Aquí Hornby nos da la pauta. No es posible hablar de este asunto sin entender que refleja algo similar a un fervor religioso.

Lo normal en ciertas conversaciones ‒digámoslo así‒ “intelectuales” sobre fútbol es que se apele a cualquier cosa menos a lo intelectual. En estos casos, hablamos de los sentimientos que derivan de una pasión romántica, cultivada desde la más tierna infancia. Hablamos también de esas tardes agarrados de la mano de papá, camino del partido, o de la idea de comunidad y fraternidad que nos inspira un proyecto “ilusionante”.

Todos ellos son asuntos vinculados a un sentimentalismo populista. En realidad, sólo la llamada a los instintos más primarios e irresistibles del ser humano puede explicar este fenómeno. Un fenómeno que, al fin y al cabo, apela a nuestra irracionalidad, sacando de la ecuación al pensamiento crítico.

En la introducción a El cine y la músicaAdorno establece una clara diferencia entre cultura popular y cultura de masas. Mientras que la primera se sustenta en el arte espontáneo que surge de las costumbres y aficiones naturales del pueblo, la segunda es difundida por el poder establecido –ya sea un poder social, económico o político—: «En la era industrial avanzada ‒escribe‒, las masas no tienen más remedio que desahogarse y reponerse como parte de la necesidad de regenerar las energías para el trabajo que consumieron en el alienante proceso productivo. Esta es la única base de la cultura de masas. En ella se cimenta la poderosa industria del entretenimiento que siempre crea, satisface y reproduce nuevas necesidades».

Como se ve, la empresa y el espectáculo futbolístico ‒no el fútbol como deporte amateur, que es o debería ser algo muy distinto‒ apela a un sentimiento profundo, y asimismo a una cultura heredada de padres a hijos. Por desgracia, lo que se legitima en muchas ocasiones es, simplemente, un fanatismo heredado.

Todo ello, claro, tiene un origen. Hay quienes lo achacan a ese momento en que los obreros luchaban por mejorar su situación, y conquistaron más libertad al hacerse con horas de ocio y esparcimiento. Pero como ahora veremos, una cosa es conseguir tiempo libre y otra muy diferente es qué hacer con ese tiempo libre, hasta el punto de que el tiempo libre se convierta, de forma paradójica, en otro sometimiento voluntario.

Los historiadores de la vida cotidiana conocen bien el modo en que ciertos deportes han servido como instrumentos de cohesión social, como herramientas de adoctrinamiento e incluso como claves en una estrategia más sutil. Así, tras la revolución industrial, la creación de clubes deportivos sirvió para apaciguar otro tipo de pasiones políticas, y por qué no decirlo, para prevenir la conflictividad que surgía en las tabernas o en otros espacios de encuentro.

Siguiendo el ejemplo de los primeros equipos asociados que aparecieron desde 1848 en el ámbito universitario y escolar británico, los industriales y propietarios de minas del Norte de Inglaterra crearon clubes futbolísticos con ese propósito. Fue este un proceso que se impulsó de forma aún más decidida desde que Ebenezer Cobb Morley (1831-1924) planteó en 1863 la necesidad de una asociación de clubes, y por consiguiente, la conveniencia de una liga competitiva y bien organizada.

Este intercambio entre la escuela e la industria se advierte en clubes pioneros, como el Stoke City Football Club (que antes se llamó Stoke Ramblers Football Club), formado en 1863 por antiguos alumnos de la Charterhouse School cuando eran aprendices en el Ferrocarril de North Staffordshire (en la actualidad, Stoke-on-Trent Metropolitan Area).

A partir de ese proceso histórico, hay analistas que justifican el surgimiento de los clubes deportivos a partir del afán de control por parte del sistema productivo de la época. Otro autores, en cambio, defienden el ocio de masas y ensalzan la globalización de las oportunidades.

