En 1954, Walt Disney había cosechado un gran éxito con su lujosa adaptación de la novela de Julio Verne 20.000 leguas de viaje submarino. Dos años después, United Artists estrenó la igualmente espectacular La vuelta al mundo en ochenta días (1956), protagonizada por un extenso elenco de estrellas encabezado por David Niven y Cantinflas, y que ganó el Oscar a la Mejor Película de aquel año.
Eran dos éxitos consecutivos adaptando sendas novelas de Verne, lo que sumado a que en 1955 se cumplieran cincuenta años de la muerte del escritor y sus libros pasaran a ser de dominio público, hizo que todos los estudios se abalanzaran sobre la obra del francés, tratando de hacerse con su parte del pastel.
Así, entre finales de los cincuenta y principios de los sesenta, los aficionados al cine de aventuras pudieron “disfrutar” de una jugosa lista de títulos basados en los libros de Verne, como Una invención diabólica (1958), De la Tierra a la Luna (1958), El Amo del Mundo (1961), La isla misteriosa (1961), Cinco semanas en globo (1962) y Los hijos del Capitán Grant (1962).
Fue un movimiento muy conservador por parte de los estudios, una mirada al pasado que evitaba los importantes avances que en ese momento se estaban produciendo en la literatura de ciencia ficción y que apostaba por recrear las fantasías del siglo XIX en lugar de imaginar el futuro.
Todas esas cintas evidenciaban no sólo el rico filón que había dejado para la posteridad el escritor galo, sino la marca de los propios estudios de Hollywood y, particularmente, su deseo de mejorar la rentabilidad recortando costes, lo que afectó directamente tanto a los efectos especiales como a los decorados, que no estuvieron a la altura de lo deseable.
Por otra parte, La vuelta al mundo en 80 días sentó la base del tono ligero y cómico que copiarían el resto de las producciones. Éstas acabaron siendo una serie de coloristas astracanadas cómicas, que evitaban cualquier enfoque polémico y que no podían estar más alejadas del espíritu de los libros, que Verne había concebido como aventuras serias y rigurosas con solo ligeros toques de humor en la figura de personajes puntuales.
Viaje al centro de la Tierra consiguió evitar en parte lo peor de todas esas adaptaciones y ofrecer una aventura razonablemente digna que apelaba a la sensación de maravilla del espectador, eso sí, dejando de lado cualquier pretensión de estricta fidelidad al libro de Julio Verne.
Edimburgo, 1860. Cuando el profesor de geología Oliver Lindenbrook (James Mason) es nombrado caballero, sus alumnos de la universidad le obsequian con una roca de aspecto extraño que resulta contener en su interior unas inscripciones realizadas por el famoso explorador Arne Saknussem, quien desapareció tratando de hallar el camino al centro de la Tierra.
Lindenbrook organiza una expedición y viaja a Islandia, donde supuestamente se encuentra el acceso utilizado por Saknussem: el volcán Snaeffels. Allí se encuentra con que hay un competidor dispuesto a todo por llegar el primero a su objetivo, y consecuencia de la intriga que allí se desarrolla se ve obligado a incorporar a su expedición ‒ya formada por él mismo, su sobrino Alec (Pat Boone) y el guía Hans (Pater Ronson)‒ a una mujer, la inteligente y decidida Carla Goteborg (Arlene Dahl), viuda de un colega fallecido.
En su viaje al centro del planeta, la partida contemplará grandes maravillas, pero también deberá afrontar numerosos desafíos desde derrumbamientos a inundaciones pasando por ataques de saurios olvidados por la ciencia e intentos de asesinato por parte de un descendiente de Saknussem.
Hay quien ha afirmado que cualquier parecido entre esta versión fílmica de Viaje al centro de la Tierra y el libro de Julio Verne ‒el segundo que publicó‒ puede considerarse una mera coincidencia. Yo no diría tanto. El guión sigue en líneas generales el de la novela: un grupo de exploradores que se adentran en los misterios que se esconden en y bajo la corteza terrestre, corriendo peligros, encontrando cosas asombrosas y regresando a la superficie de una forma original pero harto inverosímil.
Hay también determinados hitos del libro que hallan su traslación en la película: el extravío de Alec, el hallazgo del mar interior, los hongos gigantes, la tormenta y el posterior naufragio, los dinosaurios ‒que en el libro eran marinos y no terrestres-…
La película, eso sí, introduce varios cambios: la nacionalidad del profesor y su sobrino, que pasan de ser alemanes a escoceses, justificándose los guionistas en que por entonces éstos últimos eran los más avanzados en la naciente ciencia geológica.
