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Maurice Blanchot

La noticia de la muerte de Maurice Blanchot (1907–2003), casi centenario, dejó perplejo a más de uno. ¿Con que estaba vivo? En efecto, nunca supimos si el escritor pertenecía aún al mundo del tiempo, tan exquisita y eficaz fue su manera de existir sin estar.

La muerte fue la obra maestra de un arte que él practicó con tal rigor hasta convertirlo en una ética: la desaparición. En una era devota de la imagen, de lo que aparece y parece aunque no sea nada, se las arregló para que ignorásemos qué aspecto tenía. Era el hombre sin rostro ni figura, que pasó por el siglo dejando apenas una huella escrita. Nada menos, pero nada más.

Más curiosa que su peculiar modo de sobrevivir fue la circunstancia de su mala salud. Una errónea operación del duodeno practicada ya en 1922 lo dejó enfermo crónico de la sangre, con una penosa secuela de asma, gripes insistentes, pleuresía, tuberculosis, continua sensación de vértigo, ahogos, trastornos neurológicos, inapetencia, fatiga y extenuación.

La muerte se le acercaba a cada instante sin llegar a someterlo, hasta una edad en que sólo cabía el final. Repetidamente, durante las décadas de 1930 y 1940, tuvo la sensación de estar escribiendo su último libro, la última letra de su última página. Amigos que lo trataron de cerca, entre ellos Emmanuel LevinasThierry Maulnier y Georges Bataille, como asimismo su biógrafo Christophe Bident, advirtieron en él un aire de sobreviviente.

Quizá se imaginaba tal porque ejerció cierta moral aristocrática, tal si, realmente, hubiese sobrevivido a la extinción de esas aristocracias a las que nunca había pertenecido. Una aristocracia que, por imaginaria y extemporánea, resultaba ser especialmente fuerte, ya que no corría el peligro de su anulación social.

Blanchot era, según evocamos a un noble, altivo y distante, exigente, excesivo en su afán de excelencia, con un poco de afición a la sorpresa que causan los personajes que viven á rebours, a contrapelo de la fastidiosa y notoria actualidad.

Le gustaban los caminos transversales y era devoto de lo inopinado y paradójico. Pero había en él algo que nada tiene que ver con estirpes ni linajes: ni aceptó ni dejó herencias. Se hizo y se deshizo a sí mismo, con paciencia de artesano, sin el menor parecido con el ocio ni con el desdén.

Como Ortega, encareció el ideal de servicio del gran señor y, en consecuencia, detestó el parasitismo del señorito. En su juventud fue monárquico y tradicionalista, una suerte de revolucionario de extrema derecha que aborrecía al capitalismo y propugnaba una utopía reaccionaria: volver al orden cristiano tardomedieval.

No lo sedujeron el fascismo ni el antisemitismo de sus compañeros de ruta, como Robert Brasillach, y se apartó de ellos a partir de 1938. Durante la ocupación nazi de Francia hizo un módico aporte a la Resistencia y estuvo a punto de ser fusilado en 1944. Una excursión a las orillas de la muerte, que tan bien armoniza con la obsesión que late en sus escritos.

La experiencia cruzada de estas tendencias le dejó un persistente interés por las revoluciones, esos momentos de la historia en que los hombres hacen de lo imposible una necesidad. Cabe situar en este campo su imagen del surrealismo, un arte del rechazo convertido en ética que desagua en actitudes cívicas. Rehusar es la actitud esencial de la capacidad política, entendida como una exigencia infinita.

Otra marca de los tiempos que sostuvo a Blanchot fue la importancia filosófica de la muerte. No la muerte como hecho ineluctable ni como síntoma patético de la aniquilación, la degradación, la caída y el castigo. Más que la muerte como evento fatal y consabido, la mortalidad. Es ella la que nos convierte en puro objeto, en algo que no es más que objeto. La mortalidad nos hace objetivos, es decir: universales y comunes. Transforma nuestra vida en destino, la duplica al hacerlo, la carga de sentido, un sentido a investigar sin amedrentarse ante su sesgo misterioso.

La mortalidad nos remite, esta vez definitivamente, a los demás: a los que nos precedieron, a los que conviven con nosotros, a quienes nos sobrevivirán y se harán cargo de todo eso, del ser que somos y está ahí para compartirse.

