La hostilidad hacia la tecnología revistió varias formas y grados de intensidad entre los modernistas de las primeras décadas del siglo XX: para algunos, el peligro estaba en la creciente mecanización del panorama social, en la creencia de que los seres humanos como entes individuales serían tratados como meras ruedecillas de una gran maquinaria. Para otros, la dirección de la sociedad hacia la tecnología implicaba una deplorable pérdida de la naturaleza original y el contacto con lo orgánico y lo espiritual.
Este punto de vista se encuentra a menudo en los escritos de la autonombrada élite del modernismo. No sería desacertado afirmar que para estos escritores, la ciencia-ficción es un género exclusivamente distópico: las máquinas y la tecnología, tan celebradas y convertidas en fetiches por la ciencia-ficción pulp del periodo, se presentan como artefactos perniciosos y deshumanizadores en trabajos como R.U.R. (1921), de Karel Čapek, Metrópolis (1927), de Fritz Lang, Un mundo feliz (1932), de Aldous Huxley, Destrucción (1943), de René Barjavel, Siete días en Nueva Creta (1949), de Robert Graves, o 1984 (1949), de George Orwell. En todos esos casos, se presentan sociedades futuristas construidas de acuerdo con premisas científicas o tecnológicas en detrimento de la calidad de vida individual y el propio espíritu de sus ciudadanos. Nosotros , de Yevgueni Zamiatin, es uno de los primeros y más ilustres ejemplos de esta línea de pensamiento.
En el siglo XXVI, tras la Guerra de los Doscientos Años, el Estado Único gobierna todos y cada uno de los aspectos de la vida de los ciudadanos. Éstos se hallan confinados en una gran ciudad rodeada por el Muro Verde y coronada por un cielo eternamente azul gracias a torres condensadoras que aíslan su atmósfera del exterior. Es una comunidad uniformizada, despersonalizada y rígidamente diseñada por los principios del socialismo científico y el taylorismo (doctrina que promulgaba un sistema perfecto de trabajo en base a criterios racionalistas y que consideraba al trabajador desde un punto de vista estrictamente funcional). Todo reside en la creencia de que el pensamiento individual y la libre voluntad son las causas de la infelicidad.
Los ciudadanos o «números» del Estado Único son controlados con precisión matemática: las parejas sexuales están asignadas y el tiempo de intimidad está regulado: los ciudadanos viven en edificios de cristal en los que la privacidad está prohibida y sólo obteniendo una cédula especial pueden correr las cortinas durante los intercambios sexuales; la comida es sintética y la religión ha sido sustituida por el seguimiento ciego al Benefactor, el líder del Estado Único, a quien no se puede criticar so pena de ser ejecutado en un ritual público; la correspondencia se revisa antes de entregarse al destinatario y los Guardianes se encargan de seguir a los ciudadanos y vigilar que no se desvíen, ni de acto ni de pensamiento, de la obediencia incondicional. La música se compone con máquinas y siguiendo pautas matemáticas; las marchas e himnos oficiales suenan continuamente en las fábricas; los científicos han hallado incluso un método quirúrgico para extirpar la «creatividad», fuente de peligrosas ideas.
En este marco, el protagonista y narrador, D–503 es el ciudadano ideal: ortodoxo, inflexible defensor del sistema en el que vive, seguidor puntilloso de las normas, ha sido el ingeniero jefe de la nave Integral, un vehículo interestelar cuya misión es «convertir» a otras especies alienígenas a las bondades de la ideología del Estado Único: «Tenéis por delante la tarea de imponer el bienhechor yugo de la razón a los ignotos seres de otros planetas –quizá aún en estado de salvaje libertad–. Si no comprenden que llevamos la felicidad matemáticamente infalible, nuestro deber es obligarles a ser felices».
Cuando conoce y se enamora de I–330 entra en contacto con una forma de pensar claramente subversiva que, sin embargo, le arrastra sin poder evitarlo. Empezará a relacionarse con un grupo de rebeldes que actúa tras las bambalinas tratando de socavar los cimientos de esa ciudad superracionalista, abogando por un regreso a la Naturaleza que prospera más allá del Muro Verde. D–503, confuso ante sus propios sentimientos, desnuda su alma en un diario tratando de examinar su propia evolución y el autodescubrimiento de algo que parecía olvidado en esa sociedad: el alma .
