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«Tropas del espacio» (1959), de Robert A. Heinlein

A finales de 1941, Estados Unidos entró en la Segunda Guerra Mundial y, aunque la revista Astounding Science Fiction continuó publicándose y ofreciendo futuros clásicos de la ciencia-ficción, Robert A. Heinlein no participó en ella. Durante el conflicto, trabajó como ingeniero aeronáutico para la Estación Aeronaval Experimental de Filadelfia, donde ayudó a diseñar plásticos para aviación y un traje presurizado de gran altitud, precursor de los que más adelante llevarían pilotos y astronautas. En todos esos años abandonó la escritura y al terminar la guerra, se replanteó por completo su carrera.

Por una parte, los acontecimientos vividos durante la contienda le animaron a escribir artículos y ensayos políticos, que combinó con relatos de ciencia ficción para cabeceras de gran tirada, como el Saturday Evening Post.

Fue, de este modo, el primer escritor de ciencia ficción que consiguió escapar del mal considerado mundo de las revistas pulp. Se involucró también en el proyecto cinematográfico llamado a despertar al cine de ciencia ficción de su letargo: Con destino a la luna, basada parcialmente en su novela Cohete Galileo (1947). Escribió el guión y está acreditado como consultor técnico de la misma. También en los cincuenta, y a raíz de su creciente popularidad, empezaron a publicarse en formato libro algunos de los cuentos y novelas cortas incluidos en su Historia del futuro y aparecidos originalmente en Astounding Science Fiction, como Los hijos de Matusalén (1958) o El hombre que vendió la luna (1950).

Siguió serializando algunas de sus novelas en revistas pulp como Galaxy Science Fiction (Amos de títeres, 1951), Astounding (Estrella Doble, 1956) o Fantasy Science Fiction (Puerta al verano, 1956) al mismo tiempo que entregaba anualmente un libro de ciencia ficción juvenil para la editorial Charles Scribner’s Sons, para ser publicada –siempre con éxito‒ a tiempo para la campaña de ventas navideñas.

Durante diez años, desde 1947 a 1958, Heinlein entregó puntualmente su novela anual: Cohete Galileo, Cadete del espacio, Planeta rojo, Granjero del espacio… hasta llegar a la que debía ser la decimotercera de la serie, Tropas del espacio.

Esta vez el editor la rechazó por considerarla demasiado violenta y adulta para lectores adolescentes. Seguramente, tampoco gustó la forma vehemente en la que Heinlein expresaba sus ideas políticas.

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Cada año, Heinlein trataba de presentar en estos libros material más arriesgado (como las armas de fuego para adolescentes en Planeta rojo), y cada año tenía que librar una batalla con el editor para dirimir lo que cada parte consideraba apto para un público juvenil o incluso infantil. Tropas del espacio supuso el final de la relación entre Heinlein y Scribner´s. Envió el relato a la revista Fantasy and Science Fiction, donde lo serializaron encantados entre octubre y noviembre de 1959 bajo el título Soldado del espacio. Finalmente, fue la editorial Putnam la que lo editó en formato de libro en 1960.

Tropas del espacio le valió a Heinlein su segundo Premio Hugo, pero también la reputación de militarista e incluso fascista. Marcó también el comienzo de lo que habitualmente se considera la tercera y más madura fase de su bibliografía. Hasta entonces, su enfoque había consistido en asumir conceptos típicos del género, como la space opera, y o bien perfeccionarlos, o bien subvertirlos para mostrar las contradicciones inherentes a los mismos y extraer de ellas nuevas ideas.

Sus historias no estaban pobladas por los personajes ramplones y aburridos tan comunes en la literatura pulp de los primeros tiempos de la ciencia-ficción, sino que eran individuos verosímiles inmersos en situaciones igualmente plausibles con los que el lector podía identificarse. Heinlein no sólo era un escritor de ideas y aventuras, sino también de emociones.

Pero a partir de Tropas del espacio, fijó su propia dirección con novelas no sólo más personales y complejas, sino también más estridentes desde el punto de vista ideológico, volviendo una y otra vez sobre ciertos aspectos como la importancia de la libertad individual (concebida dentro del modelo liberal estadounidense), la desconfianza hacia el gobierno y, al mismo tiempo, cierto fetichismo por la figura de autoridad; la política, el sexo, la religión, las relaciones entre géneros y del mundo civil con el militar.

En el futuro imaginado por Heinlein para esta novela, la Tierra está integrada en la Federación Terrana, un sistema de gobierno regido por una élite militar y en el que sólo los veteranos del ejército disfrutan de una ciudadanía completa, incluido el derecho al voto. Es más, los puestos más importantes del gobierno están reservados para veteranos, asumiendo que su adiestramiento, experiencia militar y demostrada capacidad de sacrificio les han preparado mejor para el servicio público que a meros civiles. Puede que esto suene a distopia, pero para Heinlein era un futuro utópico. Describe a los líderes militares de la Federación como los hombres más sabios de la historia de la Humanidad y al sistema como aquel que ha conseguido brindar a nuestra especie el periodo más luminoso, libre y próspero, incluida la gran mayoría de los que no han querido prestar el servicio militar y que por tanto no pueden votar, pero cuyos otros derechos están perfectamente protegidos por el gobierno.

