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Tatuaje

Durante el verano, la vestimenta ligera y sumaria permite ver con más facilidad el cuerpo de los semejantes. Sin pasar de impresión, puedo decir que mi mayor curiosidad se ha dirigido a los tatuajes, tal vez por mi afición a leer, a descifrar signos. Y, siguiendo en el mero impresionismo, he contado una notable mayoría de varones entre los tatuados. Varones jóvenes que, tras hacerse depilar, o sea destacando la tersura de la piel juvenil, se dedicaron trazar rugosas singladuras de tinta sobre esa misma piel.

En efecto, el tatuaje envejece la dermis porque tiene líneas muy finas, a manera de arrugas que la edad, resecando células, inscribe en nuestra superficie corporal. ¿Hay en el joven que se tatúa una vocación oblicua de envejecer de golpe, de acelerar el paso de las fechas que conducen a la tercera y la cuarta edad?

Unida al surco, va la mancha. La piel tatuada me produce una impresión inmediata de suciedad, hasta que puedo distinguir formas, objetos, letras, siglas y palabras. Enseguida recuerdo mis lejanas lecturas de derecho penal y criminología, el detallismo de los tatuajes que ciertos estudiosos positivistas de la llamada mala vida, describían en sus libros.

El tatuaje se asociaba a la también llamada cáscara amarga de la sociedad, incluido el delito profesional y organizado. Al igual que las maras de hoy, se tatuaban signos secretos, claves esotéricas propias de lo clandestino, oculto y marginal. ¿Integran los tatuados una suerte de suburbio oscuro pero meramente imaginario? ¿Está nuestra sociedad labrando un perverso espacio de juventud marginada por falta de trabajo, de ubicación propiamente social? ¿Será esto un mero efecto enésimo de la moda, la imitación y el negocio del tattoo y el piercing?

El tatuaje también tiene algo que lo trasciende. Inscribe mensajes legibles o crípticamente descifrables. Todo mensaje, aunque oculte al emisor o lo vea como un desconocido que hallamos por casualidad en la calle, todo mensaje invoca a un receptor, pide ser descodificado. Además, una vez tatuado, perdura. El cuerpo, que envejece, se enferma, se deforma y muere, quiere retener un signo indeleble, inmutable. Un signo que reconozca a quien lo exhibe, por más que los días con sus horas lo hagan irreconocible. Ya nos lo explicó Concha Piquer en una inolvidable copla, mostrándonos a esa mujer que busca por los puertos el tatuaje con su nombre que lleva un marinero del que sólo recuerda que era rubio como la cerveza (la cerveza rubia, desde luego). Desabrocha camisas y controla. El marinero habrá cambiado, su tatuaje persistirá, incólume.

Imagen superior: Rick Genest en la promoción de «Platform 15», para el Thorpe Park Resort (2016).

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")