En la revista Historia y Comunicación Social (UCM, vol. 17, 2012), José María Báez y Pérez de Tudela escribe lo siguiente refiriéndose al Real Madrid: «El tiempo libre que dejaba el trabajo permitía dedicar el domingo a actividades de ocio. Así se explica la inauguración (…) del Stadium Metropolitano el 13 de mayo de 1923. La nueva instalación era un ejemplo de las nuevas tendencias urbanísticas que dominaban en la ciudad, uniendo transportes, viviendas y espectáculos. Su origen hay que buscarlo unos años antes. El 17 de octubre de 1919, se había inaugurado la primera línea de metro con el trayecto Sol- Cuatro Caminos. La empresa constructora era la Compañía Metropolitano Alfonso XIII. Como la entidad no conseguía amortizar la inversión con la venta de billetes, logró la concesión para construir viviendas en la Avenida de Reina Victoria, aledaña a Cuatro Caminos. Se constituyó la Compañía Urbanizadora Metropolitana que levantó el gran campo de deportes, con suelo de hierba, al final de dicha vía. Su vinculación con la sociedad constructora del suburbano es la que explica su denominación de Stadium Metropolitano. El nuevo coliseo serviría para aumentar los ingresos de una empresa que diversificaba cada vez más sus actividades y que ahora entraba en el sector del ocio de masas».

Sin duda, el fútbol puede ser analizado con una mirada mucho más amable, pero si nos adentramos en sus aspectos menos gratos ‒disturbios, enfrentamientos, corrupción, instrumentalización política y social‒, el marco de referencia cambiará, y seguramente también lo hará nuestra opinión. En su novela Un mundo feliz, Aldous Huxley imagina una sociedad donde, entre otras cosas, se prohíbe el amor por la naturaleza. Contemplar paisajes aún es gratuito, y no aporta nada útil al entramado social de producción. Por eso mismo, se obliga a las masas a disfrutar de deportes que exijan algún gasto, bien sea por tener que comprar utensilios para su práctica, o bien sea porque se hace necesario el uso de medios de transporte para ir a las zonas de juego.

Huxley no solo intuyó la conversión de la sociedad en un conjunto de ciudadanos utilitarios, sino que también supo atisbar la felicidad que nos proporciona una «esclavitud» que nos libere de preocuparnos por darle un sentido profundo a la existencia. Así se constituye eso que llamamos la “masa”.

Usaré aquí el término “masa” con el sentido que le dio Ortega y Gasset.  Así, “masa” será todo aquel que, sabiéndose vulgar, no se angustia al reconocerse idéntico a los demás. No tiene curiosidad por saber más, carece de proyectos personales y se deja llevar por la corriente social. Su psicología es la del niño mimado, preocupado sólo por su bienestar e ingrato con las causas de éste. Alguien que, en el fondo, no acepta supeditarse a moral alguna.

Para que prospere un sistema como el actual, basado en potenciar y legitimar los instintos más primarios, se requiere más que nunca una masa absorta, descreída y sin valores morales (De nuevo, aclararé que no todos los abonados a un club son así, pero la tendencia va en esta dirección).

Dice Juan José Sebreli en su libro La era del fútbol que «quienes sólo ven en el deporte lo que efectivamente es, una poderosa industria, un medio de conseguir fabulosas ganancias, supieron aprovechar la publicidad gratuita de los candorosos populistas empeñados en mostrar el fútbol como cultura, para sacar mayores ventajas económicas de su negocio. […] El hincha tiene una necesidad alienada de algo que, por no habérsele dado aún otra denominación seguimos llamando “cultura”, “conocimiento”, y que en realidad no es sino algo de qué hablar. […] Lejos de ser perezoso, el fanatismo futbolístico exige un esfuerzo y una voluntad considerable, casi tanto como haría falta para ocuparse de estética, de economía política, de filosofía o de historia de las civilizaciones. Pero precisamente ese esfuerzo se hace como una forma de defensa contra todo tipo de indagación que busque una respuesta a los problemas del hombre. Es, al fin, una forma de adiestramiento para alejarse de sí mismo, para no dudar, no criticar, no discutir, no pensar. El populismo idealiza a las masas con el único fin de adularlas y mantenerlas en la conciencia más elemental. En lugar de promover que esa conciencia se eleve hasta las formas más complejas de cultura, el populismo vacía la cultura y la convierte en un consumo más de las masas».

«Puede hablarse del fútbol ‒añade Sebreli‒ como un juego, como una actividad libre, como una forma de comunicación interhumana, en tanto es practicado por muchachos de barrio, en un terreno baldío, con pasto, flores silvestres y fondo de cielo. Cuando la zona agreste, con cierto aire de paisaje romántico, se transforma en el estado de cemento, un lugar significativamente parecido a un campo de concentración –con alambrados de espino, púa, focos, altoparlantes, guardianes armados, perros de policía, carros hidrantes, gases lacrimógenos, y coches celulares—, el juego liberador se ha transformado en el deporte represivo».

