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Lepanto

Se aproximan las conmemoraciones por los cuatro siglos y medio de la batalla naval de Lepanto. No faltan las voces de consabida memoria alabanciosa al imperio español cuyo monarca, Felipe II, decía ignorar los ocasos. Repasando a ciertos historiadores –Julius Norwich Norwich: El Mediterráneo. Un mar de encuentros y conflictos entre civilizaciones, Henry Kamen: La invención de España– los esquemas tambalean. Las fuerzas católicas de la Santa Liga organizada por el Papa integraban a la casa de Austria con la república de Venecia y los Estados Vaticanos, entonces extensos y no reducidos como ahora a ser un barrio romano. En la contienda también hubo mínimos aportes de genoveses y caballeros de Malta.

Se calcula que esta alianza contó 80.000 hombres entre infantes, artilleros y jinetes. Sólo una cuarta parte eran tercios así llamados españoles; en realidad, soldados de fortuna de variada procedencia. Lo mismo en cuanto a los barcos empeñados.

Imagen superior: «Felipe II ofreciendo al cielo al infante don Fernando», de Tiziano. «La ordenanza de 1536 ‒escribe Magdalena de Pazzis Pi Corrales‒ regulaba el número de soldados de infantería, estableciendo que en un cuerpo que contara con más de 20.000 infantes, 7.700 serían españoles, 6.000 alemanes y 7.300 italianos. El núcleo que podríamos llamar ‘duro’ lo constituían los veteranos españoles que integraban los conocidos como tercios viejos. (…) Las Compañías Viejas del Mar de Nápoles (…) estaban asignadas de forma permanente a la armada de galeras del reino napolitano y a la disposición inmediata del virrey o, más tarde, a la del capitán general del Mar como mando operativo (…) Con el tiempo, llegaron a constituir el Tercio Viejo del Mar de Nápoles, que se consideró heredero de las Compañías Viejas, y que más tarde, tomó el nombre de Tercio Fijo de Nápoles. Sus doce banderas participaron en la Batalla de Lepanto (…) Sin este decisivo triunfo, la península italiana y todo el sur y el levante español hubieran quedado expuestos a los ataques turcos, con unos resultados fácilmente imaginables para la civilización occidental» («Tercios del Mar. Historia de la primera Infantería de Marina Española», La Esfera de los Libros, 2019). 

El comandante supremo fue don Juan de Austria– éste fue el apellido que exhibió su regia familia hasta extinguirse en 1699–, un alemán, hijo bastardo de un emperador también alemán, Carlos V, y de su amante alemana.

Imagen superior: «Presentación de don Juan de Austria al emperador Carlos V», en Yuste, por Eduardo Rosales, 1869. «El Emperador ‒escribe Bartolomé Bennasar‒ quitó pronto el niño a su madre, tal vez cuando aún era lactante. Se sabe que le puso al cuidado de su ayuda de cámara, Luis de Quijada (…) Desde su llegada al pueblo castellano de Leganés [cuando contaba seis años de edad], la educación del desconocido príncipe [llamado Jerónimo o Jeromín] casi fue modélica. (…) Compartió la vida sana de los pilluelos de Leganés, corriendo en el campo, cazando pájaros y conejos, jugando a combates de moros y cristianos. (…) Cuando, en febrero de 1557, Carlos V se estableció en el monasterio extremeño, pidió a Luis y a [su esposa] Magdalena tomar residencia en el pueblo vecino de Cuacos. Luego invitó varias veces a Magdalena a visitarle con su paje, es decir, Jerónimo. Pero el Emperador no quiso reconocer a su hijo en público ni en privado. Murió el 21 de septiembre de 1558 sin haberlo hecho, confiando esta misión a Felipe II que, el 28 de septiembre de 1559, aprovechando una cacería, en presencia de unos grandes señores, reveló el secreto. El muchacho, de doce años y medio, quedó mudo. Ya incorporado a la Casa Real como un príncipe más, el nuevo don Juan recibió el tratamiento de un infante de Castilla con casa propia» («Diccionario Biográfico» de la Real Academia de la Historia).