Por otro lado, aunque este sistema de gobierno ha resuelto la mayoría de los problemas domésticos de la Tierra, no ha eliminado el peligro derivado del contacto con otros seres inteligentes de la galaxia. Por tanto, mantener un ejército listo para la acción es crucial y aquellos que se alistan tienen múltiples oportunidades para demostrar su coraje y heroísmo cuando estalla una guerra cataclísmica entre los hombres y una especie alienígena aracnoide a la que los soldados se refieren despectivamente como chinches.

En ese contexto, la novela traza un recorrido por la educación militar de Juan Rico, que además de protagonista ejerce de narrador. Rico es hijo de un acaudalado empresario –que no ciudadano en los términos descritos más arriba‒, caprichoso y con un carácter lo suficientemente débil como para dejarse arrastrar por sus amigos del instituto, Carl y Carmen. Éstos, tras graduarse y seducidos por las lecciones de filosofía moral de su profesor Dubois, un antiguo veterano, deciden alistarse. Rico hace lo mismo llevado tanto por la ingenuidad como por cierto espíritu de rebeldía contra su padre. Sin embargo, sus dotes intelectuales no están a la altura de las de sus compañeros.

Mientras que Carl es admitido en investigación y desarrollo y Carmen comienza su adiestramiento como piloto, Rico no consigue nada mejor que entrar en la Infantería Móvil, que muchos consideran el estamento más bajo y peligroso del ejército, pero que la novela presenta como el corazón del mismo, y aquel destino en el que el servicio militar alcanza sus mayores cotas de honor, sacrificio, heroísmo y espíritu de grupo.

El relato va siguiendo la trayectoria vital, emocional y castrense de Rico, primero en el campamento de adiestramiento, luego en la Escuela de Candidatos a Oficiales (ECO). En ese proceso y en las batallas en las que participa en diferentes planetas, Rico aprenderá el espíritu y el valor del militarismo.

Tropas del espacio es, básicamente, una llamada a las armas, un recordatorio de que algunos enemigos sólo pueden ser derrotados por la fuerza, y que cualquier sociedad que espere no ya conservar su libertad sino simplemente sobrevivir, debe estar preparada para aplicarla: “A cualquiera que se aferre a esa doctrina históricamente falsa, e inmoral por completo, de que la violencia jamás resuelve nada, yo le aconsejaría que conjurara a los fantasmas de Napoleón Bonaparte y del Duque de Wellington, y les dejara discutirlo. El fantasma de Hitler podría ser el árbitro (…) La violencia, la fuerza bruta, ha arreglado más cosas en la historia que cualquier otro factor, y la opinión contraria constituye el peor de los absurdos. Los que olvidan esta verdad básica siempre han pagado por ello con su vida y su libertad”.

De hecho, la novela niega el instinto moral o la bondad inherente al ser humano, presentando una visión de la vida seudo-darwiniana, como una lucha de la que emergerá victorioso el más fuerte: “O bien nosotros nos expandimos y borramos a las Chinches, o ellas aumentan en número y nos borran, porque ambas razas son fuertes e inteligentes, y desean el mismo espacio vital».  A continuación, propone que la única moralidad válida es aquella que asegura la supervivencia: “El hombre no tiene instinto moral. No nace con sentido moral. (…) Nosotros adquirimos el sentido moral, si es que lo adquirimos, mediante el adiestramiento, la experiencia y el sudor de la mente (…) ¿Qué es el sentido moral? Es una elaboración del instinto de supervivencia. El instinto de supervivencia está en la misma naturaleza humana, y todo aspecto de nuestra personalidad deriva de él. Todo lo que entra en conflicto con el instinto de supervivencia actúa, más pronto o más tarde, para eliminar al individuo, y por tanto deja de aparecer en las generaciones futuras (…) Es el imperativo eterno que controla todo lo que hacemos. Pero el instinto de supervivencia puede cultivarse en motivaciones más sutiles y mucho más complejas que el instinto ciego y brutal del individuo por seguir vivo (…) La supervivencia puede tener imperativos más fuertes que los de la suya personal. La supervivencia de su familia, por ejemplo. O de sus hijos, cuando los tenga. O de su nación si seguimos ascendiendo por la escala. Una teoría científicamente comprobable de los valores morales debe estar arraigada en el instinto de supervivencia del individuo, ¡y en nada más!”.