Por un momento, parece que la rebelión triunfará: la gente deja de caminar en formación, corre las cortinas de sus habitáculos e incluso se abandona a vicios como el alcohol y el tabaco. El Sistema responde haciendo que todos los Números se sometan a una Operación , una especie de lobotomía que hace imposible el comportamiento opositor. El narrador acaba sometiéndose a tal mutilación, pero solo después de luchar por rebelarse. La novela termina a la rusa: de forma muy oscura, aunque con indicios –gracias a la purificada conciencia de D–503– de que de las cosas podrían estar cambiando.
Zamiatin comprendió muy bien el histórico proceso político y social dentro del cual transcurrió su vida y del que, en último término, fue víctima. Nosotros refleja en su primera parte las aspiraciones y contradicciones del comunismo revolucionario: intentando derribar una tiranía, impuso otra todavía peor. Para el socialismo científico, la libertad era sinónimo de caos, del imperio del más fuerte y, por tanto, de injusticia, explotación y atraso. Eran necesarias estrictas normas que convirtieran la sociedad en un mecanismo eficiente, eliminando todo aquello relacionado con la pasión y el instinto. Las diferencias económicas, sociales, intelectuales e incluso físicas provocan envidia y violencia. Por tanto, hay que eliminarlas uniformizando toda la sociedad. Pero al hacerlo es necesario suprimir la libertad personal y, consecuentemente, la creatividad. Cuando el protagonista de la novela contempla una máquina en funcionamiento, reflexiona «¿Por qué es bello? ¿Por qué es bella esa danza? Respuesta: Porque es un movimiento no libre, porque el sentido de esa danza subyace en su absoluta subordinación estética al ideal de la no libertad (…) El instinto de la no libertad es, desde tiempos inmemoriales, innato en el hombre. (…) He leído y escuchado cosas inverosímiles acerca de los tiempos en que la gente vivía libre, es decir, en estado de salvaje desorden. ¿Por qué el poder estatal de entonces les permitía vivir sin leyes comparables a las nuestras, sin paseos obligatorios, sin horarios fijos de comida, levantándose y acostándose cuando les venía en gana?».
La puesta en práctica de aquella visión fue un total fracaso, lo que no puede extrañar a quien no sea tan fanático como D–503 –o, ya puestos, los socialistas científicos. La inhumanidad inherente a esa sociedad y su oposición a algo tan fuertemente impreso en nuestros genes como la apreciación de la belleza natural, los sentimientos hacia el prójimo o el deseo de destacar y progresar sólo podía acabar de dos formas: en una nueva revolución que la destruyera o en una apatía generalizada de resultados igualmente devastadores. Zamiatin no sólo lo supo ver sino que su propio carácter era ferozmente opuesto a cualquier tipo de totalitarismo.
Simpatizó con los inicios del bolchevismo y por ello cumplió pena de exilio y cárcel en los calabozos zaristas. Pero su gran competencia profesional (era ingeniero naval) le permitió permanecer destacado en los astilleros británicos de Newcastle construyendo rompehielos durante los peores momentos de la Primera Guerra Mundial. Regresó a su patria cuando ya el comunismo se había adueñado del poder. Había comenzado a publicar a comienzos de la segunda década del siglo, alcanzando un notable prestigio en los círculos literarios por su prosa, agudeza crítica y actividad en el seno de publicaciones y asociaciones diversas. Pero eso duró poco. En 1920, impulsado por su espíritu rebelde y contrario a los totalitarismos de cualquier signo, escribió Nosotros, obra para la que no sólo no encontró en su país editor, sino siquiera impresor. Nadie quería verse relacionado con un escrito claramente crítico con el partido.
Pero, al final, alguien fuera de Rusia acabó haciéndose con el manuscrito, traduciéndolo y publicándolo en inglés en 1924. Cuando esto se supo en Rusia, Zamiatin acabó inmediatamente marcado como contrarrevolucionario y subversivo por un régimen que ya enseñaba su verdadero y tiránico rostro. De repente se encontró desterrado en su propia casa. Las políticas crueles y desatinadas de Lenin primero y Stalin después le desengañaron aún más, y acabó escribiendo una carta personal al segundo en 1931, rogándole que le aplicara el castigo del exilio para poder salir de esa muerte en vida. Gracias a la intercesión de Máximo Gorki, Stalin accedió y el escritor murió en el exilio, en París, en 1937, odiado a partes iguales por los izquierdistas y los derechistas. Al menos, tuvo más suerte que Mijail Bulgakov, otro autor maldito por haber escrito una obra de ciencia-ficción, Los huevos fatales.
