No teman aquellos lectores a quienes impacientan los autores checos poco divulgados. No nos encontramos ante un escritor de vanguardia, ni ante un raro cabalista. En realidad, Egon Erwin Kisch fue una gloria del periodismo, y sus crónicas, amenas y profundas, no han perdido ni un ápice (o casi) de su vigencia.
En aquella Praga políglota, bohemia y vibrante donde surgieron las obras de Franz Kafka, Franz Werfel o Paul Leppin, Kisch pulió su estilo ‒en alemán‒ y acabó convirtiéndose en uno de los autores más leídos del país.
Esto último tiene varias razones. En primer lugar, conviene dejar claro que hablamos de un gran narrador, que eligió el periodismo como podría haber elegido cualquier otro género literario.
En segundo término, se trata de un periodista que supo elegir sus temas con un tino excepcional. Y en tercer lugar, hay que recordar que su izquierdismo permitió que sus obras siguieran difundiéndose durante el periodo de la dictadura comunista, venciendo así al olvido en su tierra natal. En todo caso, este compromiso no aparece en sus textos de forma panfletaria y grosera. De hecho, durante su pimer periodo, él se cuidó mucho de mostrar este partidismo en ellos, así que uno puede simpatizar enormemente con Kisch sin necesidad de entrar en política (cosa que no sucede con otros autores de la época, empeñados en que su credo, de un signo u otro, quedase diluido en la tinta de su estilográfica).
Los reportajes de Kisch son un testimonio extraordinario ‒y a veces dramático‒ del tiempo que le tocó en suerte vivir, pero su valor más genuino, a mi modo de ver, es su encanto narrativo. Escritas a favor del lector, con un gancho inimitable, estas crónicas siguen siendo una auténtica delicia.
Nacido en Praga, en 1885, Kisch creció en el seno de una familia judía de clase media. Estudió en Berlín y luego pasó a ejercer su profesión en su ciudad natal, empleado por un periódico liberal, Bohemia, en cuya redacción permaneció desde 1906 hasta 1913.
Le tocó pasar el infierno de la Primera Guerra Mundial alistado en el ejército austriaco, y también asistió al nacimiento de un nuevo país, Checoslovaquia.
Bajo esa nueva bandera, las comunidades judía y alemana no lo tuvieron demasiado fácil. Este doble rechazo (antigermano y antisemita) puede ser visto como una paradoja, sobre todo si lo observamos con el paso del tiempo. El caso es que Kisch se desplazó a Berlín, pero ni siquiera allí tuvo el viento a su favor. Los nazis se encargaron de recordarle sus afinidades comunistas. Se salvó del holocausto, pero a partir de ahí, sus exilios y viajes fueron constantes. Marchó a París, al Reino Unido, a China, a Australia, a España… Con la maleta a cuestas, en todas partes le acompañó su fama de autor subversivo.
Podemos recriminar a Kisch que, tras su viaje a Rusia, no descubriera la ferocidad autoritaria de los soviéticos, pero su caso, como el de otros, es más o menos perdonable si tenemos en cuenta la fascinación que despertaron los autoritarismos en el periodo de entreguerras (es decir, antes de que el estalinismo y el hitlerismo mostrasen toda su infamia). Una fascinación que, en el caso de Kisch, le impidió ver el auténtico rostro del carnicero Stalin.
Después de pasar por Estados Unidos, donde le denegaron el visado, y por México, donde residió por un tiempo y participó en el devenir de la comunidad germana, volvió a Praga en 1946. Allí murió el 31 de marzo de 1948.
Sinopsis
Edición, traducción del alemán y posfacio de Francisco Uzcanga.
Egon Erwin Kisch dilató las fronteras del género hasta los límites de la literatura; fabuló la realidad, la dramatizó, hizo palpitar los hechos y contribuyó a que el reportaje sirviera para transmitir y explicar al lector los cambios vertiginosos que se estaban produciendo en los años veinte del siglo pasado. Kisch aprendió muy pronto a observar y describir lo cotidiano. La resonancia de sus reportajes, que aparecían en numerosos diarios y revistas, fue tan grande que enseguida se publicaron tomos recopilatorios, algunos de los cuales estarían entre los libros más vendidos durante la República de Weimar. Su estilo ágil e incisivo, la presentación visual, casi fílmica, la perfecta ambientación de los lugares donde transcurren los hechos y una tensión narrativa que consigue atrapar al lector desde la primera línea convirtieron a Kisch en el maestro del reportaje literario en lengua alemana.
Egon Erwin Kisch (1885-1948) era hijo de un comerciante de Praga, ciudad donde nació. Tras estudiar en una escuela de periodismo berlinesa, trabajó hasta 1913 como reportero para el Bohemia, el más importante periódico en lengua alemana de Praga. Durante la Primera Guerra Mundial fue soldado del Ejército Real e Imperial. Formó parte del Consejo de Obreros y Soldados y en 1918 fue nombrado primer comandante de los Guardias Rojos de Viena. En 1921 se trasladó a Berlín. Sus periplos como reportero, que lo convirtieron en una celebridad, lo llevaron a la Unión Soviética, Estados Unidos, China y Australia. En 1933, a raíz de la persecución de simpatizantes comunistas desencadenada tras el incendio del Reichstag, estuvo detenido en la fortaleza de Spandau y fue deportado a Praga. Ese mismo año se marchó a París, ciudad en la que vivió hasta 1939 y desde la que realizó varias visitas a España durante la Guerra Civil. Tras el comienzo de la Segunda Guerra Mundial se trasladó a Estados Unidos, pero al cabo de poco tiempo fijó su residencia en México. En la primavera de 1946 Kisch regresó a Praga, donde murió dos años más tarde.
Otro de sus libros, De calles y noches de Praga apareció en la colección Paisajes narrados (editorial Minúscula).
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