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«Zombies Party» («Shaun of the Dead», 2004), de Edgar Wright

Edgar Wright, Simon Pegg y Nick Frost se hicieron un hueco en nuestro afecto gracias a esta película: una cinta rodada sin grandes recursos, que caricaturiza el subgénero de muertos vivientes con un respeto inesperado.

Al verla, uno agradece dos cosas entre otras muchas: la calidez del reparto, el cariño con el que alude a sus referentes ‒el cine de zombis de George A. Romero‒ y el desvelo de Wright a la hora de armar una narración compacta y sin fisuras.

A diferencia de tantas comedias que se equivocan sin saberlo, Shaun of the Dead funciona en la distancia corta ‒la química de los personajes y el juego costumbrista y satírico‒ y en su aspecto artesanal ‒el andamiaje de los planos, un ritmo que no decae, los vaivenes del guión…‒. Sin embargo, uno siente que aquí también operan factores más casuales. Diría que casi espontáneos. El cine depende, en muchos casos, de esa magia que ningún crítico puede explicar. Con los mismos elementos ‒un realizador competente y un elenco eficaz‒, el aire de la sala de proyección puede hacerse más denso o puede aligerarse. Y aquí, por fortuna, sucede esto último.

Para Wright esta fue la gran oportunidad de mostrar un estilo que, para esas fechas, ya había madurado. Aquí ya podemos reconocer sus señas de identidad. Para empezar, un montaje orgánico, cada vez más acelerado. Canciones pop animando la continuidad de la acción. Y por supuesto, una virtuosa concatenación de planos, casi nunca estáticos, que a veces alcanzan la sofisticación gracias al buen empleo de la Steadicam y el dolly.

Supongo que esa personalidad tiene mucho que ver con los ídolos del propio Wright, en particular el John Landis de Un hombre lobo americano en Londres y el cinético Sam Raimi de Posesión infernal, Terroríficamente muertos y El ejército de las tinieblas.

Curtido en el mundo del cortometraje en vídeo y Super-8 y autor de un western de aprendizaje ‒la pobretona A Fistful of Fingers (1995)‒, Wright fue cogiéndole el truco a los códigos del cine (las ópticas, la luz…) gracias a dos teleseries: Asylum (1996), y sobre todo, Spaced (1999-2001), en la que Simon Pegg fue su cómplice.

Pegg y Jessica Hynes, que ya habían trabajado en Asylum, dieron vida en Spaced a la pareja protagonista: Daisy Steiner y Tim Bisley, dos jóvenes que comparten piso en Londres. La serie venía a ser una comedia de situación llena de personajes excéntricos y con numerosas referencias a la cultura pop. Sin embargo, lo que dio mayor altura a este material fue el lenguaje decididamente cinematográfico empleado por Wright.

Otro recurso de Spaced eran los momentos «imaginarios», que servían para introducir a los personajes en universos alternativos, aunque solo fuera por unos instantes. Un conocido ejemplo de ello es «Art», el episodio en el que Tim (Pegg) juega al Resident Evil 2 y escenifica una lucha con zombis (No es casual que esa secuencia hoy sea tan popular, como luego veremos).

Lo cierto es que este tipo de fantasías no eran raras en series como Doctor en Alaska (Northern Exposure, 1990-1995). Sin embargo, me parece más tentador relacionar este ingrediente de Spaced con el clásico La vida secreta de Walter Mitty (Norman Z. McLeod, 1947), que a su vez se basaba en el relato homónimo de James Thurber.

El recurrente homenaje de Spaced al cine de género sirve de nexo de unión entre dicha serie y Shaun of the Dead. Como bien saben los admiradores de Wright, esta fue la primera entrega de la llamada Trilogía del Cornetto, completada por otras dos cintas, la policiaca Arma fatal (Hot Fuzz, 2007) y la apocalíptica Bienvenidos al fin del mundo (The World’s End, 2013).

Si no fuera por la presencia de zombis «lentos» y por un seguimiento canónico de la fórmula inventada por Romero en La noche de los muertos vivientes (1968) y mejorada en Zombi (Dawn of the Dead, 1978), Shaun of the Dead bien podría ser una comedia costumbrista sobre la amistad, el amor y la familia.

El protagonista, Shaun (Pegg), es un vendedor de electrodomésticos que no aspira precisamente a la grandeza. Sin embargo, aunque su carácter irresponsable molesta a su novia Liz (Kate Ashfield), él se siente satisfecho si puede jugar a videojuegos con su amigo Ed (Nick Frost) antes de cerrar el día en su pub predilecto, el Winchester.

Esa rutina se interrumpe cuando, por razones desconocidas, se desata el apocalipsis zombi. Todo se desmorona, y es entonces cuando Shaun no tiene más remedio que enfrentarse a sus propios miedos. De entre todas las opciones, elige la más valiente (y también la peor planeada): salvará a Liz, a su madre Barbara (Penelope Wilton), a su padrastro Phillip (Bill Nighy), e incluso a los amigos de su novia, David (Dylan Moran) y Dianne (Lucy Davis).

Tiene todo el sentido del mundo que lo que podría haber sido una simple parodia con referencias cinematográficas (eso que los anglosajones llaman spoof movie), adquiera en determinados momentos un tinte dramático, e incluso trágico. Ese patetismo logra que el film vibre en una frecuencia muy concreta, y también muy genuina.