De alguna manera, Blanchot se incardina en la mortalidad como reverso productivo del nihilismo, que desempeña un papel decisivo en todo el pensamiento radical del siglo XX y sus diversas vertientes. La muerte misma agita la vida con un sentimiento de levedad que hace al gozo del instante, del momento en que estamos y que ha de desvanecerse. Es una permanente instancia de la vida misma, un tesoro personal que escarba en su libro El instante de mi muerte.

La muerte blanchotiana, que es la de cualquiera de nosotros y la de todos en conjunto, es algo activo, no ya como fuerza ideal puesta entre paréntesis por la vida, sino como potencia oscura y encantamiento que constriñe las cosas y las vuelve realmente presentes, más allá de sí mismas, fuera de sí mismas. De nuevo: la humana duplicación, el exceso y la apertura propios del ser humano. Un punto crucial del pensamiento blanchotiano es el vínculo entre el lenguaje y la muerte.

Hablamos, según él, apoyados en una tumba sin nombre, provisionalmente vacía: la verdad del lenguaje es el hueco del sepulcro, el ámbito sonoro de nuestra voz. A su vez, en la palabra el vacío es real y la muerte, en lugar de anonadar, se hace ser. Llevada a su extremo, la literatura misma es el ejercicio del derecho a morir. Escribir es un incesante ir muriendo, gastando el tiempo, perdiéndolo si se quiere así, una forma de convivir amistosamente con los otros, en igualdad mortal de condiciones.

Vivir, escribir: borrarse desde la altiva y atenta lejanía. En el tiempo, que es inmortal, la muerte aparece, desaparece y reaparece, siempre convocada y desafiada por la palabra. Por eso, la literatura es el lenguaje que, al escribirse, enfrenta a la muerte sabiéndose mortal, en un ejercicio de ambigüedades que es, precisamente, el espesor de la literatura.

La literatura es, para Blanchot, un ejercicio utópico, que retoma las propuestas de Mallarmé. Baste rever la decisiva lectura que de Mallarmé hace en La parte del fuego. La literatura se propone hacer del lenguaje lo que el lenguaje, de partida, es y deja de ser: música. Una materia sin contorno, un contenido sin forma, el ejercicio de una fuerza caprichosa e impersonal que nada dice, nada revela y que sólo anuncia que viene de la noche y va hacia ella, volviendo a su fuente originaria, el silencio. Una utopía que se produce como nihilismo y es la clave enigmática y paradójica de la productividad poética del lenguaje, la apertura y el poblamiento del espacio literario.

La palabra, en la práctica literaria, está siempre por llegar, es algo por venir, es porvenir de la palabra. En este sentido: profecía, poética de la dispersión, de la interrupción momentánea de la historia, arquitectura instantánea de un espacio irreal en tanto imaginario, un espacio donde Aquiles, el de los pies ligeros, nunca alcanzará a la lenta tortuga, y el Agrimensor kafkiano, tras un inventario de puertas, jamás accederá al Castillo.

La literatura aparece cuando la moral se calla, en esa región que está en el mundo y donde el escritor se proclama irresponsable a la vez que se expone al juicio de la sociedad. Por eso fascinan a Blanchot los inmoralistas que buscan una ética liberada de la moral: Gide en las huellas de Nietzsche y, más extremosamente, Lautréamont y Sade. Mientras sus contemporáneos se preguntan qué es la literatura, él prefiere otra interrogación: ¿cómo es imposible la literatura? La respuesta es vertiginosa: la literatura es imposible porque su posibilidad es infinita.

Pluralidad, fragmento, escritura a rachas y siempre colectiva, en la colectividad del lenguaje de los mortales, de los que van a morir y te saludan, silencio. Se trata de una infinita entrevista con los otros, que son los entrevistados y los entrevistos. La espera de algo que no ocurre y que interrumpe el habla. La palabra, articulada en bisagra se despliega de mil maneras, por dar una cantidad arbitraria y elocuente, y sale en busca de algo que ya veremos en qué consiste, mientras distiende la verosimilitud de los eventos. Cuando éstos parecen verdaderos, la búsqueda ha dado con algo. La esperanza profética de ese algo es la que anima a quien escribe, justamente.