Por tanto, con el fin de garantizar la supervivencia no sólo individual sino colectiva y a todos los niveles, Heinlein urge a los americanos a acumular mayor poder militar y así tener más garantías de sobrevivir en su inevitable competición contra enemigos despiadados como los comunistas soviéticos o los chinos. Esta filosofía es deudora, evidentemente, de la época en la que vivió el autor. Su descripción del futuro era una crítica a la a su entender deficiente política del gobierno norteamericano en la década de los cincuenta, una política que él estimaba dejaría a Estados Unidos incapaz de ganar la Guerra Fría. Aunque Tropas del espacio no es tan abiertamente anticomunista como Amos de títeres (1951), sí tiene carácter de respuesta política a un gobierno que Heinlein tachaba de blando y complaciente ante un potencial ataque comunista.

Sin embargo, esta crítica al gobierno de su país va más allá de posicionarse a favor de un ejército fuerte.

Heinlein sugiere que la sociedad norteamericana ha criado una generación de jóvenes caprichosos e indisciplinados. Al principio de la novela, se nos presenta al señor Dubois, profesor de Historia y Filosofía Moral en el instituto de Rico, antiguo veterano y sosias del propio Heinlein, que utiliza este personaje como vehículo para articular sus ideas. En los años cincuenta existía una auténtica preocupación por la extensión sin precedentes de la delincuencia juvenil, algo que Heinlein recoge en palabras de Dubois a la hora de abordar el tema del castigo en el contexto más amplio de la caída de la democracia americana y su sustitución por la meritocracia militar: “Volvamos a esos criminales juveniles. Los peores eran algo más jóvenes que ustedes, los de esta clase, y con frecuencia habían empezado de niños su carrera fuera de la ley. Los chicos eran capturados a menudo. La policía los arrestaba a puñados a diario. ¿Les reñían? Sí, y a veces con severidad. ¿Les frotaban el morro en lo que habían hecho? Raras veces. La prensa y los organismos oficiales solían mantener sus nombres en secreto; en muchos lugares, así lo exigía la ley para los criminales menores de dieciocho años. ¿Les pegaban? ¡Por supuesto que no! A la mayoría no les habían pegado ni de niños. Había una teoría, y muy extendida, según la cual los golpes, o cualquier castigo que supusiera dolor, causaban al niño un daño psíquico permanente”.

Así que, ¿cuál es la solución? Dubois detalla las virtudes de los latigazos y otras formas de castigo corporal como forma de rectificar el comportamiento de esos muchachos: “El castigo corporal en las escuelas estaba prohibido por la ley. Los azotes, como sentencia de un tribunal, sólo se permitían en una pequeña provincia, Delaware, y únicamente por algunos crímenes, y rara vez se llevaban a efecto. Estaban considerados como un castigo «cruel y extraordinario». No comprendo esas objeciones al castigo «cruel y extraordinario». Aunque un juez haya de ser benévolo en sus propósitos, su sentencia ha de hacer que el criminal sufra o no hay castigo, y el dolor es el mecanismo básico, innato en nosotros merced a millones de años de evolución, que nos salvaguarda al avisarnos de que algo amenaza nuestra supervivencia. ¿Por qué ha de negarse la sociedad a utilizar un mecanismo de supervivencia tan altamente perfeccionado? Sin embargo, ese período estaba dominado por las teorías seudopsicológicas y precientíficas”.

El propio Heinlein parece respaldar esta sugerencia, aunque bien podría interpretarse como ironía al comparar Dubois este método de castigo con la educación de un cachorrito que se orina en la casa. En el curso de ese revelador discurso, Dubois contextualiza su apoyo a los castigos físicos negando la existencia de derechos inalienables, explicando que la delincuencia juvenil se da porque la sociedad anima a sus muchachos a exigir sus derechos cuando lo que debería enseñarles es a cumplir con sus obligaciones. “Ah, sí, «los derechos inalienables». Cada año hay alguno que cita esa poesía magnífica. ¿La «vida»? ¿Qué derecho a la vida tiene un hombre que se está ahogando en el Pacífico? El océano no se apiadará de sus gritos. ¿Qué «derecho» a la vida tiene el hombre que debe morir si ha de salvar a sus hijos? Si él prefiere salvar la suya, ¿lo hará por cuestión de «derechos»? Si dos hombres están muriéndose de hambre y el canibalismo es la única alternativa frente a la muerte, ¿a cuál de los dos pertenece ese «derecho inalienable»? ¿Y es de verdad un «derecho»? En cuanto a la libertad, los héroes que firmaron aquel gran documento se comprometieron a comprar la libertad con su vida. La libertad jamás es inalienable; debe redimirse con regularidad con la sangre de los patriotas, o se pierde para siempre. De todos los llamados «derechos humanos naturales» que se han inventado, la libertad es el más caro, desde luego, y jamás será gratuito.

“Y respecto al tercer derecho, la «búsqueda de la felicidad», en realidad sí es inalienable, pero no un derecho; es, sencillamente, una condición universal que los tiranos no nos pueden arrebatar, ni los patriotas restaurar. Tanto si me meten en una celda como si me queman en la hoguera o me coronan rey, yo puedo seguir «buscando la felicidad» mientras mi cerebro viva; mas ni los dioses, ni los santos, ni los sabios, ni las drogas sutiles pueden asegurar que la consiga”.

