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«Héctor Servadac» (1877), de Julio Verne

Nos encontramos en esta ocasión con una novela a mitad de camino entre la fantasía y la ciencia ficción, resultado quizá del cambio fundamental que el escritor hubo de hacer en el argumento a instancias de su editor. Como tantos libros de Verne, la historia comienza con un misterio, un enigma que llevará a sus protagonistas a embarcarse en un viaje con el fin de resolverlo.

El personaje que da título al libro es un oficial del ejército francés destinado en la costa de Argelia en misión cartográfica, contando con la única ayuda de su fiel ayudante Ben-Zuf. La noche del 31 de diciembre al 1 de enero experimentan un fuerte temblor de origen desconocido y cuando se recuperan del shock se encuentran con que el mundo ha sufrido una transformación desconcertante: el Sol sale por el oeste y se pone por el este, días y noches han pasado a tener una duración uniforme de seis horas, la fuerza de la gravedad ha disminuido y el firmamento nocturno ha modificado su aspecto.

Realizan un viaje por los alrededores pero no consiguen encontrar a ningún otro ser humano. Finalmente, hace su aparición la goleta rusa Dobryna, propiedad del conde Timascheff.

En ese navío se lanzan a surcan un mar Mediterráneo cuyas costas han cambiado por completo: han desaparecido las islas, el continente africano se ha volatilizado en su gran mayoría y el resto parece estar delimitado por infranqueables arrecifes de formaciones rocosas poligonales de un mineral desconocido.

Conforme avanza el relato, encuentran otros supervivientes: un grupo de ingleses en Gibraltar, otro de españoles en Ceuta, una niña italiana en Cerdeña, un mercader judío y un sabio francés en las Baleares. Las observaciones celestes que realizan y la evolución de los fenómenos atmosféricos les llevan a una asombrosa conclusión: el paso de un cometa muy cerca de la Tierra ha proyectado fuera del planeta trozos del mismo que han acabado adheridos a la superficie del cuerpo errante, pasando a formar un minimundo al que sus nuevos colonos bautizan Galia y que se mueve en una órbita elíptica alrededor del Sol.

Conforme se alejan de la estrella, la temperatura desciende y se ven obligados a buscar un medio para poder sobrevivir. Lo encuentran en las profundidades del cometa, junto a un volcán activo cuyo calor les permite resistir en los pasadizos subterráneos a la espera de que el bólido sobrepase su afelio y vuelva a acercarse al Sol.

En realidad, es un libro que casi se podría englobar en la categoría de «robinsoniadas» que tan de moda estuvo en el siglo XIX: personajes aislados del resto del mundo que deben utilizar sus conocimientos y recursos para solucionar todos los problemas con los que se van encontrando. El mismo Verne escribió varias novelas de este tipo, como La Isla Misteriosa (1874), Escuela de Robinsones (1882) o Dos años de vacaciones (1888). Aquí vuelve sobre este tema, ya explorado en La Isla Misteriosa o Las Aventuras del Capitán Hatteras (1866): los protagonistas se encuentran en un medio ambiente hostil, básicamente igual al entorno terrestre aunque con temperaturas árticas, y han de ingeniárselas para sobrevivir.

Al final, y tras observar muchos lugares interesantes desde el punto de vista astronómico, el meteoro regresa al sistema solar interior. Los humanos construyen un globo con las velas del barco y abandonan su pequeño mundo esperando llegar a la atmósfera terrestre, a casa; y en una extraña conclusión con tintes oníricos, eso es lo que hacen, encontrando el mundo exactamente igual que como lo dejaron. El resultado es que, después de haber llevado al lector al más fantástico de los viajes, al final se descubre que no han estado en ninguna parte.

Quizá lo que más llama la atención en una primera lectura es el tono optimista de la novela, una característica de la mayoría de los libros de Verne pero que aquí parece fuera de lugar. Los personajes se encuentran víctimas de una catástrofe colosal, náufragos en un cuerpo celeste, aislados para siempre del resto de la humanidad y amenazados por un medio hostil. Sin embargo, su actitud es bien la de templanza bien la de una indiferencia aun más imposible de entender. Verne era capaz de evocar sentimientos de tragedia y crear atmósferas opresivas o deprimentes. Ya lo demostró en París en el siglo XX o El Chancellor (1875) y estaría presente en buena medida en la siguiente obra que comentaremos, Los quinientos millones de la begún. El que esa sensación de cataclismo se halle ausente en Héctor Servadac responde a una buena razón: en realidad, Verne quería describir un mundo devastado por la catástrofe, pero su editor Hetzel lo rechazó, presionando al autor para que no dejara un sabor de boca amargo al lector. Sin embargo, eso es precisamente lo que le ocurre al lector moderno: la sensación de que una buena idea, una buena novela, nunca llegó a buen puerto.