Quizá la diferencia más chocante sea la introducción de una mujer en la expedición. El libro de Verne era principalmente descriptivo y con pocos diálogos, algo lógico si tenemos en cuenta que sólo había tres personajes y uno de ellos, Hans, no hablaba ni entendía el idioma de los otros dos. Era necesario pues incluir otro personaje que diera más juego en los diálogos. Si además era una mujer, no sólo se atraería la atención del público femenino, sino que se podía utilizar para crear un conflicto de sexos y personalidades con el profesor Lindenbrook. Se trataba, en definitiva, de dar peso al factor humano. Algo parecido ocurría con la incorporación a la historia de un malvado rival con el que se entabla una suerte de competición por llegar a la meta y que aporta un elemento de intriga, suspense e incluso dilema ético.
Todos estos me parecen cambios excusables en la traslación de una novela del siglo XIX al medio cinematográfico de mediados del XX. Donde se halla la verdadera diferencia entre libro y película es en el tono con que se enfoca la historia.
Verne escribió una fantasía oscura y claustrofóbica, inscrita claramente en la Edad de la Exploración del siglo XIX; el film de Henry Levin, por el contrario, es un espectáculo ridículamente luminoso rodado en Cinemascope. Las profundidades de la Tierra están ilógicamente recreadas en estudio como un mundo desbordante de luz y color, mientras que la novela transcurría en una interminable serie de cavernas oscuras y agobiantes.
Esa diferencia de enfoque se evidencia también en otros detalles más irritantes, como el pato que Hans lleva consigo en la expedición atentando al más básico sentido común. O la estúpida escena del granero, cuando Lindenbrook y Alec se hallan secuestrados. O las veces que Pat Boone (un teen idol de la época, entonces en el momento álgido de su carrera) arranca a cantar o insiste en quitarse la camisa a la menor oportunidad sin más objeto que mostrar sus encantos al público femenino. O los vestidos de fiesta que Carla elige para la expedición, más apropiados para un acontecimiento social, a lo que se añade su habilidad para mantener el perfecto maquillaje en su lugar pese a acabar con la ropa hecha jirones. Y para rematar, tras descubrir las ruinas de la Atlántida y regresar a la superficie ascendiendo por la chimenea de un volcán en erupción, a bordo de un cuenco al que empuja un chorro de lava, Pat Boone acaba atrapado, desnudo, en las ramas del árbol de un convento, agarrando una oveja para tapar sus vergüenzas ante las escandalizadas miradas de unas monjas.
El papel de Oliver Lindenbrook había sido escrito originalmente para Clifton Webb, quien murió poco antes de comenzar la producción. El estudio recurrió entonces a otro gran nombre que pudiera apoyar la película: James Mason, quien ya había interpretado a otro personaje icónico de Verne, el capitán Nemo, en 20.000 leguas de viaje submarino. Mason está magnífico como sabio algo despistado, ligeramente excéntrico, obsesionado por su campo del conocimiento pero no exento de humanidad, como cuando busca desesperado a su perdido sobrino.
Mason era sin duda el mejor de un reparto no particularmente inspirado. El papel de Pat Boone es, de forma muy evidente, el de figurar y atraer con su nombre al público juvenil del momento. No es que tuviera un gran talento interpretativo y ciertamente no le benefició tener al lado a alguien tan genial como James Mason, pero al menos no le faltó energía para sacar adelante a su personaje, sobre todo teniendo en cuenta el poco interés que tenía en él (fue su agente quien le convenció para que participara, aconsejándole que aprovechara el clímax de su carrera para lograr la máxima presencia en los medios).
Arlene Dahl hace lo que puede con un personaje a todas luces inverosímil y cuya función era la de servir de contrapunto a la frialdad científica que encarnaba James Mason, ofreciendo momentos cómicos de guerra de sexos que pretendían emular a Spencer Tracy–Katherine Hepburn o, en el campo de la ficción, al profesor Higgins-Eliza Doolitle de My Fair Lady (entonces sólo un musical. La película se estrenó en 1964).
Por supuesto, ni los diálogos ni la química estuvieron a la altura de tales ejemplos, pero sí que parece que las discusiones y desencuentros que ambos personajes tenían en la pantalla no se alejaban mucho de los problemas que Mason y Dahl tuvieron durante el rodaje.
