Cualia.es

«Patos salvajes» («The Wild Geese», 1978), de Andrew V. McLaglen

Alguien tenía que decirlo y quién mejor que Roger Ebert: «A los géneros cinematográficos básicos como el western, el musical y el cine negro ‒escribía el crítico en 1978‒, tal vez deberíamos agregar uno nuevo: películas en las que los clásicos actores británicos, alcohólicos y envejecidos, visten de color caqui y disparan ametralladoras. Una vez que tienes el reparto, ya está todo casi hecho, y la historia es tan predecible que es maravilloso que el público vaya a verla una vez más. (…) ¿Qué están haciendo los actores en este lío? Ganar dinero, supongo».

Imagino que a Ebert no le quedó otra opción que la ironía al enfrentarse a una película que, por aquellas fechas, parecía un anticuado ejercicio comercial, protagonizado por viejas estrellas que no soportaban su decadencia física. El propio guion es consciente de ello, y por eso añade réplicas dignas de una comedia, como cuando Richard Burton comenta: «Hay una cláusula especial en mi contrato que dice que mi hígado debe ser enterrado por separado con todos los honores».

Sin embargo, Patos salvajes queda lejos de la comicidad testosterónica de Los mercenarios (The Expendables, 2010) y opta por tomarse a sí misma en serio, quizá porque el productor, Euan Lloyd, era un tipo chapado a la antigua, o acaso porque el libro en el que se basaba no permitía otro enfoque.

Como a veces sucede con los superventas, la novela Los Gansos Salvajes (The Wild Geese, 1978), del rodesiano Daniel Carney, fue adaptada al cine antes de convertirse en un fenómeno editorial. De las muchas cosas que contaba el libro, la actividad de los mercenarios era la más atrayente. Gracias al citado Euan Lloyd, el texto de Carney se convirtió rápidamente en un guion. Para mejorar el efecto publicitario, llegó a las librerías al mismo tiempo que el estreno.

La trama es violenta. Muy violenta. Casi tanto como lo era la realidad en la que se inspira Carney, y que ya había explorado Último tren a Katanga (1968), de Jack Cardiff.

Todo comienza en 1968. El depuesto presidente del Congo, Julius Limbani (inspirado en Moïse Tshombe, primer ministro de la República Democrática del Congo desde 1964 a 1965), vuela hacia Israel, pero su avión es secuestrado por orden del general Ndofa (inspirado, a su vez, en el dictador Mobutu Sese Seko). Dicha operación impide que el coronel Allen Faulkner pueda organizar un golpe de Estado que devuelva el poder a Limbani.

Dos años después, el banquero Sir Edward Matherson informa a Faulkner de que Limbani sigue vivo. Matheson propone a Faulkner que organice una unidad de mercenarios para rescatar al político africano. Para ello, Faulkner convoca a varios camaradas que lucharon junto a él en el Congo. Entre ellos, el capitán Rafer Janders, un soldado de fortuna estadounidense que ahora tiene problemas con la mafia, el joven teniente Jeremy Chandos y el sargento Sandy Young (Como veremos, la película introduce cambios en esta caracterización, pese a respetar el argumento literario).

Tras entrenarse en Mozambique, la fuerza de combate de Faulkner vuela hasta las cercanías de Albertville. Deben luchar con efectivos del ejército nacional congoleño (ANC) para liberar a Limbani, y también se enfrentan con los Simba, una horda paramilitar, partidaria de Ndofa. (En la película sabremos que Sir Edward llega a un acuerdo con este último para explotar las minas de cobre, y entonces todo el plan de Faulkner se viene abajo). Sin evacuación aérea, las tropas mercenarias se dirigen hacia el sur, hostigados de forma implacable por los Simba.

Los aficionados a la historia del siglo XX ya habrán reconocido qué claves manejó Carney a la hora de desarrollar esta aventura. Sin darle muchas vueltas, también podemos concluir que cualquier lector de 1978, con una simple ojeada a la prensa, lo tenía muy fácil para ver cuánto había de verdad y cuánto de ficción en este libro.

Comencemos por sus protagonistas, y en concreto, por Faulkner, cuya biografía se parece, no casualmente, a la de un soldado de fortuna bien conocido por aquellos días.

