Ian Kewley es un teclista y compositor que hizo muy feliz mi adolescencia con los temas que creó junto a Paul Young para los tres primeros discos de este cantante, especialmente para el fabuloso The Secret of Association (1985), asistidos por la furia virtuosa de mi bajista más admirado, el gran Pino Palladino.
Sobre Paul Young cae una cruz muy pesada: su versión de «Everytime You Go Away», compuesta por Daryl Hall en 1980, eclipsa todo lo demás en su carrera. Pero Young no es Rick Astley ni un cantante de soul blanco al uso. Hay algo más pop en él y más hondo al mismo tiempo.
Por más que las versiones soul le dieran el éxito ‒»Wherever I Lay My Hat (That’s My Home)» es mi favorita‒, si uno analiza con paciencia sus discos se da cuenta de que el mejor Paul Young, o al menos el más genuino y rescatable, está en las canciones de su propia coautoría.
Junto a Kewley creó más de una docena de canciones pequeñas, con calado de serie B, pero que poco a poco le iban ganando terreno a los estándares que casi siempre salían como sencillos promocionales a tratar de comerse el mercado. Las canciones de Young y Kelley eran el «relleno», los westerns de Randolph Scott con los que se completaba el programa doble, y de repente ese relleno tomaba una mayor dimensión emocional a cada escucha. Lo curioso es que todas tienen «algo». ¿Alma? Pues sí.
Tras abandonar junto a Kewley el grupo Q-Tips, el debut de un Young solista en el 83, No Parlez, se revela un disco fresco, divertido y risueño; pero su segundo larga duración, el mentado The Secret of Association (1985), aporta mucho más en términos de creatividad, atmósfera y sorpresas, ya que, más allá de la sempiterna «Everytime You Go Away», el dúo se atreve a presentar su propio juguete de épica soul en la aparatosa pero lograda «Everything Must Change», junto a otros cuatro temas propios. Uno de ellos, «This Means Anything», es una de mis canciones pop favoritas de la década de los 80.
El tercer álbum, Between Two Fires (1986), resulta más discreto en todos los sentidos, pero me sigue gustando: sigue teniendo algo, sigue siendo consistente. Y además Young y Kewley aportan aquí notables baladas, como «Why Does a Man Have to Be Strong?» y la que da título al elepé.
Por desgracia, nunca supe por qué, un día Paul Young y Ian Kewley partieron peras y a partir de entonces el cantante ya no contó con su amigo y excolaborador para sus siguientes discos: fuera por ello o por otro motivo, pagó un alto precio y nunca volvió a gozar de la popularidad de antes… excepto con ocasión del terrorífico dúo con Zucchero en «Senza una donna» de 1991, que no sin razón lo empezó a condenar, como sus discos posteriores, a una versión edulcorada y vacía de sí mismo.
Esos siguientes discos fueron colecciones de versiones frívolas, sin alma, con algún hallazgo puntual, pero muy alejados en personalidad de sus primeros trabajos. Le faltaban carisma y arrestos. Como cuando George Michael perdió el don de componer y se puso a hacer gorgoritos con cualquier pamplinada…
A partir de ahí, Paul Young se convirtió en un traje planchado más del soul blanco, tan insustancial como un Eric Clapton maduro, aunque por suerte nunca tan plomizo.
Hubo una excepción en su caída en barrena: en 1997, con 41 años, se la acaba de pegar a lo grande bajo el sello East West Records, pero con un buen disco, titulado con su propio nombre: Paul Young. En sus surcos coquetea sin miedo con el country y sale bien parado, gracias de nuevo a sus temas, coescritos esta vez con el cantante y bajista Drew Barfield (ambos unidos previamente o a posteriori por la banda tex mex Los Pacaminos). La debacle económica del disco Paul Young debió de ser de tales dimensiones que el pobre no volvió a grabar en nueve años…, y eso gracias al revival por los 80 que trajo el nuevo siglo y a su participación en algún reality grotesco de la tele británica.
Y ahí sigue, sobreviviendo.
¿Y qué fue de Ian Kewley hasta su deceso en 2020? No lo sé y no sé si sentiré curiosidad por investigar el resto de su semioculta carrera.
Sólo sé esto:
Hubo un tiempo en que un quinceañero lleno de sueños y de acné pensaba que la vida era mucho más larga y que los triunfos te validaban para siempre; que era posible mantener la muerte eternamente a raya y que existían leyes inherentes a la vida que permitían que el esfuerzo siempre obtuviera su recompensa.
Ese pobre iluso de chaval, aquejado por accesos de melancolía inexplicable, buscaba consuelo tumbándose (verbo premonitorio donde los haya) en el sofá del comedor a escuchar sus discos preferidos. Y el trío formado por Paul Young, Ian Kewley y Pino Palladino le proporcionó innumerables momentos de felicidad. Irrepetibles ya en el hoy, gloriosos en el recuerdo.
Nunca supe quién era Ian Kewley, pero por ese chaval de quince años, le debía este texto.
Os dejo con su canción más bonita, «This Means Anything».
Como termina diciendo su letra, «es el fin de nuestro tiempo»…
Pues sí:
PD. Para saber más sobre Ian «The Reverend» Kewley, podéis leer este significativo obituario del propio Paul Young:
«Ayer perdí al compañero musical más importante de mi vida ‒escribe‒, el mismísimo ‘Reverendo’ Ian Kewley. Fue el teclista más increíble de un órgano Hammond B3 que haya salido del Reino Unido. Diría que uno de los cinco mejores del mundo. Nos hicimos amigos en los Q-Tips. Cuando empezamos a escribir temas juntos, él fue el primero en decirme que alzase el vuelo y aceptara un contrato en solitario (¡y justo cuando estaba teniendo una crisis de confianza!). Aprendió a tocar la trompa en el conservatorio, fue un arreglista increíble y fue mi director musical cuando grabé los mayores éxitos de mi carrera. (…) Recuerdo cuando fuimos a la CBS, y nos dijeron que había una buena posibilidad de que ‘Wherever I Lay My Hat’ pudiera alcanzar el número 1. Salimos de las oficinas e Ian se sentó en un banco del parque, en la plaza del Soho. Luego miró hacia arriba y dijo: ‘Esto es todo, ¿no? Después de 10 años de trabajo duro, finalmente puedo permitirme mantener a mi familia’. Ese es el sueño de todo músico…».
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