Príncipe Flashman (Royal Flash 1970), la segunda entrega de la serie iniciada con Flashman, forma parte de una broma literaria que se convirtió en saga. Su protagonista, Harry Flashman, es el mismo matón de Tomás Brown en la Escuela (1857) —una novela victoriana de Thomas Hughes que se leía en las escuelas británicas como una obra inspiradora y educativa—, solo que George MacDonald Fraser, con esa audacia que nace de la erudición, lo rescata ya adulto, y lo convierte en un embustero encantador, testigo privilegiado de guerras, conflictos imperiales y secretos de alcoba.
Una sátira histórica con pedigrí literario
En Príncipe Flashman (Ático de los Libros), el bueno de Harry es el centro de una sátira histórica que, además de homenajear (o ‘copiar’ con gran elegancia) El prisionero de Zenda, se da el lujo de reunir a figuras reales como Lola Montez y Otto von Bismarck, aparte de inventar un falso ducado alemán al borde del abismo.
Si esto suena como el casting de una ópera bufa escrita por un guionista del Hollywood clásico, no están muy lejos de la realidad. Porque Fraser no vino solo a hacer historia, sino también a disfrazarla de vodevil con la complicidad de sus lectores.
Flashman: un antihéroe con cero escrúpulos
Para quienes aún no han tenido el placer de conocer a Harry Flashman, imaginen una mezcla entre un Casanova, un vividor victoriano y aventurero del XIX.
Fraser —que claramente entendía el encanto de los bribones elegantes— lo convirtió en el narrador estrella de una serie de ficciones históricas, Los papeles de Flashman. ¿El truco? Presentar las novelas como unas memorias recientemente descubiertas, escritas por el propio Flashman con la misma sinceridad brutal que uno solo se permite en la vejez… o después del cuarto brandy.
En Príncipe Flashman, el protagonista ya ha sobrevivido —de milagro y condecorado, claro— a los horrores de Afganistán, y ahora goza de los placeres de Londres: buena comida y la gloriosa ociosidad que la aristocracia británica elevó niveles artísticos. Pero, como buen personaje de comedia, no puede estarse quieto.
Entra en escena Lola Montez, bailarina «española», amante del rey Luis de Baviera y catástrofe con corsé, que lo arrastra a una conspiración urdida por un joven Otto von Bismarck. Porque, ya saben, si hay que perder la dignidad, que sea entre personajes de este calibre.
Como ya indiqué, la premisa —Flashman obligado a hacerse pasar por un noble en un ficticio ducado centroeuropeo— es una parodia descarada de El prisionero de Zenda, y no por casualidad: Fraser insinúa que Anthony Hope robó la historia… de Flashman. Porque, claro, todo en este mundo es plagio o reinterpretación, como bien saben Tarantino y los algoritmos de Netflix.
La fórmula Flashman: cobardía, humor y seducción
Príncipe Flashman —muy bien traducido por Ana Herrera— es una sátira, pero también funciona como una gran novela histórica. Fraser, con rigor de cronista, nos lanza a las intrigas palaciegas del siglo XIX, burlándose del romanticismo que solemos atribuir a la historia europea.
Todo en el libro rezuma ese tono encantador, entre el cinismo y la erudición. Aquí el mérito de Fraser es doble. Por un lado, se permite ridiculizar la pomposidad de la la època —los reyes, las guerras, las fronteras trazadas con sangre e intrigas—. Por otro, construye un protagonista moralmente desastroso con el que, por alguna razón retorcida, terminamos simpatizando.
Flashman no tiene redención, ni la busca. Su brutal sinceridad sobre su propia cobardía y lujuria lo convierte en el narrador más fiable, precisamente porque no pretende ser un héroe. Es el tipo que huye de la batalla pero termina siendo condecorado. En definitiva, un embaucador afortunado en un mundo lleno de impostores.
Un enredo endiablado
Fraser juega con figuras históricas como si fueran piezas de ajedrez. Bismarck aparece como un político maquiavélico con un toque de villano a lo James Bond, y Lola Montez como una femme fatale sacada de un cabaret con pólvora en las medias. El escenario —el ficticio Ducado de Strackenz— es una idealización del romanticismo germánico, tan teatral que ni Wagner lo hubiera tomado en serio.
¿Y lo mejor? Fraser lo adorna todo con referencias verídicas, como si quisiera decir: todo esto es absurdo, pero no más que los hechos reales.
Del libro a la pantalla: una adaptación imperfecta
En 1975, Príncipe Flashman fue llevada al cine por Richard Lester, director con historial muy notable (¡Qué noche la de aquel día!, Golfus de Roma, Los tres mosqueteros, Robin y Marian) y con gusto por la coreografía de la espada y el slapstick.
El resultado, sin embargo, fue… digamos que desigual. En la cinta, titulada en España El cobarde heroico, Malcolm McDowell interpreta a Flashman con cierto esnobismo que desarma al personaje —Flashy no debe parecer elegante, sino alguien que heredó su educación y su cinismo a partes iguales—.
Con todo, la película tiene sus momentos: Oliver Reed como Bismarck es una bestia con monóculo y las escenas de acción están dirigidas con bastante gracia. Pero algo falla. Quizá la ausencia de esa voz narrativa que, en el libro, lo es todo. Sin Flashman hablando de forma constante al lector (ese tono confesional, entre la ironía y el chisme), la historia pierde su columna vertebral.
Fraser, pese a lo mucho que le interesó el cine, vetó futuras adaptaciones de sus libros tras esta experiencia. No por capricho: simplemente entendió que la esencia de Flashman era demasiado íntima, demasiado literaria, como para sobrevivir a los focos de Hollywood.
Algunos fans aún defienden la película, como quien defiende a una banda que solo sacó un buen disco. Y sí, hay destellos de talento en la cinta de Lester, pero poco más.
Ríanse, que esto es historia
Príncipe Flashman es, al final, una obra que desarma la épica a carcajadas. Nos recuerda que la historia no está hecha de héroes inmaculados, sino de oportunistas con suerte. Y también nos dice que detrás de cada estatua hay un tipo que probablemente preferiría estar en una taberna.
Fraser convierte a Flashman en el espejo deformado de nuestras fantasías heroicas. Y tal vez esta sea la verdadera enseñanza: que a veces el único modo decente de enfrentarse al pasado —y al presente— es con una sonrisa y haciendo un brindis.
Si no puedes ser valiente, al menos sé divertido. Flashman lo fue. Y mucho.
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