Entre los mercenarios que operaron en el Congo, destacaron tipos como el francés Bob Denard y el belga Jean «Black Jack» Schramme, pero sin duda el más distinguido fue Michael «Mad Mike» Hoare (1919-2020). Nacido en Calcuta de padres irlandeses, Hoare creció soñando con las hazañas (y las tropelías) del pirata y navegante Sir Francis Drake. Su juventud fue la de un hombre de acción: se ganó los galones durante la Segunda Guerra Mundial y más adelante organizó safaris en Sudáfrica. En un escenario internacional en el que la tierra temblaba casi cada semana, no tuvo problemas para saciar su espíritu aventurero, esta vez como mercenario.

En 1961, cuando la provincia de Katanga se quiso separar de la recién independizada República del Congo, Hoare lideró a la unidad militar que intervino en ese conflicto.

Por desgracia, la guerra civil fue el combustible que hizo arder el país desde su formación. Pero lo peor (o lo mejor, desde el punto de vista de Hoare) aún estaba por llegar. En 1964, el primer ministro congoleño Moïse Tshombe contrató a Hoare para una misión que no podía rechazar: dirigir al Quinto Comando con el propósito de sofocar la rebelión Simba (1963-1965).

La principal hazaña de los 300 hombres de Hoare se enmarca en la llamada Operación Dragón Rojo, organizada junto a paracaidistas belgas y pilotos cubanos exiliados (contratados por la CIA tras la invasión de bahía de Cochinos). Los mercenarios lograron liberar a 2000 civiles, todos ellos rehenes de los Simba, en Stanleyville. Mezclando realidad y ficción, este hecho histórico sirvió de base argumental a la película que mencioné previamente, Último tren a Katanga.

La visión romántica que se tuvo de estos mercenarios fue una hazaña publicitaria del propio Hoare, un hombre bien dotado para las relaciones públicas. Así, el apodo de «gansos salvajes» (mal traducido a nuestro idioma como «patos salvajes») aludía al ejército mercenario irlandés que combatió en los siglos XVII y XVIII.

Inspirándose libremente en estos hechos, Daniel Carney escribió su libro, que como ya vimos, pronto fue traducido a la pantalla. La película resultante, Patos salvajes, contó con el mismísimo Hoare cono asesor técnico. De hecho, su protagonista, el coronel Alan Faulkner, encarnado por Richard Burton, venía a ser una versión idealizada del propio Hoare. Además, en el reparto figura Ian Yule, otro ex militar que también había sido mercenario bajo el mando de «Mad Mike». Algunas fuentes indican que Yule fue quien consiguió que este último participase en el rodaje.

La película, una producción británico-suiza rodada en la Sudáfrica del apartheid (aprovechando sus paisajes y sus exenciones fiscales), es fiel al planteamiento de la novela, sobre todo en su primer tramo.

El productor Euan Lloyd quería una cinta bélica de corte clásico, así que no dudó a la hora de reunir a un reparto multiestelar. Además de Richard Burton, encontramos a Roger Moore como el teniente Shawn Fynn, a Richard Harris como el capitán Rafer Janders, a Hardy Krüger como el teniente afrikáner Pieter Coetzee y a Stewart Granger como el magnate Sir Edward Matheson.

Winston Ntshona da vida al presidente Julius Limbani. Es significativo el perfil positivo que tiene el personaje en la película, dado que su referente real, el ya citado Moïse Tshombe, tuvo un papel histórico más discutible.

Tshombe sabía que la inestabilidad del Congo era letal para los intereses mineros en Katanga. Llegó a presentarse a las elecciones de 1960 formando una alianza electoral con la Union Katangaise, integrada por los colonos belgas blancos de Katanga. Tras a acusar al gobierno central de simpatías comunistas e inclinaciones dictatoriales, promovió la secesión de Katanga con el respaldo de Bélgica y de la industria minera. El primer ministro congoleño Patrice Lumumba y su sucesor en el cargo, Cyrille Adoula, que asumió el poder entre 1961 y 1964, lograron que las fuerzas de la ONU, bajo la dirección del secretario general Dag Hammarskjöld, se involucraran en el conflicto. Por su parte, las potencias interesadas en la explotación de las riquezas katanguesas, apoyaron a Tshombe con soldados de fortuna. Por ejemplo. Francia envió a la zona a otro mercenario mítico, el ya citado Bob Denard.

Por cierto, la lucha de Denard contra los militares irlandeses de la ONU aparece reflejada en la película El asedio de Jadotville (The Siege of Jadotville, 2016) dirigida por Richie Smyth, escrita por Kevin Brodbin y protagonizada por Jamie Dornan, Guillaume Canet y Emmanuelle Seigner.

