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«Los quinientos millones de la begún» (1879), de Julio Verne

Durante décadas, los estudiosos de Julio Verne han mantenido una dura y enconada controversia contra la idea popular de que el escritor fue el «padre de la ciencia-ficción» además de un profeta del futuro.

Han insistido en que las malas traducciones, el cine de Hollywood e incluso los parques de Disney han reducido la figura e ideas del autor de los Viajes Extraordinarios a esquemas simplistas y desprovistos de contexto. Y también se han quejado, con razón, de la imagen de Verne como campeón del positivismo científico y el progreso, aun cuando al menos la mitad de sus novelas son o bien opuestas a la ciencia o bien escépticas respecto a los beneficios que el progreso tecnológico puede aportar a un mundo profundamente imperfecto.

Estos mismos estudiosos afirmaron durante mucho tiempo que el cambio en la visión de Verne tuvo lugar a mediados de la década de los ochenta del siglo XIX tras una serie de tragedias familiares y bastante después de haber escrito sus trabajos más famosos. En la actualidad, tras el descubrimiento y publicación de París en el siglo XX, escrito al comienzo de su carrera literaria, todos estos expertos tendrán que replantearse sus argumentos y, probablemente, otorgar mucho más peso a la influencia del editor Pierre Hetzel en los temas y estilo de Verne.

Los quinientos millones de la begún (o Los quinientos millones de la princesa india, como también se le ha titulado en algunas versiones) es uno de esos trabajos «oscuros» de Verne, muy alejado del triunfalismo científico.

Al principio del libro, el Dr. Sarrasin recibe una extraordinaria noticia: por una carambola genealógica, resulta ser heredero de una inmensa fortuna dejada por una princesa india (la begún del título). Individuo apacible, de mentalidad científica y con aspiraciones filantrópicas, decide invertir el dinero en un colosal proyecto: la fundación de una nueva ciudad, France-Ville, diseñada con criterios científicos y en la que se erradicarán todos los males que aquejaban a las ciudades de entonces –y a muchas de ahora‒: suciedad, falta de higiene, pobreza… Será «una ciudad del bienestar y la salud», tal y como proclama entusiasmado ante sus colegas científicos.

En cuanto la noticia se hace pública, otro pariente perdido, Schultze, un químico alemán, sale a la luz y reclama su parte de la herencia que, en último término, ha de dividirse entre ambos a partes iguales. Verne solventa en dos párrafos el perfecto retrato del alemán: un individuo tiránico y despiadado que, al sernos presentado, se halla escribiendo un artículo para una revista científica, titulado: «¿Por qué todos los franceses presentan diferentes grados de degeneración hereditaria?»

El proyecto que trama Schultze con el dinero recibido es producto de sus ideas de supremacía racial sobre el resto de la humanidad y sobre los latinos en particular: la «ley del progreso decretaba la anulación de la raza latina, su sometimiento a la raza sajona y, por consiguiente, su desaparición total de la superficie del globo». El resultado es Stahlstadt, una ciudad fortificada de hierro y acero consagrada a la construcción de armamento ‒en un intencionado paralelismo con Alfred Krupp, el magnate alemán del acero‒. Ambas ciudades, Stahlstadt y France-Ville se sitúan en las entonces lejanas y poco exploradas regiones de Oregón, aún no absorbidas a Estados Unidos.

Marcel Bruckmann, un joven alsaciano, íntimo amigo del Dr. Sarrasin, consciente de la amenaza que supone Schultze, decide llevar a cabo una peligrosa operación de espionaje, haciéndose pasar por suizo ‒lo que explica su acento alemán‒ e infiltrándose en la ciudad de acero para averiguar los planes del científico. Empezando desde los trabajos más básicos y ascendiendo en el escalafón por méritos propios, Marcel va pasando por los altos hornos, las minas de hulla y el departamento de diseño hasta llegar al círculo interno de la ciudad, donde, horrorizado, descubrirá cuál es el secreto que amenaza a France-Ville y, después, al resto del mundo: un colosal cañón preparado para disparar obuses cargados de ácido carbónico, capaces de aniquilar por asfixia y congelación a miles de personas. Como declara orgulloso Schultze: «con mi sistema no hay heridos, sólo muertos». Marcel deberá, en un tiempo límite, evitar la inminente catástrofe que segará la vida de miles de personas.