Precisamente por eso, creo que en Shaun of the Dead no importa tanto la naturaleza fantástica del argumento como la emoción de los personajes. Aunque dicha emoción se exagere, o se lleve al lado más cómico por razones fáciles de entender.

Los diccionarios de cine nunca explican del todo qué es una película de culto. Sin embargo, solemos aplicar a Shaun of the Dead esa etiqueta. Al fin y al cabo, la cinta de Wright gustó muchísimo, y a estas alturas, su encanto no ha perdido intensidad.

Es lógico, por consiguiente, que sus creadores aún recuerden con afecto cómo surgió la idea de la película y cómo se llevó a la práctica.

«Simon Pegg ‒cuenta el director‒ fue la primera persona que conocí que estaba tan obsesionada como yo por Zombi de George A. Romero. Una noche, fui al piso de Simon y su amigo Nick Frost para tomar una copa. Les dije que deberíamos hacer nuestra propia película de zombis: una comedia de terror. El punto de vista sería el de dos meros espectadores del apocalipsis. Dos idiotas. Los últimos en enterarse de lo que está pasando, después de despertar con resaca un domingo por la mañana. El punto álgido llegó cuando me aventuré a comprar leche a las cinco de la mañana, después de quedarme despierto jugando al Resident Evil. Me sorprendió lo solitarias y espeluznantes que eran las calles. ¿Qué haría un británico si aparecieran zombis en esa situación? En las películas americanas, todo el mundo tiene armas de gran calibre. ¿Qué haría alguien sin ellas? Esto se convirtió en la primera escena que filmé: aquella en la que Shaun camina hacia la tienda, completamente ajeno al ataque de los muertos vivientes».

«En realidad ‒añade Wright‒, no hubiéramos podido hacer la película sin los fans de Spaced (…). Hicimos un llamamiento: les preguntamos si querían ser ser nuestros ‘extras zombis’, y la respuesta fue abrumadora. Sin embargo, no teníamos dinero para pagarles, y soy muy consciente de que después de las largas horas que dedicaron, algunos de ellos dejaron de ser fans de Spaced. (…) Escribimos a varios artistas preguntándoles si les parecería bien que destrozásemos sus discos. Simon envió una bonita carta a Mark Knopfler preguntándole si podíamos usar Brothers in Arms, pero no llegó a nada. Sade fue genial. Dijo que podíamos destrozar Diamond Life sin dudarlo. Íbamos a incluir una broma sobre David Bowie en la parte en la que ellos deciden qué discos lanzar contra los zombis. ‘¿Hunky Dory? ¿Ziggy Stardust? ¡La banda sonora de Dentro del laberinto!’. Al final, decidimos que fuera sobre Prince, porque pensamos que era más divertido: “¿Purple Rain? ¿Sign O’ the Times? ¡La banda sonora de Batman! ¡Lánzala!’ (…) Romero vio la película antes de su estreno, pero Universal hizo que un guardia de seguridad la viera con él. Me encanta el hecho de que pensaran que iba a piratear una película que era un homenaje a su figura. Fue un año increíble, probablemente el mejor de mi vida».

«Escribí un episodio de Spaced ‒dice Simon Pegg‒ en el que mi personaje lucha contra zombis en su piso. Nos divertimos tanto filmándolo, que pensamos en rodar una película de muertos vivientes, como si fuera así de fácil. En realidad, éramos unos ingenuos. A Edgar le encanta Queen, y tuvo la idea de que sonase Don’t Stop Me Now ‒una de las melodías más positivas, emocionantes y felices de la historia‒ durante una escena de violencia extrema en el Winchester. Coreografiamos toda la pelea con esa canción. Fue toda una preocupación, porque aún no teníamos autorización para usarla y podría haber supuesto un coste tremendo. Así que escribimos una carta al guitarrista de Queen, Brian May, pidiéndole permiso, y fue encantador al respecto. (…) Pasamos una infinidad de tiempo en el decorado del pub. Fue un verano realmente caluroso y uno de los zombis se desmayó. Afortunadamente, había un dispensador que funcionaba y el elenco tomaba una cerveza ‒muy necesaria‒ después de la filmación. Steve Emerson interpretó a John, el propietario del Winchester que luego se convierte en zombi. Nos enteramos de que había sido especialista en Brannigan [(1975), de Douglas Hickox], y que John Wayne le había arrojado contra una rocola. Aunque ya tenía más de setenta años, nos animó a golpearle de verdad durante la escena de la pelea. Y así lo hicimos. (…) La reacción a la película fue extraordinaria. A George Romero le encantó y vi una foto de Stephen King con una camiseta de Shaun of the Dead«. (Declaraciones recogidas por Elizabeth Aubrey en «Shaun of the Dead: Edgar Wright and Simon Pegg on their zombie classic», The Guardian, 4 de mayo de 2020).

A Romero, por cierto, también debió de hacerle gracia que la banda sonora del film incluya homenajes a la banda sonora que el grupo de rock progresivo Goblin escribió para la versión europea de Zombi. De hecho, algunos fragmentos de aquella partitura se escuchan tal cual en la película.

Escrita en ocho semanas y rodada en nueve (entre mayo y julio de 2003), Shaun of the Dead aprovecha estupendamente los exteriores londinenses. Me parece significativo que, en parte, se rodase en unos estudios donde se han filmado algunas de las mejores comedias inglesas. Nada menos que los Ealing Studios.

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Guzmán Urrero

Colaborador de "La Lectura", revista cultural de "El Mundo". Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador habitual de las páginas de cultura del diario ABC y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.