Para Dubois-Heinlein, por tanto, no hay derechos universales. Lo único verdaderamente universal es el cumplimiento del deber, la base de cualquier sociedad que pretenda funcionar y perdurar: “La base de toda moralidad es el deber, un concepto con la misma relación con respecto al grupo que el interés egoísta tiene con respecto al individuo”. Admite que las blandas sociedades democráticas del pasado eran admirables en algunos aspectos, pero también que su incapacidad para hacer que sus miembros comprendieran y asumieran la necesidad de cumplir con el deber, las condenó a desaparecer: “Los gamberros que asolaban las calles eran síntomas de una grave enfermedad; sus ciudadanos (todos eran ciudadanos entonces) glorificaron su mitología de los derechos… y se olvidaron por completo de sus deberes. Ninguna nación asi constituida es capaz de perdurar”.

La debilidad y declive morales de la sociedad del siglo XX culminó en una confrontación apocalíptica entre las potencias mundiales, seguido de un colapso casi absoluto de los sistemas políticos y sociales existentes hasta el momento. Resulta interesante que Heinlein, siempre preocupado por una posible Tercera Guerra Mundial, optara en la novela, por situarla en 1987 y que sus contendientes no fueran los previsibles Estados Unidos y la Unión Soviética, sino, por un lado, la Alianza Ruso-Anglo-Americana y, por otra, la Hegemonía China. Esta visión no diluye la advertencia anticomunista del libro, porque las hordas de chinos representan para el autor una amenaza todavía más pesadillesca que los soviéticos.

De hecho, la sociedad de los Chinches, estructurada como una mente colmena con segregación entre cerebros, obreros y soldados remite a las ideas que en Occidente se tenían sobre China y Heinlein no duda en establecer un paralelismo: “Cada vez que matábamos mil Chinches a costa de un I.M (Infantería Móvil) era como una victoria para ellos. Nosotros aprendíamos, ¡y a qué precio!, cuán eficiente puede ser un comunismo total si lo utilizan gentes adaptadas realmente a ello merced a la evolución. A los comisarios Chinches no les importaba más el perder soldados que a nosotros emplear municiones. Tal vez hubiéramos podido preverlo estudiando las derrotas que la Hegemonía china infligió a la Alianza ruso-angloamericana; sin embargo, el problema con esas «lecciones de la historia» es que generalmente se leen mejor después de haber caído de bruces”.

A comienzos de los cincuenta, Heinlein y su esposa viajaron alrededor del mundo. Para entonces, el escritor ya era afín a las teorías neomalthusianas y las políticas eugénicas, pero esa experiencia exacerbó todavía más su temor a la superpoblación y xenofobia. “El auténtico problema del Lejano Oriente no es que tantos de ellos sean comunistas, sino, sencillamente, que son demasiados”, escribió en 1954 para un libro de viajes (que se publicó póstumamente en 1992). Esas pesadillas fueron trasplantadas a Tropas del espacio en forma de la especie alienígena aracnoide.

No es ninguna sorpresa que los discursos de Dubois incluyan la inevitable crítica al marxismo, doctrina que caricaturiza con argumentos que denotan su ignorancia e ingenuidad al respecto. Por ejemplo, afirma que la teoría del valor y el trabajo planteada por el filósofo implica que el trabajo humano puede transformar cualquier cosa en cualquier otra, como una especie de alquimia: “Por supuesto, la definición marxista del valor es ridícula. Por mucho esfuerzo y trabajo que uno ponga en ello, jamás conseguirá convertir una tarta de barro en una tarta de manzana; seguirá siendo una tarta de barro, que nada vale. Y como corolario, el trabajo mal realizado fácilmente puede restar valor: un cocinero sin talento puede transformar unas manzanas frescas y valiosas en algo incomible, que nada vale. Y a la inversa, un gran chef es capaz de realizar, con esos mismos materiales, algo de valor superior a la tarta de manzana ordinaria, sin más esfuerzo que el que realiza un cocinero vulgar para preparar un postre corriente. Estos ejemplos de cocina tiran por tierra la teoría marxista del valor, su falacia de la que se deriva ese gran fraude que es el comunismo, e ilustran la verdad de la definición que se mide en términos de uso, tan de sentido común”.

En general, Heinlein (o al menos Dubois) confunde la descripción que Marx hacía del capitalismo con las posturas del propio pensador, y dada esta radical malinterpretación de sus ideas, no es de extrañar que lo describa como “ese viejo místico del Das Kapital, torturado, confuso y neurótico, anticientífico e ilógico, ese fraude pomposo llamado Karl Marx, tuvo con todo la intuición de una verdad muy importante. Si hubiera tenido una mente analítica, tal vez hubiera formulado la primera definición adecuada de «valor», y le habría ahorrado muchísimo sufrimiento a este planeta”. Por otra parte, al margen de esta caricatura del marxismo, Heinlein no tiene nada que decir acerca de la economía que rige en su utopía oligárquica.