El escritor, en este entramado blanchotiano, adquiere distintas identidades. En su libro sobre Lautréamont y Sade, es el testigo de la imposibilidad de lo sagrado para alienarse en el lenguaje de la literatura, que se vuelve radicalmente profana, agitada por el terror y la capacidad de destruir en un desafío a la razón donde el escritor ocupa el lugar de Dios en una suerte de divino ateísmo.

En El libro futuro, en cambio, Blanchot explora la situación del escritor en la historia: se vincula con las tradiciones pero no para serles fiel y reproducirlas sino para romperlas y renovarlas, haciéndolas vivir en un juego donde la excepción tiene fuerza de ley. Siempre y en cualquier caso, el escritor se vive como si fuera el último hombre, cuando es apenas, y nada menos, el último personaje de la literatura. Carece de rostro, como el propio Blanchot, y su espacio es el abismo de lo por venir.

Escribir es desdoblarse, de manera que el escritor resulta ser un partenaire invisible de la literatura. Simétricamente, el lector será, a su turno, el ficticio partenaire invisible del escritor. Más concretamente, cuando se trata del narrador, Blanchot le adjudica la posición del Supremo: «Y yo también tenía un papel que desempeñar. Era el de intervenir en el relato a título de escucha perpetuamente ausente pero siempre implicado. Yo no decía nada, pero todo debía decirse ante mí» (La locura del día).

A veces, estas personificaciones del escritor adquieren el rol de personaje: el Neutro. Se trata de un modelo humano, de un paradigma antropológico, el que deviene ninguno, como las criaturas de Kafka que apenas se designan con una inicial mayúscula, o como el Tonio Kroger de Thomas Mann, tan leído por el mismo Kafka. El Neutro, en su afirmación anónima, es un ser que, por paradoja, no siendo nadie, escapa a cualquier nihilismo como igualmente a toda domesticación metafísica, por lo que está siempre disponible y, en consecuencia, libre. El lenguaje nos relaciona con los demás al tiempo que nos separa infinitamente de ellos porque es una tarea infinita de significación que no acaba nunca de significar. En tanto, se realiza, nombrando lo posible y respondiendo a lo imposible. Son labores que suceden en la historia y no hay ser fuera de la historia. En este punto se advierte, como en todo lo anterior, tanto la deuda de BlanchotHeidegger como su distanciamiento de él. Blanchot, al igual que tantos heideggerianos, parte de Heidegger para criticarlo, especialmente en El espacio literario.

Creo que lo principal de su disidencia reside en que para Blanchot importan lo imposible de nombrar y la operatividad del silencio, pero no lo inefable. En el impulso utópico de la palabra, de antemano nada carece de nombre. El escritor trabaja y habita el espacio literario, territorio de exilio donde la divinidad es una ausencia comunitaria, un soberano aniquilado, no un legislador que prohíbe nombrar ciertas cosas, de nuevo: decretándolas inefables.

Falta el Dios que legitime el sentido total y permanente de los signos y, por ello, existe el babélico e infinito lenguaje humano. El suelo de este lugar no es firme, está resquebrajado y por sus grietas se contemplan abismos, espacios sin fondo. La palabra no puede colmarlos, es torpe y pobre frente a la incontable opulencia del afuera, pero esa torpeza es jubilosa y juega a la alegría del inocente, en su esfuerzo por abrir la literatura, todo lo que se pueda, para agrietarse y alterarse, a su vez, en la inmensidad del afuera. Dentro de ese espacio, el crítico tiene una tarea similar a las del escritor y del lector. Pone en crisis un texto por medio de otro texto que se ofrece a ser puesto, a su vez, en crisis. La literatura pone en movimiento al lenguaje y la crítica pone en movimiento a la literatura. Y así sucesivamente, como partes de la infinita entrevista ya mencionada.

Desde luego, en este contexto, valga la rima consonante, caben los textos pero no la Obra ni el Libro. Hay un Libro, uno para todos y hecho entre todos, pero siempre está en adviento, está por llegar. Si se prefiere: está en el futuro utópico pero no es, porque no constituye el discurso sino su ruptura, no el uso ordinario del lenguaje sino su excepción. Tanto es así que podemos extraer un par de consecuencias estéticas: la ruptura como forma y el fragmento como género.