He aquí la clave. La conversión del deporte de masas no en una práctica, sino en una actitud pasiva más que añadir a la larga lista del ocio vacío con que la gente intenta olvidar que está viva.

Al tiempo que el aficionado apenas encuentra tiempo para tocar una pelota, se convierte en espectador pasivo durante largas horas, proyectándose en el jugador profesional que, así, adquiere categoría de ídolo: «De este modo, el hincha niega simbólicamente la impotencia, la imposibilidad de actuar a que lo somete la sociedad y se satisface con las acciones ajenas. […] La transformación de la actividad de las masas en la mera contemplación pasiva del espectáculo organizado por grandes corporaciones, ha sido analizada por Guy Debord. ‘Toda la vida de las sociedades donde rigen las condiciones modernas de producción –afirmaba—se anuncia como una inmensa acumulación de espectáculos. Todo lo que antes se vivía directamente se aleja ahora en una representación'».

Y mientras se insiste en el fútbol como deporte “democrático”, lo único que aquí se democratiza es una deshumanización que es compartida durante el tiempo que dura el partido y que se prolonga en la banalización de las conversaciones. «El deporte en el sentido de espectáculo de masas –decía Lewis Mumford—sólo aparece cuando una población ha sido ejercitada, regimentada y deprimida a tal punto que necesita cuanto menos una participación por delegación en las proezas donde se requiere fuerza, habilidad, heroísmo, a fin de que no decaiga por completo su desfalleciente sentido de la vida».

La alienación aquí es total, ya que el aficionado se apasiona por el fabuloso negocio de su club preferido, del que él por supuesto no recibirá ningún beneficio, ni siquiera en el caso de ser socio. Lo que importa es sólo el resultado de cada encuentro, y por consiguiente, el desarrollo económico del club. La calidad del juego es cada vez más secundaria, porque en esta competencia simbólica lo que se traduce es algo mucho menos saludable.

El interés por las cualidades del espectáculo en sí desaparece. Sólo queda el debate en torno a los comentarios de la prensa y la charla con otros aficionados. Las reacciones se inducen aquí con un mecanismo similar al de esas telecomedias en las que se incluyen risas enlatadas.

Sebreli considera que el fútbol es un instrumento compensatorio. Su objetivo es disfrazar el vacío e impedir que el individuo se enfrente al sinsentido que es su vida: «Los industriales del consumo extraen beneficios del aburrimiento, una de las peores plagas de la sociedad actual, llenando con sus burdos productos, entre ellos el fútbol, el tiempo vacío de las masas; pero las diversiones que proponen, por ser inactivas y no creadoras, provocan más aburrimiento aún, y exigen en forma acuciante más novedades, y más excitantes, lo que lleva a agregar al espectáculo deportivo el estímulo de la violencia».

Sin duda, este fenómeno se ha dado con gran intensidad en sistemas totalitarios, tanto de un signo como de otro, pero no devemos olvidar que también prospera en nuestras sociedades modernas. El ocio es parte del sistema consumista, otra actividad productiva en cuanto que es igualmente alienante y preparatoria para soportar las insatisfacciones de la actividad laboral. «Por otra parte ‒nos dice Sebreli‒, la comunicación emocional que se produce en el fútbol sirve para ocultar un mundo donde las tensiones sociales dividen brutalmente a los hombres. (…) No hay más patronos ni obreros, ni dirigentes ni dirigidos, sólo hay partidarios de Boca o de River».

La distracción constante, así entendida, lleva a una forma de esclavitud mental. Esto es, a depender de impulsos externos y confundirlos con auténticas motivaciones internas.  Decía Adorno que no son las masas de oprimidos las que extienden la estupidez, sino que es la opresión sobre las masas la que estupidiza. Quizás sea necesario que las cadenas de la evasión se aprieten aún más para que el ser humano, abrumado por esa constante superficialidad, busque por fin una salida en su vida interior.

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Rafael García del Valle

Rafael García del Valle es licenciado en Filología Hispánica por la Universidad de Salamanca. En sus artículos, nos ofrece el resultado de una tarea apasionante: investigar, al amparo de la literatura científica, los misterios de la inteligencia y del universo.