El entrenamiento militar de Rico es físicamente muy duro y psicológicamente riguroso. Exige de todos los reclutas el tipo de agonía, sudor y devoción que, según Dubois, es lo que da valor a un acto: “Nada de valor es gratuito. Incluso el aliento vital, la respiración, se obtiene en el nacimiento mediante el esfuerzo y el dolor (…) Las mejores cosas de la vida están por encima del dinero; su precio es la angustia, el sudor y la dedicación, y el precio que exige la más preciosa de todas las cosas en la vida es la vida misma, el costo definitivo para el valor perfecto”. De hecho, varios reclutas mueren durante el adiestramiento y aquellos que desoyen la disciplina sufren severos castigos, incluyendo los latigazos frente al resto de sus compañeros. La educación de Rico incluye también abundantes dosis de adoctrinamiento, culminando en la declaración del mayor Reid, uno de los profesores de la ECO, en relación a que el gobierno de los veteranos del ejército es el mejor sistema político posible dado que aquéllos han aprendido, en su vida militar, a poner el bienestar del grupo por delante de su beneficio personal. “Puesto que la ciudadanía soberana es lo supremo en cuanto a autoridad humana, nos aseguramos de que todos los que la poseen acepten lo definitivo en cuanto a responsabilidad social. Exigimos que toda persona que desee ejercer el control sobre el Estado ponga en peligro su propia vida, y la pierda si es necesario, para salvar la vida del Estado. La máxima responsabilidad que un ser humano puede aceptar está así equilibrada con la autoridad suprema que un humano puede ejercer”.

Y si el sistema funciona, y además, es estable, es porque comprende la verdadera naturaleza del hombre y decide y actúa en consecuencia: “El hombre es lo que es: un animal salvaje con voluntad de sobrevivir y (hasta ahora) con la capacidad necesaria para enfrentarse a cualquier competencia. A menos que uno lo acepte así, todo lo que se diga sobre la moral social, la guerra, la política —lo que sea— es pura tontería. La moral correcta surge de saber lo que el hombre es, y no lo que a esas viejas solteronas, a esos hombres de buenas intenciones y deseosos de obrar bien, les gustaría que fuera”. Rico aprende bien esta lección, aceptando su siniestro mensaje sin cuestionarlo. Después de todo, Heinlein describe a los instructores de la ECO como capaces de demostrar sus puntos de vista mediante matemáticas y lógica simbólica.

Rico, de esta forma, termina su educación convertido en una auténtica máquina de matar, preparado para defender su planeta que –como los Estados Unidos, según opinaba el autor‒ está amenazado por múltiples enemigos que desean privarle de su riqueza y libertad. Los primeros y más letales, los alienígenas Chinches que, como los comunistas o los chinos, son también imperialistas.

Para Heinlein, sólo la disciplina militar podía contener y canalizar la tendencia humana a la supervivencia hacia un bien común, aunque aquí es precisamente donde sus argumentos tropiezan con contradicciones. Por una parte, presenta como principal valor de los militares la disposición a sacrificar el individuo en interés del colectivo, lo que, en realidad, les acerca bastante a los Chinches comunistas. Por otra parte, establece una inexistente diferencia entre la facilidad con la que los alienígenas sacrifican a sus soldados en aras de una meta común, y la disposición de los militares humanos a arriesgar las vidas que sean necesarias para rescatar a uno de los suyos que se encuentre en problemas. De hecho, sugiere que nuestra mayor fortaleza es “la convicción racial de que cuando un ser humano necesita ayuda nadie debe pensar en el precio. ¿Debilidad? Tal vez sea ésa la única fuerza que nos permita ganar una galaxia”. Sin embargo, Heinlein no explica como esta “convicción racial” puede aflorar en los individuos de una especie, la nuestra, que él mismo ha descrito como naturalmente inclinados a perseguir el interés particular. Tampoco explica cómo la moral militar de favorecer al grupo sobre el individuo casa con estar dispuesto a sacrificar pelotones enteros para rescatar a un solo soldado.

De hecho, Tropas del espacio es un libro plagado de aparentes contradicciones, muchas de las cuales surgen del conflicto entre la celebración de la disciplina militar que hace Heinlein y su adhesión al individualismo radical. Se podría incluso entender la novela como un gran esfuerzo por reconciliar estas perspectivas opuestas. Por una parte, repite una y otra vez que su filosofía individualista (esencialmente una versión del libertarismo) incluye tanto la responsabilidad como la libertad individuales. De esta forma, cada miembro de la sociedad es responsable de proteger la civilización de la que forma parte –y así, asegurar y perpetuar la libertad colectiva‒. Esta responsabilidad se ejerce de la forma más directa y total sirviendo en el ejército. Ahora bien, el ejército que contempla Heinlein para su futuro “utópico” difiere en buena medida no sólo de los que había en su tiempo, sino de los que tenemos en la actualidad.