Las dos alas de la escuadra estaban comandadas por italianos, el veneciano Agostino Barbarigo, que murió flechado en la lucha, y el genovés Andrea Doria, famoso por su impericia y cobardía, propias más de un mercader que de un soldado. La retaguardia fue cubierta por don Juan de Cardona y don Álvaro de Bazán fue quien condujo el aporte a la Liga cuando ésta reunió sus fuerzas en Messina.

Si desgajamos a España de este convenio, se ve que sola no habría podido con los turcos. Más aún: tras la victoria católica, las fuerzas hispánicas se retiraron del Mediterráneo para concentrarse en la Europa continental, en interminables y costosos litigios religiosos. Por el Norte de África los turcos pudieron expandirse sin mayores obstáculos. Entonces: es posible reiterar una épica imperial a propósito de Lepanto pero resulta preferible hacerlo desde la historia.

Imagen superior: Agustín Ramón Rodríguez González, autor de «Álvaro de Bazán: Capitán General del Mar Océano» (Edaf, 2017)  y «Lepanto, la batalla que salvó a Europa» (Sekotia, 2013), escribe a propósito de Bazán: «Es poco recordado que fue Bazán con un ingenioso plan el que salvó la estratégica isla de Malta cuando fue atacada por una supuestamente irresistible expedición otomana. (…) Y aquel fue el primer freno a la marea otomana que parecía iba a inundar Europa. Seis años después volvió a ser decisiva su intervención en Lepanto, e incluso antes de la batalla, cuando un altercado sangriento entre soldados italianos al servicio de Felipe II y marineros venecianos amenazó por un momento con deshacer la alianza de la Liga Santa. Cuando el mismo Don Juan de Austria pensaba en romper con todo y abortar la campaña, fue Bazán el que aconsejó calma, prudencia y recordar quién era el verdadero enemigo. Y en la batalla su papel fue crucial, como jefe de la escuadra de reserva, ayudando al triunfo del ala izquierda cristiana al mando de Barbarigo, salvando el centro y la rodeada galera de Don Juan de Austria y decidiendo la batalla con ello al enmendar el grave error que cometió Andrea Doria en el ala derecha. Y aunque Don Juan de Austria fue un gran líder, bueno es recordar que entonces sólo tenía 24 años y apenas experiencia naval, por lo que Bazán fue su principal asesor (…) su escuadra fue la que más presas hizo al enemigo» («Don Álvaro de Bazán y Guzmán, la excelencia como marino», Péndulo, nº 29, 2018, pp. 118-129).

En lo novelesco, ciertamente, hay un ilustre aporte: Miguel de Cervantes, a quien Lepanto costó su siniestra mano. La novela –invento cervantesco si los hay, deuda que pagan todos quienes escriben en español– se impone porque en la batalla participaron dos hombres con idénticos nombres y apellidos. Uno de ellos fue el autor del Quijote. Bien, pero ¿cuál de los dos? Aquí se abre otro capítulo de la intriga. Normalmente, se admite que Cervantes nació en Alcalá de Henares en 1547. No obstante, en 1613 al publicar sus Novelas ejemplares, dice tener 55 años, es decir que aparece habiendo nacido en 1558, año en que un Miguel de Cervantes está registrado como nativo de Alcázar de San Juan.

No entro ni salgo de la polémica por falta de autoridad mas señalo el evento como notoriamente cervantesco. En efecto, preguntemos por caso: ¿cómo se llama el hidalgo o caballero que quiere hacerse conocer como Don Quijote? ¿Quijano, Quijada, Quesada? ¿Eran galgos o podencos los perros aquellos? ¿Cuántos baldes de agua se echaron en tal circunstancia? El bosque avistado ¿es de alcornoques o de encinas? Estos interrogantes son harto cervantinos, ambiguos por barrocos. Sin duda, alguien llamado Miguel de Cervantes escribió el Quijote, seguramente con la mano derecha. ¿Cuál era el estado de su mano izquierda?

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")