Poco antes, el gobierno de Lumumba había sido disuelto y el primer ministro acabó secuestrado en Katanga. Lo ejecutó un pelotón dirigido por otro mercenario, el belga Julien Gat.

Aun así, los peones no dejaron de moverse en el tablero. Tras negociar con Tshombe un alto el fuego, Dag Hammarskjöld murió en un accidente aéreo. Gracias al apoyo de los conservadores norteamericanos, Tshombe se convirtió en un aliado frente a la política exterior soviética en África. En 1963 las fuerzas de la ONU dominaron Katanga y Tshombe acabó exiliándose en España, pero un año después, regresó para ser primer ministro del país. Tras el golpe de estado de Mobutu, Tshombe volvió a España. En 1967, su avión fue secuestrado por el servicio secreto francés y llevado a Argelia, donde murió en 1969. Aunque se cree que fue un fallecimiento natural, hay quien señala que fue envenenado por orden de Mobutu o incluso de la propia CIA.

A través de la figura ficticia de Julius Limbani, la película fantasea con la posibilidad de una historia alternativa, en la que el presidente habría sido rescatado. Los rumores de un intento de rescate en Rodesia, por parte de mercenarios, también forman parte del argumento del film.

Gracias a la recomendación de John Ford, amigo de Euan Lloyd, el director elegido para rodar la cinta fue un realizador de westerns, Andrew V. McLaglen, hijo del director Victor McLaglen. No olvidemos que en su filmografía hay otras cintas de género bélico y tono similar, como La brigada del diablo (1968) y Lobos marinos (1980).

El papel encomendado a Richard Harris, Rafer Janders, inicialmente iba a ser interpretado por Burt Lancaster. La elección de Harris era todo un riesgo, sobre todo si se tiene en cuenta que su alcoholismo y sus mal carácter habían afectado negativamente al rodaje de Terror nuclear (Golden Rendezvous, 1977), de Ashley Lazarus y Freddie Francis.

Witty, el médico gay, es encarnado en el film por Kenneth Griffith, y tres de los personajes más jóvenes fueron interpretados por el hijo de Alan Ladd , David Ladd, el hijo de Stanley Baker, Glyn Baker, y Anna Bergman, la hija de Ingmar Bergman.

El rodaje transcurrió en Sudáfrica durante el verano y el otoño de 1977, y en los Twickenham Film Studios de Middlesex. Ni que decir tiene que la ambientación sudafricana generó protestas entre los grupos anti-apartheid.

Más allá de tantos detalles inspirados en la realidad, Patos salvajes asegura una felicidad instantánea a los amantes del género bélico. No creo que Andrew V. McLaglen sea el director más sutil del mundo, pero aun así, la cinta refleja los males que padece África y el modo en que el odio se fue inflamando en países como el Congo.

A los diez minutos de iniciada la película, el espectador ya se ha identificado con los protagonistas. Hay una glorificación de los mercenarios, de eso no cabe duda, y aunque es evidente que no se trata de figuras admirables, el guion insiste en presentarlos como hombres de honor.

El guion apela a viejos clichés ‒la reunión de viejos combatientes, la camaradería, la dureza de los personajes, los golpes del destino…‒ para convertir esta historia en algo parecido a un western crepuscular, en el que un puñado de veteranos opta por morir con las botas puestas.

A pesar de su violencia, la película pasa de puntillas por asuntos que trata con más decisión y talento Último tren a Katanga. En lo puramente visual, tampoco alcanza el nivel cinematográfico de dicha película. Sin embargo, dejando aparte ciertos vaivenes en su ritmo interno, este es uno de esos films que uno vio durante su infancia y adolescencia con la sensación de que el amor por el peligro puede ser algo razonable.

Dejo para el final esa inolvidable escena en la que Richard Harris corre desesperadamente tras el avión en el que le esperan sus compañeros. Todo en ella resulta dramático y transmite verosimilitud. Si el listón de la película hubiera estado tan alto a lo largo de todo el metraje, hablaríamos de una obra maestra. Como ya imaginan, no es así. En todo caso, Patos salvajes fue un éxito y es el referente de films posteriores, como Los perros de la guerra (The Dogs of War, 1980), de John Irvin.

Copyright del artículo © Guzmán Urrero. Reservados todos los derechos.

Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.