En el siglo XX, los Estados Unidos se vieron obligados a reclutar a la fuerza soldados para las guerras que libraron, ya que los efectivos profesionales no eran suficientes para cubrir las exigencias de los conflictos. Esto fue así en la Guerra de Corea y Heinlein se mostró muy crítico con el desempeño de los conscriptos en el campo de batalla. Para él, el ejército ideal del futuro estaría compuesto exclusivamente por voluntarios. En la novela, éstos deben servir un periodo determinado de tiempo para ganarse la ciudadanía y el derecho al voto, pero por lo demás son libres de marcharse en cualquier momento, incluido justo antes de entrar en batalla, sin otra consecuencia que perder aquel derecho. Más aún, los latigazos y otros castigos que algunas veces son aplicados a aquellos que no cumplen con su deber, pueden evitarse simplemente renunciando antes de recibirlos. Aquellos que los aceptan, en cambio, expresan de forma inequívoca su vocación de servicio y su compromiso con el deber. “El I.M. es un hombre libre; lo que le impulsa surge de su interior, del respeto a sí mismo y de la necesidad del respeto de sus compañeros, y de ese orgullo al formar parte de ellos que se llama moral o esprit de corps”.

Este sentimiento de pertenecer a una élite es todavía más fuerte en ese ejército del futuro porque todos los soldados, y especialmente en la Infantería Móvil, saben que no existe separación entre los oficiales y la tropa. Todos combaten, desde el general hasta el cocinero, desde el sargento al capellán. Aquellos trabajos dentro del ejército considerados cómodos y seguros son realizados por civiles –que no se ganarán la ciudadanía por realizarlos‒. Además, y a diferencia de los ejércitos del pasado, este cuerpo del futuro tiene un número mínimo de oficiales: el 3% del total. Un batallón típico tiene 16.800 soldados y 317 oficiales, de los cuales 216 son tenientes al mando de pelotones. Y todos esos oficiales, incluido el general, bajan a los planetas y combaten en el campo de batalla. Aunque se pone mucho énfasis en la importancia de la cadena de mando, ésta se halla bien racionalizada y estructurada; los soldados, a todos los niveles, están muy bien entrenados y entran en batalla dotados de una completa dotación tecnológica (que anticipó a lo que hoy ya estamos viendo en los ejércitos). También gozan de una amplia autonomía individual de maniobra y ataque, lo que convierte a cada hombre en una auténtica máquina de matar.

Tropas del espacio es también una de las primeras novelas –si no la primera‒ en plantear que la presencia humana en el universo no se limitará a la raza blanca. De hecho, el protagonista es filipino (se nos revela, justo al final de la novela, que su idioma natal es el tagalo), y por tanto, de tez oscura, algo prácticamente inaudito en la ciencia-ficción clásica.

Ahora bien, hemos hablado mucho de hombres, pero, ¿y qué puesto tienen las mujeres en ese ejército del futuro diseñado por Heinlein? Pues bien, las mujeres no entran en combate, sino que sirven sólo a bordo de las naves estelares, de combate o transporte, en las que ostentan algunos puestos de relevancia, como el de pilotos (de hecho, nos dice que las mujeres son mejores pilotos que los hombres). Pero en general su papel en el texto queda reducido al de figuras inalcanzables que brindan apoyo moral a los hombres: “Además del hecho tan obvio de que la bajada y recogida exige los mejores pilotos (o sea mujeres), hay otra razón más de peso para asignar a los transportes esas oficiales navales. Es bueno para la moral de las tropas. Olvidemos las tradiciones de la I.M. por un momento. ¿Se les ocurre algo más estúpido que permitir que le disparen a uno desde la nave en una cápsula, sin más perspectiva que las heridas y la muerte? Y en cambio, si alguien ha de cometer esa estupidez, ¿se les ocurre un medio más seguro de mantener a un hombre entusiasmado hasta el punto de hallarse dispuesto a hacerlo que recordarle de continuo que la única buena razón por la que los hombres luchan es una realidad viva y que respira a su lado? En una nave mixta, lo último que oye un soldado antes de una bajada (quizá lo último que oiga en la vida) es una voz de mujer deseándole suerte. Si ustedes no creen que eso sea importante, probablemente es que ya no pertenecen a la raza humana”.

Se nos dice aún menos del papel de la mujer fuera del entorno militar y es la falta de estos y otros detalles lo que hace que Tropas del espacio no sea una buena novela utópica, por mucho que Heinlein sea eso lo que pretenda describir. De hecho, en el libro no hay ninguna descripción de cómo es la vida para la gran mayoría de la población humana, aquella que no disfruta de la ciudadanía completa porque no quiso servir en el ejército. Aparte de una breve intervención de los padres de Rico, no hay ningún personaje civil en toda la novela. Tampoco puede considerarse una buena historia sobre contactos alienígenas, ya que apenas se nos aporta información sobre los Chinches más allá de retratarlos como seres clara e inequívocamente agresivos con los que cualquier negociación sería inútil (lo que plantea un marco moral en blanco y negro ideal para las tesis de Heinlein).