Como se supo tiempo después, la historia estaba basada en el manuscrito de Pascal Grousset, un revolucionario corso exiliado en Estados Unidos que había luchado en la Comuna de París. Incapaz de publicar en Francia debido al veto que recaía sobre él, le vendió a Hetzel la obra y éste se la pasó a Verne para que la puliera y elaborara una historia sobre ella. Hasta hoy sigue sin estar claro qué elementos son atribuibles a cada cual.

Al margen de estas curiosidades editoriales, el libro es muy interesante por varias razones. En primer lugar, como hijo de su tiempo. En 1870, se declara la guerra franco-prusiana –en aquel año Verne había publicado Veinte mil leguas de viaje submarino y Alrededor de la Luna‒. Menos de dos meses después, el general Mac Mahon es derrotado en Sedán y Napoleón III capturado. Se acaba el Imperio y se inicia una resistencia “nacional” por iniciativa de los republicanos Fabre y Gambetta, con la proclamación de la Tercera República. Pero la milicia nacional republicana no tiene fuerzas ante la máquina de guerra prusiana y, con los ejércitos germanos ya en Versalles, Francia capitula en enero de 1871, perdiendo las provincias de Alsacia y Lorena.

La humillación nacional que sufrió Francia fue profunda y duradera. El propio Verne fue movilizado en la Guardia Nacional, ocupándose de la defensa costera, con escasísimos medios y municiones. Con el fin del conflicto, el escritor pasa dificultades económicas, puesto que su editor anda escaso de liquidez. Este libro de Verne es, en buena medida, una especie de revancha literaria y como tal hay que leerlo. Hasta entonces, Verne no había demostrado una animadversión particular hacia los alemanes y, de hecho, los protagonistas de Viaje al Centro de la Tierra eran de esa nacionalidad. En esta novela, sin embargo, el retrato de los alemanes, simbolizados por Schultze, es el de una nación militarista y fanática.

Aun cuando hoy muchos comentaristas lo interpreten a la luz de la muy posterior Segunda Guerra Mundial como una especie de proto Hitler y un aviso de los horrores que vendrían cuatro décadas después, en su origen no fue más que una representación deformada de la opinión francesa del momento, un tópico ciertamente forzado (el alemán no hace más que comer salchichas y sauercraut y beber cerveza aunque su negocio de venta de armamento le haya convertido en el hombre más rico del mundo) pero, a efectos narrativos, eficaz. No nos extrañará, a tenor de lo dicho, que el libro gozara de una tardía popularidad en Israel en los años cincuenta, (si bien la versión hebrea se preocupó de eliminar algunas referencias antisemitas que Verne había dejado caer en la novela).

Otro ejemplo de la relación del libro con la guerra de 1870 lo constituye el protagonista, el valiente alsaciano Marcel, quien ha mantenido intactas sus lealtades hacia Francia por mucho que su tierra haya caído bajo dominio germano. Por otra parte, el tercer protagonista de la historia, Octavio, hijo natural del doctor Sarrasin, es un trasunto del propio hijo de VerneMichel. Octavio es un joven de débil personalidad cuyo único sostén para no caer en la vida muelle es el ejemplo de su amigo Marcel. Cuando éste desaparece para infiltrarse en Stahlstadt, cae en la degradación utilizando la fortuna de su padre para relacionarse con círculos sociales poco recomendables, gastar fortunas en el juego, ropa y fiestas y, en fin, sumergirse en una existencia absurda y sin sentido. En la novela, Verne quiso redimir al personaje, haciendo que tomara conciencia de la decadencia en la que estaba sumido y haciéndole volver con su familia y su amigo Marcel. En la vida real, el escritor no tendría la misma suerte.