Quizá Verne, disgustado por ver sofocada su creatividad, transmitió ese disgusto a sus personajes. Ciertamente, Verne siempre destacó más por el planteamiento de las historias que por el desarrollo de sus protagonistas (con notables excepciones, como el capitán Nemo o Phileas Fogg). En esta ocasión, el escritor no estuvo particularmente brillante en la creación de los nuevos colonos del cometa.

El capitán Héctor Servadac, el conde ruso Timascheff y el capitán de la goleta, Procopio, son intercambiables, prototipos del héroe monolítico, valeroso, sensato, no especialmente sabio pero con recursos… y bastante aburrido. Ben-Zuf, el asistente de Servadac tiene más chispa pero no deja de ser una figura ya clásica dentro de la literatura y la narrativa popular: la contrapartida humorística del personaje principal, un recurso ampliamente utilizado por Verne en muchas de sus novelas. El excéntrico y gruñón profesor Palmirano Roseta tiene momentos divertidos pero tampoco constituye una novedad (sin ir más lejos, el profesor Liddenbrock de Viaje al Centro de la Tierra)

Lo que constituye una desgraciada novedad en esta novela no dice mucho a favor del escritor ni de la sociedad de la época. Resulta chocante la fuerza con la que afloran los prejuicios de Verne hacia otras razas y nacionalidades. Lo que en otros de sus libros podría ser benévolamente interpretado como chauvinismo, aquí traspasa con mucho la línea de lo políticamente correcto. No es ya que a los ingleses los trate de estirados, egoístas y soberbios y a los españoles los contemple con desprecio («Estos españoles, desaprensivos andaluces, indolentes por naturaleza, holgazanes por afición, tan dispuestos a esgrimir la navaja como a tocar la guitarra, labradores de profesión. (….) ¡Bah!, aunque lo comprendieran, no les importaría mucho. Los españoles son demasiado fatalistas, como los orientales, y éstos no se impresionan demasiado. Una canción, una guitarra y un poco de baile y castañuelas y estarán contentos»). No, va incluso más allá: despliega un antisemitismo rabioso a través del personaje de Isaac Hakhabut, un judío patético al que maltrata durante toda la narración y que no es más que una amalgama de tópicos («ojos vivos pero de mirada falsa, nariz aguileña, barba inculta, grandes pies, manos largas y dedos engarabitados o lo que es lo mismo, el tipo acabado del judío, del usurero de flexible espina y de corazón seco, roedor de escudos y sumamente avaro») que, retrospectivamente y a la vista de las consecuencias que acabaría causando semejante actitud, ofende al lector contemporáneo.

Y no sólo al contemporáneo. La novela se publicó por entregas en la revista Magazine d’Éducation et de Récréation. Cuando apareció el capítulo 18, en el que se presenta el judío en cuestión con las palabras que he transcrito, el principal rabino de París escribió una carta a Hetzel quejándose de que ese material no tenía cabida en una publicación para jóvenes.

Hetzel y Verne respondieron conjuntamente excusándose, afirmando que no tenían intención de ofender a nadie y prometiendo que lo corregirían en la siguiente edición. Fue Hetzel el encargado de modificar el texto pero los cambios fueron mínimos y el tono antisemita no desapareció. Quizá fuera uno de los factores que hicieron que las ventas fueran inferiores a otros libros de Verne y que sólo recibiera una edición en América.

Como era habitual en los libros de Verne, aparecen largos capítulos dedicados a inundar al lector con toneladas de datos y hechos, en este caso acerca de la historia de los cometas y los períodos de los más conocidos así como de la mecánica celeste y las características de algunos de los planetas a los que el cometa se aproxima en su largo viaje.

Más allá de lo curioso que puede ser comparar los conocimientos que entonces se tenían sobre esos campos de la astronomía con los actuales, esos pasajes rompen la acción y, a menos que se tenga un interés muy específico en ello, resultan tan aburridos como prescindibles. De hecho, se pueden pasar por alto todas esas páginas y no perder nada de la sustancia de la historia. Lo que de interesante y novedoso podían tener en el siglo XIX aquellas descripciones de Júpiter o Saturno se ha perdido para el lector del siglo XXI.