Tropas del espacio denota su origen de novela juvenil en su argumento: el paso de un muchacho desde la adolescencia a la madurez, en este caso transformándose de civil pacifista a soldado profesional mediante un adiestramiento físico y mental que algunos no han dudado en calificar de lavado de cerebro. La novela funciona bien como ciencia-ficción militar (de hecho fue la pionera del subgénero). La descripción de los trajes de combate y su funcionamiento, los despliegues y las batallas han influenciado a muchas novelas, películas y series televisivas. De hecho, la popularidad del libro fue tanta que otras dos famosas novelas, Bill, héroe galáctico (1965), de Harry Harrison; y La guerra interminable (1974), de Joe Haldeman, fueron escritas, al menos en parte, como respuestas al de Heinlein. James Cameron bebió de esta novela a la hora de imaginar sus marines espaciales en Aliens (1986), e incluso el género japonés de los mechas debe mucho a los trajes de batalla ideados por Heinlein para la Infantería Móvil. Con todo, y a pesar del detallismo con el que de vez en cuando Heinlein narra el funcionamiento de los trajes, no llega a caer en el simple fetichismo tecnológico y su énfasis en los hombres que los llevan y su valor físico (la mayoría de ellos acaba muriendo o quedando mutilados) parece algo más “responsable” o “moral” que las superarmas destructoras de planetas que tanto han abundando en la space opera, antes y después de Tropas del espacio.

Por otra parte, aun cuando la historia contiene varios pasajes de combate y bastante acción, es principalmente una novela de ideas con clara intencionalidad didáctica. No hay un final concreto, ni una línea argumental o trama verdaderamente definida más allá del proceso de aprendizaje y adoctrinamiento del recluta Rico. En cada fase de su adiestramiento, Heinlein introduce figuras paternalistas adultas (siempre muy importantes en toda su ficción) que, a través de largos monólogos desarrollan y explican su filosofía militar tratando de convencer al lector de las bondades de la misma.

No sólo cualquier postura opuesta o divergente de esas ideas es sofocada por la clara parcialidad de Heinlein, sino que los discursos se camuflan bajo la etiqueta de “ciencia” (una especie de teoría científica de la moral “matemáticamente verificable”), implicando que el lector no debe reflexionar y llegar a sus propias conclusiones sino aceptarlo como verdad incontestable.

El libro es, por tanto y en buena medida, una plataforma para algunas de las posturas políticas más controvertidas del autor. Fuera o no su intención, las cuestiones que plantea son dignas de debate y reflexión, aun cuando las respuestas que ofrece puedan provocar rechazo.

Por ello, aunque Tropas del espacio quizá sea la novela más conocida de Heinlein, fue también la primera en levantar una encendida polémica. Polémica que aún continúa en la actualidad. Tampoco sería la última. Como dije al comienzo, Heinlein se convertiría mediante sus libros en un adoctrinador político y un teórico social que socavaba sistemáticamente los tradicionales tabús burgueses. Esta obra fue al tiempo denunciada por sus ideas fascistas y probelicistas y alabada por su defensa de la tradición americana de deber y autosacrificio; atacada por su parcialidad y exaltación de la violencia y exhibida como demostración del potencial del ejército para provocar un cambio social positivo.

Tratar de encasillar a Heinlein dentro de los límites de una u otra ideología es tarea condenada al fracaso. Fue la suya una personalidad compleja y cambiante que desafiaba cualquier categorización. Muchos le han tachado de fascista por las ideas vertidas en Tropas del espacio, pero convendría recordar que su ideología inicial fue de corte socialista, mereciéndose entrar en la lista negra de la Armada, que no quiso utilizar sus servicios ni siquiera durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el ejército americano estaba tan desesperado por conseguir personal adiestrado que incluso encontraba empleos de oficinista para veteranos mutilados. En cambio, como comenté más arriba, tuvo que conformarse con trabajar como ingeniero civil en el Astillero de Filadelfia (él mismo se habría graduado en la Academia Naval de Annapolis en 1928, y habría seguido la carrera militar de no haber contraído en 1934 una tuberculosis que le dejó inhábil para el servicio).

La transición de Heinlein hacia la derecha fue un proceso gradual que se desarrolló durante casi una década, desde aproximadamente 1948 a 1957. A finales de los años cuarenta, seducido por las tensiones de la Guerra Fría, acusó a algunos de sus amigos liberales, como el director cinematográfico Fritz Lang, de ser peones estalinistas. Cualquier logro conseguido en el bloque comunista, como el lanzamiento del Sputnik en 1957, se lo tomaba como una agresión personal y un aviso de la llegada del fin del mundo libre.