Verne mantuvo una muy difícil relación con su hijo Michel. La mala conducta de éste hizo que su padre lo internara sin éxito en una clínica psiquiátrica, llevándolo luego a un reformatorio. Cuando cumplió 18 años, los disgustos continuaron. Le pidió a su padre la emancipación para casarse con una cupletista, de la que no tardará en separarse, tras haber secuestrado a una menor. Verne lo echa de casa, pero corre con sus gastos para evitar males mayores. En años sucesivos, ya después de publicada esta novela, Michel continuaría cargando a su padre con los déficits de sus ruinosas aventuras empresariales.

En un solo libro, Verne planteó los dos extremos tan queridos y desarrollados en años posteriores por la ciencia ficción: la utopía y la distopia. Stahlstadt, como hemos indicado, es una mole de metal amurallada y dividida en sectores, una especie de ciudad industrial completamente dedicada a la fabricación de bienes de equipo y armamento, un sistema regido con fría eficiencia germánica donde los obreros se reconocen por un número y en el que la vegetación se halla totalmente ausente ‒a excepción de una selva tropical que aprovecha el calor de los hornos de fundición y de la que se beneficia tan solo el líder‒. Es un micromundo hostil, deshumanizado, donde la gente trabaja en condiciones durísimas, ejemplificadas en el libro por la desgraciada muerte del pequeño amigo de Marcel, Carl, un niño que literalmente vive en los corredores de las minas y cuyo único amigo es un caballo ciego que hace años que no ha visto la luz del sol. Todo el complejo está dominado por el Bloque Central y, en mitad del mismo, su centro neurálgico: la altísima Torre del Toro, donde vive y manda Schultze.

Opuesta a la pesadilla de Stahlstadt, Verne imagina la ciudad perfecta, France-Ville, donde el gobierno no está centralizado en nadie en particular, como ocurre en Stahlstadt, sino que las decisiones se toman de manera asamblearia, con lo que la continuidad de gobierno está asegurada –un aspecto este fundamental en el desarrollo de la novela‒. Todo el mundo está sano y vive feliz en una ciudad que no parece tener ningún problema gracias a su perfecta planificación material y humana. Maravilloso… ¿o no?

Ciento treinta años después de que se escribiera la novela, las disposiciones de Verne para la construcción de la ciudad ideal nos parecen bien poco apetecibles. Por ejemplo, la ciudad en su estadio inicial es edificada por un ejército de trabajadores chinos, a los que Verne no considera candidatos recomendables para su proyecto: “El producto de los trabajos era depositado todas las semanas (…) en el Gran Banco de San Francisco, y todo chino que lo cobrase estaba obligado a regresar a su país. Precaución indispensable para deshacerse de una población amarilla que no habría dejado de modificar de una manera bastante molesta las características de la nueva ciudad”.

Ésta es una de las razones por las que el trabajo de Julio Verne se edita en la actualidad mayormente en forma de “adaptaciones” censuradas y mutiladas. Los originales contienen multitud de pasajes racistas y sexistas que ofenderían al lector moderno. La creencia de que los habitantes de cada nación tenían una serie de características particulares que los hacían más o menos aptos para la evolución y la supervivencia, era algo común en los años de Verne, como lo era la actitud hacia las mujeres. En la novela, la hija del doctor Sarrasin se lamenta de lo terrible que es ser mujer porque no hay nada que ella pueda hacer para ayudar en la defensa de France-Ville contra los planes de Schultze.

