Poe fue el primer impacto de la literatura americana en Europa. Ya se conocían y se frecuentaban algunos escritores de ultramar en los viejos parapetos. Fenimore Cooper, por ejemplo. Pero América letrada dejó de ser mera tierra de mohicanos y traperos con Poe, fascinación de Baudelaire que lo fue luego de Mallarmé que lo fue luego de Valéry. Y también Melville, Hawthorne, Thoreau, Emerson, Whitman.
Dos cosas encandilaron a Poe en el poeta de El cuervo: la musicalidad de su palabra y su retrato de artista maldito, hecho de contradictorios atributos: alma de elección, sacrificada en el camino hacia un altar laico, mártir secular, sin lugar en la sociedad, aplastado por el culto democrático al término medio, calamitoso, errante, mal pagado como periodista, alcohólico, dotado con exquisito sentido de lo bello que fuera, a la vez, amor por la fealdad, la deformidad, lo desproporcionado, en grado capaz de causar irritación.
El artista de Poe y Baudelaire es un místico y, como todos los místicos, portador de un vicio oculto. Al lector corresponde averiguar de qué se trata. Al «hipócrita lector, mi semejante, hermano mío» que se invoca al entrar en el jardín de las flores malignas.
Poe había muerto joven, en plena calle, acaso asesinado. Un rotundo ejemplo de romanticismo, o que Baudelaire descifraba en clave romántica, señalando que América había sido capaz de tal cosa y que se podía incorporar al canon europeo con su panteón de ilustres gamberros, de atorrantes egregios.
Aquella capacidad guardaba las correspondientes ambigüedades. Se ocupaba de la vida y su más allá, de la plenitud y la imperfección, de lo real y lo ideal, lo dado por la naturaleza y lo deseado por el alma, la divina Psiquis. Inmediatos: lo feo, lo vacuo, lo muerto. Lejanos: lo bello, lo inmarcesible, lo eterno.
Ser admitido en París supuso ser admitido en el mundo. De vuelta en América, en las afrancesadas ciudades modernistas, Poe se incorporó a la selecta fauna de Los raros reunida por Rubén Darío. Como Baudelaire, el Gran Panida halló en Poe su autorretrato. Alude a su «tan vaga y triste poesía» y lo define como «el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte […] el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos», víctima de «la enfermedad del ensueño».
Darío remata el perfil con estas palabras: «Era un sublime apasionado, un nervioso, uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte que, por amor al eterno ideal, tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz».
La eclosión modernista, con Azul… en 1888 y Prosas profanas en 1896, coincide con otra eclosión, opuesta en su filosofía pero convergente en sus aficiones: el naturalismo, que viene del brazo de la filosofía positivista y, como el modernismo, frecuenta lo anómalo.
Lo raro rubendariano, en efecto, es lo inhabitual, extraordinario, irregular, minoritario,yel naturalismo trata a menudo los bajos fondos, la alienación, a las prostitutas, las tribadas, los sodomitas y los criminales natos de Lombroso, todo junto.
En Poe cabe hallar rasgos de este conjunto al lado del mesmerismo, las escenografías decadentes, los episodios góticos, el delirio, el erotismo macabro, el rapto demente mezclado con la visión mística, la teosofía junto a la ciencia experimental.
Sería enciclopédico y fatigoso rastrear la impronta de Poe en la narrativa y la poesía hispanoamericanas, desde el propio cuentista Darío y sus seguidores más cercanos, Horacio Quiroga y Leopoldo Lugones.
Cabrían, por ejemplo, José Antonio Ramos Sucre, José Asunción Silva, José María Vargas Vila, Enrique Gómez Carrillo, Salvador Salas Arrué, hasta llegar a los fantasmas que ven ciertos personajes de Manuel Mujica Láinez, Adolfo Bioy Casares y José Bianco.
Un encuentro Poe–Kafka se da en los cuentos de Virgilio Piñera. ¿Y Borges? Sin duda, el clima de pesadilla y la a menudo insoportable ilusión que llamamos mundo podrían considerarse incisos del mundo poeiano. Pero en Borges el intelecto reemplaza al cuerpo, lo concreto y tangible queda fuera del arte. Suya es otra América del Norte, la de Walt Whitman y sus claras mañanas, sus anchos caminos, sus multitudes laboriosas.
El viejo Walt asoleó las tinieblas pantanosas de Poe y celebró la democracia republicana. Rubén también lo admiró, aunque no por raro sino por epónimo, lo que él mismo quiso ser a ratos.
Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en ABC. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.