En 1958, cuando algunos sectores de izquierda exigieron al presidente Eisenhower el cese unilateral de pruebas nucleares, montó en cólera y junto a su mujer organizó su propia asociación para apoyar la continuación del programa atómico. Es en cierta forma como respuesta a este tipo de movimientos pacifistas que Heinlein escribió Tropas del espacio. En 1961, llegó a afirmar que la Sociedad John Birch (una organización de radicales de derechas fundada en 1958), aunque de carácter fascista era preferible a los liberales y los conservadores moderados. Aquel mismo año, durante una Convención Mundial de Ciencia-Ficción, defendió la construcción de refugios nucleares y la desregulación de la posesión de armas para particulares.

En lo que se refiere a Tropas del espacio, puede que Heinlein no fuera tanto como un ingenuo idealista respecto a la nobleza de la vida castrense. En este sentido, sí tienen razón aquellos críticos que la han descrito (aunque sea como acusación) como una glorificación exhibicionista del servicio militar. Y puede que aunque exalte al ejército, no haga lo mismo con la guerra, centrándose en los conceptos del deber y el honor más que en la violencia y el conflicto. La guerra se presenta como una oportunidad para el crecimiento personal. Esta equivalencia “servicio militar-madurez” se pone de manifiesto cuando el padre de Rico decide alistarse tras la muerte de su mujer en un ataque de las Chinches: “Tenía que hacer un acto de fe. Tenía que demostrarme a mí mismo que era un hombre. No sólo un animal dedicado a la economía, productor-consumidor, sino un hombre”.

Por otra parte, el problema con el término “fascista” es que es muy vago, y de él se han dado múltiples definiciones no todas ellas coincidentes. A menudo, ello implica el apoyo a un gobierno –o un líder‒ autoritario, intervencionista y fuerte, algo que Heinlein, en su condición de libertario, aborrecía. Tampoco era un conservador en otros aspectos, como el religioso o el sexual (de hecho, sus dos últimos matrimonios fueron abiertos, manteniendo ambos cónyuges relaciones con otros amantes. A veces conjuntamente. L. Ron Hubbard, fundador de la Cienciología, fue uno de ellos).

Volviendo a la novela que nos ocupa, si echamos un vistazo a las citas con las que se abre cada capítulo, vemos que pertenecen tanto a Thomas Jefferson y Thomas Paine como a la Biblia o el Corán, lo que apunta a que no estamos ante un simple reciclaje del soporte ideológico del fascismo europeo.

En general, si tomamos todos los libros de Heinlein y tratamos de extraer de ellos una visión del mundo o una ideología concreta, fracasaremos. ¿Cómo reconciliar, por ejemplo, el autoritarismo y militarismo de Tropas del espacio con el misticismo hippie de Forastero en tierra extraña (1961)? ¿Y cómo esas obras pueden encajar con el anarquismo libertario de La luna es una cruel amante (1966)?

Ya en el mundo real, ¿cómo podía Heinlein defender tanto un gobierno limitado en sus funciones como el programa espacial de la NASA, que no era sino un auténtico embudo de fondos gubernamentales? Su individualismo de derechas se diluía cuando se trataba de apoyar costosísimos proyectos de militarización del espacio (discutió amargamente con Arthur C. Clarke a propósito de la Iniciativa de Defensa Estratégica de Ronald Reagan). Y aunque en muchas ocasiones se postuló como antirracista, su novela postapocalíptica Farnham’s Freehold (1964) es un desfile de estereotipos raciales que agradaría al Ku Klux Klan.

Heinlein fue un referente tanto para los hippies como para los ultraconservadores, para los liberales y los reaccionarios… pero nunca al mismo tiempo.

De hecho, la siguiente novela a Tropas del espacio fue la mencionada Forastero en tierra extraña, un chocante estudio de la figura del mesías, el martirio, la experimentación sexual y el escepticismo religioso, que se convirtió en obra de cabecera para los universitarios liberales y anatema para los conservadores americanos.

Heinlein no se ajustaba, por tanto, al modelo de derechista ultraconservador, promilitar y cristiano renacido. De hecho, su desprecio por la Derecha Religiosa Americana halló reflejó en sus obras ya desde la década de los cuarenta: uno de los relatos de su Historia del futuro, “Si esto continua…” planteaba unos Estados Unidos dominados por una dictadura religiosa.

Sea cual sea la opinión que cada cual tenga acerca de las ideas políticas y sociales que plantea la novela, Tropas del espacio es un clásico que ningún aficionado puede dejar pasar.

Independientemente de su ideología, que los lectores han disfrutado de ella lo demuestra no sólo el premio Hugo que ganó en su día, sino sus múltiples reediciones a lo largo de los últimos cincuenta años y el legado que ha dejado en otros autores y obras en todos los medios y formatos. Para muchos, es el último gran libro de Heinlein antes de que su carrera como escritor se deslizara hacia el didactismo, el adoctrinamiento, y por último, la melancolía y la calcificación.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".