En su novela La saga/fuga de J.B. narra Gonzalo Torrente Ballester la historia de una supuesta ciudad capaz de levitar y desaparecer a la vista de los forasteros que intentan visitarla. Figura en los mapas, de ella hablan las viejas crónicas y hasta algún escritor muy válido glosa sus encantos. Pero lo cierto es que sólo existe para sus habitantes.
Torrente ha contado un mito, es decir una historia intemporal y simbólica que puede ocurrir siempre porque no ha ocurrido históricamente jamás. Es como un evento sin fechas que puede adjudicarse cualquiera de ellas.
Descifrar un mito es, como el mito mismo, un cuento de nunca acabar. Arriesgo una de las enésimas lecturas de esta fábula, muy a cuento de la muy española historia de los casticismos, las peculiaridades nacionales y las identidades étnicas. La ciudad de Torrente es el símbolo del nacionalismo, que hace visible la nación propia sólo a los propios porque pertenecer a ella es una cuestión de vivencia, de sentimiento corporativo. A los de afuera es inútil explicarlo porque los sentimientos se sienten pero no se explican. A lo sumo podrán entenderse, como se entiende una melodía o un verso. “Todo ángel es terrible” proclama Rilke. ¿Hay alguien ahí que me pueda explicar la cosa rilkeana?
La vieja verdad de Torrente es que la ciudad propia esté siempre en el aire cuando se trata de los lugareños. Allí, en las alturas, resulta inalcanzable a los extranjeros y, en consecuencia, se defiende en su maciza y pura identidad, conservándola en el tiempo sin fechas, el eterno retorno de los cuentos míticos. Si son del género épico, mejor que mejor.
Del brazo de esta vieja verdad viene otra, igualmente vieja y mítica. Es la dualidad entre legitimidad y legalidad, tan a cuento en estos años de crisis de la democracia representativa, cuando nuestros representantes legales no son nuestros legítimos representantes. Un pensador agudo y macizo, católico y nazi, Carl Schmitt, trató del asunto y describió la crisis más o menos como Torrente la mitificó. En efecto, Schmitt observó que la representación de la llamada voluntad popular hace de la representación, una profesión. De tal modo, los políticos tienen una suerte de oficio diplomado de representantes y constituyen una corporación autónoma que acaba representándose a sí misma. Es cuando se deslegitima aunque sea legal, es decir facturada de acuerdo con las normas correspondientes. Schmitt, desde luego, propuso la salida reaccionaria clásica: hay que volver a una legitimación fuerte y que trascienda al mero procedimiento electoral: invocar a Dios o al Caudillo como fuente del orden legal, como Gran Legitimador.
Los habitantes de la ciudad torrentina dirían que ellos, si no tienen un Caudillo –el de la España de Torrente era, como cualquiera sabe, gallego al igual que el escritor– tienen su dios particular. Sólo ellos lo ven pero les basta para ascender a las seguras alturas cuando se aproxima el molesto inmigrante, el forastero que, como los animales que no pueden volar, nunca superar el nivel de la tierra firme.
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