Prefiero Nero Wolfe a Sherlock Holmes porque Archie Goodwin me gusta mucho más que John Watson.
Sin su extraordinario ayudante y narrador oficial de cada caso, el orondo detective de Montenegro nacionalizado estadounidense resultaría un personaje más que cargante, puesto que su mayor originalidad consiste en que muy raramente abandona su despacho/hogar, y es el dinámico Goodwin quien realiza toda la investigación y trabajo de campo que luego condensa en un detallado informe. En el fondo ‒y tal vez ahí radique la popularidad de la pareja‒, estamos ante un Dionisos aliado con un Apolo donde no siempre el físico de ambos se corresponde con la deducción más obvia; o, por decirlo de otro modo ‒así funcionan dialécticamente‒, ante un Don Quijote gordinflón y un Sancho Panza apolíneo.
Wolfe es el genio excéntrico, un sibarita asexual de prodigioso intelecto, pero Goodwin es el personaje verdaderamente entrañable. ¡Y qué personaje! Su categoría ya casi alcanza la de mito popular del folclore anglosajón, a la altura de un Huckleberry Finn o una Moll Flanders.
Podría tratarse de un pícaro español si no tuviera tan buen fondo y tan poco sentimentalismo; y ser conducido de su mano por la investigación en curso resulta una absoluta delicia e incluso un privilegio para el lector. Su maestría para narrar los casos y para meterse en líos raya el delirio, para nuestro placer de butacón.
Con Nero sólo me identifico en su color favorito, pero Archie personifica todo lo que un chico humilde de extrarradio querría ser: ingenioso, aplomado, ecuánime, seductor y terriblemente divertido. Y un cronista de primera: nuestro corazón vibra por igual cuando describe con desapasionamiento de púgil experto su pelea a puños con un fornido matón que cuando a media narración se encuentra el cadáver de la heroína de la historia o cuando desmenuza cada clímax con la inevitable convocatoria de sospechosos al despacho de Wolfe, donde éste expone invariablemente al culpable y a veces hasta lo deja en el sitio de un botellazo de su cerveza favorita: matar o enviar a la silla eléctrica nunca le supone demasiados reparos.
Pero volvamos a Archie Goodwin: lo que hace de él un personaje único es lo impredecible de su conducta, llevándonos mediante el estricto subgénero del «¿quién ha sido?» a terrenos limítrofes con la suspensión de los sentidos propia de la fantasía bien construida.
Cuando el ayudante de Wolfe toma inesperadas decisiones por su cuenta sin consultar a su jefe, como llegar a la escena de un crimen y empezar a dejar sus huellas dactilares por todas partes para ser incriminado, uno sabe que Rex Stout (1886-1975) ha vuelto a camelarnos y a meternos en su bolsillo. Casi siempre tira por el lado que menos esperamos ‒no marea la perdiz: sólo va unos metros por delante de nosotros‒ y eso es lo que hace de sus ficciones tan deleitoso pasatiempo. Las soluciones a cada crimen suelen incluir al menos una idea brillante y, si bien algunas sólo funcionan sobre el papel, se bastan para arrancar un oh circense. Para alcanzarlo, de propina se nos permite lanzar por el camino varias carcajadas. No se puede pedir mucho más.
Nero Wolfe debutó en la entretenida novela Fer-de-Lance en 1934, y es por donde recomiendo empezar el itinerario, aunque la siguiente, La liga de los hombres asustados (The League of Frightened Men, 1935), me parece mucho mejor concebida. Su autor se acoge enseguida a la intriga de fórmula y por suerte para la personalidad de la saga no trata de emular a su admirado Conan Doyle: más bien atisbamos en la maquinación de cada obra un potente cerebro matemático que nos guía inexorablemente -mediante el despiste continuo- a una resolución sorpresiva y casi siempre sorprendente. Hay algo profundamente maquiavélico en las tramas de Stout, como si Moriarty se hubiera puesto a escribir sus propios casos como detective. Y de modo extraño para una serie literaria de tanto éxito como la suya, Rex Stout no se esfuerza en crear simpatía ni lazos emocionales con los personajes. Se van dando con el tiempo, pero no hace concesiones emotivas al lector. Llega, propone, soluciona y se retira sin casi margen al regodeo de los sentimientos. Y sin embargo, uno acaba adorando a ese pintoresco dúo.
Eso sí, espolvorea cada caso con suficientes interrogatorios y broncas ‒hilarantes los careos inevitables con el gruñón inspector Cramer‒, trances violentos, duelos de ingenios y aprietos cómicos como para convertir cada cita con Wolfe y Goodwin en un hábito delicioso. Y sobre todo, el duelo de ingenios continuo entre ambos, la manera fabulosa que tiene el impertinente Archie de sacar de sus casillas a un exasperado Nero, proporciona siempre la guinda del pastel.
Llevo leídas unas diez novelas y unos diez relatos largos. Aunque aquéllas cuentan con mayor reputación, recomiendo éstos con similar fervor. De hecho es difícil que una muy buena novela de Wolfe iguale a un muy buen relato: en formato largo siempre te puedes topar con alguna cuneta donde el autor se da un respiro; en las historias cortas avanza directo como un tiro. Entre las obras de extensión me quedaría con la desternillante El toro campeón (Some Buried Caesar, 1939), la ocurrente El conferenciante silencioso (The Silent Speaker, 1946) o la trepidante Ondas mortales (And be a Villain, 1948); y de entre los relatos para revista, destacaría especialmente el volumen Orquídeas negras (Black Orchids, 1942), título que recoge un relato homónimo y otro titulado «Cita cordial con la muerte» («Cordially Invited to Meet Death»), ambos magistrales.
En cuanto a las adaptaciones audiovisuales de las «aventuras» de Nero Wolfe, las televisivas han sido las más populares, por lo casero y repetitivo de los escenarios de sus ‒perdón por lo incoherente del término con su sedentarismo‒ andanzas: dicen que A Nero Wolfe Mistery (2001-2002) es soberbia, pero dado que engloba versiones de los casos literarios, no la he visto para no destripar los que me restan por leer. Desde luego, tanto Maury Chaykin como Timothy Hutton resultan más que adecuados físicamente para encarnar a Wolfe y Goodwin; y la característica de que todos los episodios estén interpretados por la misma troupe de secundarios insuflando vida a los diferentes personajes de cada trama debe ser digna de contemplar.
Sin embargo, como soy un ñoñostálgico, yo prefiero seguir apegado a la huella visual que dejó en mi infancia el Nero Wolfe fracasado de 1981: ni William ‘Cannon’ Conrad tiene las desproporcionadas proporciones de Wolfe ni su misantropía cerebral ‒y adónde va con esa barba‒; y Lee Horsley es demasiado niño bonito para hacer un Goodwin plausible. No me lo creo haciendo trastadas.
Pero Lee es tan guapo y Conrad tan carismático que prefiero seguir reproduciéndolos en mi disco duro cada vez que hago mi puesta en escena mental de un nuevo libro.
Y así, en mi cabeza a veces se plantea una auténtica batalla campal de estéticas cuando debo imaginar un mundo neoyorquino de los años 30-40-50, plasmado visualmente con el estilo, tono y color inconfundibles ‒¡más los guest starrings! ‒ de las series yanquis de los primeros 80.
Y el clarinete de la entradilla.
El pasado año de confinamiento casi les debo la vida a Nero y a Archie, benditos sean…
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