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Música, diablos y demonios

El Demonio en sus distintas manifestaciones fue una obsesión para Goethe. Y, como todas las obsesiones, una compañía constante, a veces estimulante y otras, horripilante. No me refiero al Diablo que, bajo el nombre de Mefistófeles, se le aparece al doctor Fausto y le propone el célebre pacto. Este personaje le parecía a Goethe “el espíritu que siempre lo niega todo”, un ser esencialmente destructivo. Más le preocupaba lo que él denomina “lo demoníaco”. Trata de explicarlo en su novela Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister y lo reitera en sus conversaciones con Eckermann. En la vida histórica, consideró a Napoleón como un ejemplo modélico de lo demoníaco.

Tal es todo aquello que no admite ser reducido a conceptos ni interpretado por el entendimiento o la razón. Se resiste a toda explicación y resulta inaprensible. Aparte de aquel personaje, Goethe lo halla en cierta poesía, la que se produce de modo inconsciente y que se sitúa no ya en abismos insondables y oscuridades impenetrables sino, al revés, por encima de todo lo humano, como algo que el hombre admite como propio y no puede decir qué es. Entonces considera a la música, justamente, el paradigma de lo demoníaco: “Está a tan alto nivel que no hay entendimiento que pueda alcanzarla y produce un efecto que de todos se enseñorea, sin que nadie pueda darse cuenta de ello. El culto religioso, por lo mismo, no puede prescindir de lo demoníaco; es uno de los mejores medios para obrar maravillas sobre los hombres.”

La música goetheana es, si se quiere, buenamente demoníaca y nada diabólica. No quita que, a menudo, en tiempos románticos, ciertos intérpretes hayan sido considerados posesos o pactantes con el Maligno, pues sólo así podría entenderse su facilidad sobrehumana para hacer música. En su novela Doktor Faustus, Thomas Mann inventa a un compositor que celebra con Satanás un contrato por el cual, si renuncia al amor humano, tendrá la facultad de crear la mejor música de su época.

Nos convenza o no el discurso de Goethe, lo que no puede negarse es que el arte buenamente demoníaco lo ha tratado con notoria  generosidad. Son incontables las canciones hechas sobre poemas suyos, como si sus versos hubieran sido hechos a la espera de recibir la música. Lo mismo cabe decir de la ópera, que repetidamente ha acudido a sus dramas y novelas. Hasta hubo un Franz Lehár que lo hizo personaje de su opereta Friederike. Si se hubiese encontrado con Sócrates, éste le habría señalado la presencia de su daimon familiar. Y a cualquiera de nosotros, en caso de compartir con el filósofo una sesión de música, nos habría dicho lo mismo.

Copyright del artículo © Blas Matamoro. Publicado previamente en Scherzo y editado en Cualia por cortesía de dicha revista. Reservados todos los derechos.

Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")