Y en lo que se refiere a Hans, he de decir que me parece nefasto el enfoque que se le da a un personaje que podría haber dado más de sí. Peter Ronson era un atleta islandés que residía en Estados Unidos por entonces, y al que se escogió para el papel en virtud de su imponente presencia y aspecto nórdico. Por desgracia, en la película su personaje aparece retratado como una especie de niño grande y de pocas luces, casi un retrasado, en contraste con el callado pero muy competente y valiente guía que Verne describía en su novela. La experiencia no le debió parecer muy gratificante a Ronson, quien a pesar de recibir una oferta para continuar en el cine, decidió regresar al deporte, llegando a participar por su país en las Olimpiadas de 1960.
Merece asimismo mención la aportación de Bernard Herrmann en el apartado musical. En 1959, Herrmann era todavía uno de los compositores fijos de la 20th Century Fox y resultó la elección perfecta para orquestar una fantasía de época como Viaje al centro de la Tierra.
Su épica banda sonora, con un uso muy dramático del órgano y el arpa, ofrece la misma majestad que la que ocho años atrás escribió para otro clásico del género, Ultimátum a la Tierra.
Guste o no el argumento y la forma en que está tratado, el departamento artístico sí brinda algunos momentos visuales muy bien conseguidos que, en mi opinión, hacen disfrutable la película si uno es capaz de pasar por alto los momentos más absurdos de la misma. Por ejemplo, las cavernas con formaciones cristalinas y manantiales de colores, los estanques luminiscentes, los depósitos de traicionera sal, el océano subterráneo, los puentes de roca que salvan abismos insondables, los hongos gigantes, los dinosaurios… Estos últimos eran en realidad, iguanas aumentadas ópticamente, una de las pocas veces que ese truco resultó convincente en pantalla superando al stop-motion.
Cuando Irwin Allen intentó la misma técnica un año después en su actualización de El Mundo Perdido la magia había desaparecido y el resultado fue ridículo.
Ciertamente, no puede esperarse que todo esto reciba una explicación mínimamente científica y se requiere del espectador una buena capacidad de suspensión de la realidad para aceptar ideas como la del océano subterráneo iluminado de forma misteriosa cenitalmente, que en la época victoriana pudieron haber tenido un pase pero que a mediados del siglo XX ya eran más producto de la fantasía desbordada que de la especulación científica.
Recordemos que en 1864, cuando Verne publicó su novela, la geología era una ciencia muy joven y que el interior de la Tierra estuviera hueco era una teoría tan buena como cualquier otra. Para ponerlo en perspectiva digamos que no fue hasta 1912 (siete años después de la muerte de Verne) cuando Alfred Wegener propuso la hipótesis de la deriva continental, teoría que no pudo demostrarse hasta mediados de los sesenta del siglo XX.
A pesar de ello y aunque algunos efectos visuales hayan quedado algo obsoletos, la película consiguió de algún modo mantener la sintonía con los ensueños victorianos de mundos perdidos y, además, el director no pretende en ningún momento convencernos de la verosimilitud de su propuesta, algo que sí intentó Julio Verne recurriendo a la acumulación de datos y explicaciones científicas.
En fin, Viaje al centro de la Tierra obedece más a una fantasía propia de Hollywood que a un auténtico viaje de exploración y sigue los parámetros que tan buen resultado le habían dado a Disney en 20.000 leguas de viaje submarino cinco años antes: un sentido de lo maravilloso casi infantil, enfoque optimista, algo de comedia inocente, alguna canción y situaciones de peligro de las que el espectador sabe que los héroes saldrán ilesos.
La gran inversión que realizó 20th Century-Fox en esta película resultó muy rentable, ya que los ingresos de taquilla acabaron triplicando el coste. Al público le encantó esa aventura para toda la familia que adaptaba una obra muy popular con el envoltorio de una lujosa producción.
Además de a los amantes del cine de aventuras y los nostálgicos de la ciencia ficción cinematográfica más clásica, esta película quizá encuentre su mejor público en el espectador infantil o preadolescente que todavía no esté muy enganchado al blockbuster trufado de efectos especiales. El problema con esa audiencia es que puede que les cueste aguantar toda la primera parte de la película ‒es un film sorprendentemente largo:132 minutos‒ , en la que se desarrolla todo el tema de la rivalidad entre expediciones. Pero en general, si se puede pasar por alto un guión sobrecargado de verborrea y el hecho de que Pat Boone cante más de lo debido, se trata de una adaptación razonablemente disfrutable de la gran novela de Verne.
Copyright de las imágenes © Cooga Mooga Film Productions, Joseph M. Schenck Enterprises, Twentieth Century Fox Film. Reservados todos los derechos.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado en Cualia por cortesía de su autor. Previamente editado en Un universo de ciencia ficción. Reservados todos los derechos.