Por otro lado, esas avalanchas de datos científicos no parecen casar muy bien con la premisa de la historia: un cometa metálico de 700 km de circunferencia que se aproxima a nuestro planeta sin ser observado por ningún astrónomo excepto el lunático Palmirano Roseta. De alguna forma, dicho cometa «absorbe» una sección de la Tierra, incluyendo buena parte de Argelia, suficiente agua del Mediterráneo y aire para crear un gran mar y una tenue atmósfera respirable. Todo ello dejando intacto el relieve de la tierra «transportada» (árboles, cultivos…) y sin que los seres vivos que la habitan sufran daño. Aunque el cometa se aleja del Sol hasta más allá de Saturno, la temperatura no baja por debajo de -60ºC. Dos años después del primer choque y siguiendo su órbita, vuelve a coincidir con la Tierra. No se trata solo de errores disculpables por el estado de la ciencia en el siglo XIX, o inexactitudes matemáticas cometidas por el escritor (como la composición del cometa o la órbita del mismo, imposible según la plantea Verne), sino de un cúmulo de «casualidades» e imposibilidades físicas que empujan al relato al campo de la fantasía alejándolo de la ciencia-ficción.

Hasta aquí el lector ya se habrá dado cuenta de que no estamos ante una de las mejores novelas de Verne. El motivo por el que he decidido incluirla en esta antología es por ser quizá la primera novela en la que aparece un cometa como causa de un cataclismo. Hoy se ha convertido en un tópico e incluso Hollywood ha sacado buenos réditos de este argumento ‒recordemos el taquillazo de Armaggedon (1998)‒ pero en la literatura de la época constituyó toda una novedad. No es que Verne se inventara totalmente el asunto.

Los cometas habían despertado desde siempre una gran fascinación, cuando no temor, y sus regulares visitas hacía ya tiempo que habían sido tabuladas. Durante el siglo XIX se produjeron pánicos ‒alentados en buena medida por los periódicos y los comentarios de los propios científicos‒ ya que la gente creía que la cola del cometa podía estar compuesta de gases venenosos que emponzoñarían la atmósfera haciéndola irrespirable.

H.G. Wells, años después, recogería exactamente esos temores en su novela En los días del cometa (1906). El propio Verne volvería sobre un asunto similar en La caza del meteoro (1908), en la que un cometa compuesto de oro cae en la Tierra y desata una fiebre mundial por hacerse con él.

Héctor Servadac fue, pues, la novela que pudo haber sido y no fue. En un momento determinado, Verne describe las consecuencias de una colisión directa con el planeta, sugiriendo un planteamiento mucho más interesante que el que finalmente adoptó: «La Tierra perdería instantáneamente su celeridad tangencial de traslación, y todos los seres, árboles y casas, serían lanzados al espacio (…). Los mares lanzaríanse fuera de sus cuencas naturales, aniquilándolo todo. Las partes centrales del globo que permanecen aún en estado líquido, rasgarían la cubierta que las contiene y se escaparían al exterior. Variando el eje de la Tierra, un nuevo ecuador sustituiría al antiguo y, por último, la celeridad del globo podría quedar absolutamente suprimida, y, no estando modificada la fuerza atractiva del Sol por ninguna otra, la Tierra caería sobre él en línea recta». Una visión inexacta científicamente, pero no por ello menos apocalíptica y, desde luego, mucho más interesante a priori.

Ni siquiera al final pudo hacer lo que quiso. El escritor ya había tenido que cambiar su concepto inicial de desastre planetario por el de un viaje alrededor del sistema solar. Intentó «colar» un final más verosímil, matando a todos los personajes cuando el cometa regresa a la Tierra y se estrella contra ella. Al fin y al cabo, Servadac es la palabra francesa cadavres (cadáveres), escrita al revés. De nuevo, el editor Hetzel se mostró inflexible, forzando a Verne a urdir el increíble final de carácter fantástico que ya comentamos más arriba.

Como conclusión, podemos aconsejar este libro para los amantes de Verne y las narraciones de aventuras del siglo XIX. Para aquellos que busquen un libro sobre viajes interplanetarios con una mínima base científica, probablemente encontrarán mejores obras.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".