Aún no me he repuesto de la paliza que me di viendo Transformers 3: el lado oscuro de la luna en 3D. Tras dos horas y media de un sindiós de efectos especiales, acción sin ton ni son y personajes unidimensionales, salí del cine tan vapuleado como si me hubieran metido en el centrifugado de una lavadora. Vapuleado, pero contento.
Dicen los detractores de Michael Bay (¿TODO EL MUNDO?) que sus películas son facilonas y no requieren ningún esfuerzo al espectador, pero yo creo que hoy por hoy es el DIRECTOR MÁS DIFÍCIL DE DECODIFICAR, tal es la cantidad de información visual que el muy cabrón mete en cada fotograma de sus películas. ¡Acaba uno baldado!
Actualmente, todo aquel que presuma de blog, una sección cinematográfica o albergue vocación de crítico parece que odia al buenazo de Michael. Tal odio sólo es comparable al que hace treinta años la crítica la tenía a otro “chico eterno”, Steven Spielberg. ¿Significará eso que Michael Bay será considerado dentro de dos décadas el mejor director de Hollywood? Lo que resulta casi seguro es que pronto empezarán a salir cineastas veintañeros confesando que Bay fue su primera inspiración, igual que Spielberg lo ha sido para tantos directores de mi generación.
La verdad es que Michael Bay solamente tiene una película realmente mala: Pearl Harbor. El resto es puro cine de palomitas, desde su sorprendentemente austera (en comparación con el resto de su filmografía) Dos polis rebeldes, pasando por la estupenda La Roca o incluso la absurda La isla (ninguna película con una pareja a la carrera en mono blanco puede ser mala), hasta la que me parece una de las mejores películas comerciales y no comerciales de los años 90, ese Armageddon cuyo guión debería servir de modelo de síntesis y diálogos para cualquier estudiante de cine que se precie.
Un proyecto como Armageddon, por ejemplo, hubiera durado seis horas en manos de cualquier otro director. Los tres principales méritos de Bay son su sentido del espectáculo y la maravilla, que quizá lo entronquen directamente con Cecil B. de Mille antes de llegar a Spielberg; su habilidad para orquestar sin chirridos tramas corales de proporciones mayestáticas y condensar información como si fuera un Tom Clancy de la pantalla; y la capacidad de tomarse en serio un material que en otras manos sería inevitablemente de derribo. No le restemos mérito a estas cualidades: Roland Emmerich juega en la misma liga blockbuster y, sin embargo, es peor director.
Porque, ¿qué esperanza abrigaría cualquier persona con dos dedos de frente de que se pudiera sacar algo bueno partiendo de los juguetes de Transformers? Yo no abrigaba ninguna. Y por ello hasta hace un año no me dio por visualizar la primera entrega, para descubrir que estaba ante una de mis películas favoritas de la década pasada. Si bien la franquicia rezuma cansancio (la fórmula de ocho minutos de trama principal más ocho de la peripecia privada de Sam Witwicky, alternadas hasta hacer confluir ambas, ya toca un poco las pelotas), la capacidad de Bay de creerse lo que está contando y superarse en el despiporre circense hace que uno le siga por pura inercia. Y siempre termina mereciendo la pena.
Repasemos lo mejor de las tres primeras entregas de la saga robótica:
Transformers 1 (2007): Su sentido del espectáculo y lo maravilloso me retrotrajo sin remisión a uno de mis Spielberg favoritos, el de Indiana Jones y el templo maldito. Las escenas de acción son insuperables y el concepto de “adultez” que tienen los soldados luchando contra los putos Transformers en el desierto à la Guerra del Golfo me parece un hito conceptual. Asimismo, el personaje de Shia LaBeouf logra una empatía teenager con el espectador que enlaza directamente con el Marty McFly de Regreso al futuro. La combinación de humor y acción alcanza cotas virtuosas, regalándonos una de esas secuencias que ya quedarán para siempre en el imaginario colectivo del mundo globalizado: los Transformers intentando esconderse en torno a la casa de los padres de Sam para que éstos no les descubran. Un momento a la altura de la bicicleta voladora de E.T.