Estrictamente hablando, el libro tiene una estructura episódica algo dispersa y una línea narrativa débil y confusa (me temo que la traducción tampoco ayuda –aunque esto sólo lo puedo suponer porque no tengo ni idea de ruso). Pero la relevancia de la obra va más allá de sus méritos estilísticos. Hubo otras distopias antes de Nosotros , pero ésta fue la primera en exponer un contenido netamente político identificable con un régimen real.
Otras obras posteriores en la misma línea, como 1984, de George Orwell (quien admitió claramente la influencia de Nosotros en su novela tras haber leído una traducción francesa de la obra de Zamiatin) o Un mundo feliz, de Aldous Huxley, gozarían de mayor predicamento, probablemente porque sus autores eran británicos y más conocidos en la sociedad en la que publicaron sus trabajos. La llegada de Nosotros a América fue más tardía. Sólo en la década de los cincuenta, compiladores y críticos como Damon Knight o James Blish prestaron atención a la ciencia-ficción europea cultivada por autores no adscritos al género pero que hacían uso del mismo para reflexionar sobre algún aspecto social o político en particular.
De la misma forma que los primeros números de la revista Amazing Stories ayudaron a conformar la tradición moderna de la ciencia-ficción recuperando a los escritores decimonónicos de romances científicos, esta nueva generación de autores profundizó en el género incorporando nuevos y ambiciosos campos como el surrealismo, la sátira, la fantasía o la especulación utópica/distópica. También reconocieron que la ciencia-ficción podía encontrarse fuera de las fronteras norteamericanas: Aldous Huxley, Olaf Stapledon, Karel Čapek o Yevgueni Zamiatin vieron entonces su nombre agregado a la lista de clásicos del género. Esta actitud abierta no tuvo su correspondencia por parte de los críticos y escritores de la literatura general, que no sólo siguieron contemplando a la ciencia-ficción como un hermano pobre, sino que se negaban a considerar trabajos como Un mundo Feliz , 1984 o el propio Nosotros , novelas de CF, argumentando que sólo hacían uso de la misma como pretexto para transmitir un mensaje social. En otras palabras, eran literatura en la misma medida en que no eran ciencia-ficción. Aunque el género obtuvo mayor grado de madurez, consolidación y autonomía a finales de los cincuenta, todavía era visto por aquellos no familiarizados con él en términos de las fórmulas propias de los pulp y películas de monstruos. Su progresiva aceptación se produjo, precisamente, conforme el género se fue distanciando de sus orígenes.
Y, sin embargo, aún hubo de pasar más tiempo antes de que su obra pudiera ser leída por quien mejor la podía comprender: sus propios compatriotas. Aunque la edición en lengua rusa vio la luz en 1952, sólo lo hizo en Norteamérica. Mientras tanto, su nombre continuaba vetado por la jerarquía soviética y Nosotros no se publicó hasta el forzado aperturismo del país a finales de los ochenta del siglo pasado.
Zamiatin murió arrinconado, exiliado y derrotado debido a esta obra. Nunca llegó a saber la profunda influencia que tuvo en la ciencia-ficción, pero probablemente no le hubiera sorprendido conocer que la novela anticipó muchos de los horrores que estaban por venir: las guerras devastadoras, la construcción de sociedades utópicas fallidas, la abolición de la religión como atavismo bárbaro para ser sustituida por la racionalidad opresiva y el culto al líder, el espionaje y supervisión de los propios ciudadanos, la censura, el miedo, la paranoia y los intentos de homogeneización racial y mental. Sin embargo, Nosotros no es sólo una feroz sátira de los regímenes totalitarios que entonces se avecinaban y que hoy ya no existen, sino de la propia civilización industrial y las consecuencias de considerar al hombre como un «recurso» al servicio de un sistema. Y eso, mirad alrededor, aún está pero que muy vigente.
Copyright del texto © Manuel Rodríguez Yagüe. Sus artículos aparecieron previamente en Un universo de viñetas y en Un universo de ciencia-ficción, y se publican en Cualia.es con permiso del autor. Manuel también colabora en el podcast Los Retronautas. Reservados todos los derechos.