Las normas de construcción que rigen en esta comunidad utópica dan como resultado algo muy parecido a un barrio residencial edificado en retícula, con calles designadas por un número y con árboles flanqueando las vías. Todas las viviendas son unifamiliares y disponen de un jardín. Hasta aquí, no nos parece algo extraño. Realmente Verne supo ver más allá de su propia época e incluso en nuestros días algunos ayuntamientos tienen normativas mucho más estrictas en cuanto a apariencia y cuidado de las viviendas particulares se refiere, regulando las alturas, los colores y el estado en el que se deben mantener los jardines.

Sin embargo, otras normas que teóricamente iban destinadas a crear una ciudad ideal, no dejan de ser, a los ojos contemporáneos, agobiantes y coartadoras de libertad: «quedan terminantemente proscritos dos peligrosos elementos de enfermedades, verdaderos nidos de miasmas y laboratorios de venenos: las alfombras y los papeles pintados. El entarimado (…) evitará que se oculten los restos de una limpieza dudosa». Lo cierto es que tanta norma obsesiva por la limpieza raya en la ridiculez y podríamos incluso llegar a pensar que Verne estaba escribiendo una sátira: se prohíben los edredones y se regulan los muebles que debe tener el dormitorio; los humos de las chimeneas se depuran en hornos especiales para evitar la contaminación ambiental. Esa rigidez se extiende incluso a los espacios públicos: «cualquier comerciante que venda un huevo podrido (…) es tratado como lo que es: un envenenador».

Por otra parte, «para obtener el derecho de residencia (…), es necesario poseer buenas referencias y hallarse apto para ejercer una profesión útil o liberal en la industria, en las ciencias o en las artes (…). No se toleran las existencias ociosas». «No hay para que decir que los niños son obligados desde la edad de los cuatro años a seguir los ejercicios intelectuales y físicos que puedan contribuir a desarrollar sus facultades (…) se les habitúa a todos a una pulcritud tan escrupulosa que una simple mancha en sus vestidos la consideran un verdadero deshonor». Suena tiránico.

Verne siempre le interesó el urbanismo y la planificación de la vida en las ciudades y tendría oportunidad de poner en práctica, al menos parcialmente, algunas de sus ideas años más tarde. En 1888 le proponen y acepta una candidatura de concejal para el ayuntamiento de Amiens, en la lista del partido radical socialista, que a pesar de su nombre era bastante moderado, y resulta elegido. Su labor pública estaría a la altura de su obra, ocupándose de asuntos artísticos y culturales.

Si dejamos a un lado París en el siglo XXI, la faceta oscura de la ciencia había ya aparecido en relatos anteriores del escritor, como El experimento del Dr. Ox (1874), en el que un investigador transforma un tranquilo pueblo en un hirviente caldero de emociones bombeando oxígeno puro en los hogares y edificios públicos. Todos los sentimientos se intensifican, los metabolismos se aceleran. Ante la bandera (1896) vuelve a tocar la amenaza del aspirante a conquistador provisto de armas de destrucción masiva. Robur el Conquistador (1886) pretende dominar el mundo con su artefacto combinación de fortaleza volante, tanque y submarino; La Misión Barsac (1919) –completada por Michel Verne tras la muerte de su padre‒ nos lleva hasta una ciudad-fortaleza en África, desde donde un genio del mal usa sus inventos para desencadenar un caos mundial.

En resumen, Los quinientos millones de la begún, no se cuenta entre lo más granado de la obra de Julio Verne. El propio escritor consideraba imposible la tecnología que Grousset había imaginado en su manuscrito pero, sometiéndose obedientemente a las órdenes de Hetzel, no lo cambió. Pero se trata de un libro importante que, leído con las referencias adecuadas, nos cuenta cosas sobre Verne, sobre su vida y su visión de la tecnología, sus ideas y las de sus contemporáneos en la Europa del siglo XIX. Se trata, en suma, de una fábula política con moraleja, parte distopia, parte tratado social de estilo dickensiano.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Editado previamente en Un universo de ciencia ficción. Se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".