Transformers 2: La venganza de los caídos (2009): Probablemente termine siendo la favorita de los fans. Su guión se revela tan delirante y estúpido que uno acaba entrando en esa ilógica argumental con la misma pasión con que acepta la premisa que establece la existencia de extraterrestres robóticos. Y John Turturro se consolida como el Christopher Lloyd / Dr. Emmett Brown de los chavales de hoy: su gesta final al ritmo de un lema inventado de película de acción que él mismo se repite como mantra sugestivo resulta una genialidad, pero son muchísimas las frases antológicas que el ex agente Simmons suelta en esta peli. Mi favorita: “Esto que te voy a enseñar es top-secret. Por favor, no se lo digas a mi madre”. En esa frase está resumido todo el espíritu de la factoría Spielberg.
Transformers 3: El lado oscuro de la luna (2011): El guión de esta tercera entrega parece más coherente que el de la anterior, pero no os dejéis engañar. ¿Guión? Lo único digno de reseña es que Bay vuelve a cogernos de los huevos y no nos suelta durante demasiado tiempo. El viaje es agotador. A destacar: lo que le pase a Witwicky y a su nueva novia-objeto (¿Seguro que es su novia? ¿No es un polvo de una noche?) nos importa un bledo, pero a fin de cuentas tampoco nos importó demasiado en las anteriores entregas; John Malkovich está graciosísimo y simpatiquísimo, o sea, lo nunca visto; la McDormand y el Turturro NO tienen ninguna química, cosa sorprendente; y los últimos tres cuartos de hora son para ver varias veces con un cinturón de seguridad cruzando el torso: de lo mejorcito y más extenuante que ha producido el último Hollywood, con maravillosas caídas y recaídas por el aire y por edificios (que también se caen, claro) imposibles de justificar: estoy deseando que salga el parque temático. Misión cumplida, Bay.
Como punto más negativo, la desagradable orondez facial del protagonista… Al igual que le pasó a Michael J. Fox, LaBeouf empieza a delatar que no es un adolescente, sino un viejo prematuro con cara de adolescente: sus mofletes ya alcanzan proporciones porkyanas y es fácil vaticinar que dentro de veinte años estará en la ComiCon de San Diego regalando cromos firmados o haciendo de prestamista calvo en la nueva película de Woody Allen (que, como ya sospecháis, no habrá muerto aún). Un futuro muy poco épico, en todo caso.
Obviamente, la importancia mediática de Transformers es tal (como lo fue en su momento la del primer Spielberg, Zemeckis, Cameron, etc.), que importa poco lo que los críticos y opinadores digamos o dejemos de decir al respecto: este tipo de películas siempre fue mal recibido por sus enjuiciadores coetáneos, pero su influencia en el espectador adolescente (y no tan adolescente) alcanza una proporción internacional tan desmesurada que, en el caso que nos ocupa, a buen seguro que en unos años llegará una masiva avalancha de artistas o simples nostálgicos recordando emocionados lo mucho que les marcó la ridícula y fascinante saga transformeriana [Saga que continúa con Transformers: La era de la extinción (2014), Transformers: El último caballero (2017) y Bumblebee (2018)].
Así pues, ¿por qué aceptar el lametazo gótico de Tim Burton y no aceptar la estampita épico-relamida de Bay? Tan empalagoso puede resultar uno como el otro pero, de lo que no hay duda, es de que Bay también tiene su impronta y sabe lo que quiere comunicar al espectador.
En cualquier caso, insisto, da igual lo que opinemos: en unos años, muchos considerarán a Michael Bay no ya un buen director, sino un hito de sus vidas cinéfilas, y algún exhibidor en Barcelona organizará con éxito arrollador un Phenomena proyectando toda la saga de Transformers para cuarentones sin ganas de nuevos héroes que adorar.
Es lo que tiene la cultura de masas.
Copyright del artículo © Hernán Migoya. Previamente publicado en Comicsario, un blog para la fenecida editorial Glénat España. Reservados todos los derechos.