Heideggeriano crítico de HeideggerBlanchot no pudo menos que ajustar sus cuentas con la modernidad. Hizo su crítica y en tal medida, fue moderno, porque la crítica lo es. No cuestionó lo moderno, quiero decir que no lo derogó de raíz, como su maestro, pidiendo un retorno al perdido y nunca habido encuentro del ser consigo mismo.

Concibió lo moderno a partir de la nietzscheana muerte de Dios o, a la manera de Hölderlin, como la tardía llegada a una divina mansión sin habitantes. Lo moderno blanchotiano es una suerte de diálogo con un Dios oculto, ausente y taciturno o, si se prefiere, un coloquio psicoanalítico con el Otro escondido, el inconsciente.

Hay un punto en que el pensamiento no se deja pensar y esa frontera es la que lo posibilita. Si todo fuera pensable, nada lo sería y el delirio reflexivo llevaría la razón al manicomio. Borges y Blanchot, dos pensadores profanos y modernos, se encuentran en este punto con la gnosis y ambos, curiosamente (necesariamente), con la gnosis judía de Isaac de Luria y Gershom Scholem.

Ninguno de los dos es creyente ni pide la cesación del pensamiento como una virtud, sino que defiende la noción de límite, sin la cual nada puede pensarse. Es, de alguna manera, lo que Blanchot dentro de la literatura contemporánea: un lobo estepario encerrado en la montaña mágica, que no sabemos si es un subsuelo hermético o una jaula en la casa de fieras.

En cualquier caso, como en materia de lo razonable y lo pensable, Blanchot advierte sobre el peligro de absolutizar las categorías, o sea quitarles el enfrentamiento con sus opuestos. Si la razón absoluta da en loquero, la historia absoluta desemboca en un campo de exterminio. El altar de la diosa Historia se sitúa en Auschwitz.

Un matiz puede aclararnos algo más la posición de Blanchot en la telaraña de la modernidad y es el tema del compromiso del escritor. No olvidemos que Blanchot es contemporáneo de Sartre y que ambos escriben sus textos más definitorios por los mismos años de la posguerra. Es inevitable recurrir a los ecos de la lengua francesa: s’engager, se dégager.

Comprometerse, desprenderse. Como su amigo Levinas, Blanchot prefiere lo segundo. El escritor no s’engage sino que se dégage. Quiere o pretende una literatura libre en medio de una sociedad que no lo es. Por eso se desprende, se desgaja y, en consecuencia, dirige a esa sociedad una denuncia de opresión y un reclamo de liberación.

Blanchot y Levinas se distancian de Sartre pero no se le oponen. No propugnan un arte disociado de la comunidad, en un ejercicio de aristocratizante esteticismo. El lenguaje, medio donde actúa la literatura, es siempre comunitario y amistoso. Ejercer el lenguaje es un acto social porque supone prestar atención al otro. Más aún: es insurgirse contra la dictadura de Dios, ese Dios que ha hecho ateo a Blanchot.

Quien escribe cumple con el apotegma hegeliano: ser es ser reconocido. Blanchot, siguiendo a Robert Anthelme, completa la idea: el hombre se caracteriza porque quiere ser reconocido en su ausencia de límites, como animal infinito. Y esta es la clave blanchotiana de la historia. Las interrupciones del proceso marcan el paso o, mejor dicho, el salto de una época a otra. En la biografía política del mismo Blanchot las etapas son nítidas: monarquismo, Resistencia, oposición al golismo y a la guerra de Argelia, Mayo del 68 y su crítica.

Blanchot, artista supremo de la desaparición, ha callado pero la entrevista infinita que mantiene con nosotros sigue en pie. Conserva una vivacidad dialéctica que continúa desazonándonos y estimulándonos, a partir de la confesión formulada en La locura del día: «No soy sapiente ni ignorante».

Copyright del texto © Blas Matamoro. Este artículo fue editado originalmente en Cuadernos Hispanoamericanos. El texto aparece publicado en Cualia con el permiso de su autor. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")