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«Lemmy contra Alphaville» (1965), de Jean-Luc Godard

En lo que se refiere a la ciencia ficción cinematográfica, los primeros años de la década de los sesenta vieron una continuidad en los temas ya establecidos en los cincuenta. Hubo cine espectáculo firmado por George Pal (El tiempo en sus manos, 1960), unas cuantas historias de suspense paranoico (El pueblo de los malditos, 1960), adaptaciones de novelas de Julio Verne (El amo del mundo, 1961), varios mutantes atómicos y un montón de películas de Godzilla y sus grotescos parientes. Pero como sucedió en los cuarenta, la calidad global de los films de ciencia-ficción era bastante mediocre (admitámoslo, con las películas de monstruos el argumento no se podía estirar demasiado).

Entonces, a mediados de los sesenta y en el ámbito de la literatura de ciencia ficción, surge una corriente experimental en forma y fondo que exploraba nuevos temas, jugaba con el estilo y las técnicas narrativas y aspiraba a elevar la calidad estrictamente literaria de un género tradicionalmente más centrado en la fuerza de las ideas que en el estilismo lingüístico y narrativo. Curiosamente, de forma casi simultánea, aparecen también en el cine creadores iconoclastas que, por ejemplo en Inglaterra, trasladan a la pantalla las obras de autores como Kinsgley Amis o John Osborne. Sin embargo, fue la vertiente francesa de ese movimiento la que acabaría teniendo una mayor influencia no sólo cinematográfica, sino también en el propio género de la ciencia ficción.

Estos directores franceses que no temían arriesgarse estaban integrados en un movimiento cinematográfico vanguardista e intelectual que se dio en llamar Nouvelle Vague o Nueva Ola. Sus militantes (François Truffaut, Alain Resnais, Roger Vadim o Jean-Luc Godard) no procedían de un sistema de grandes estudios como sus contemporáneos de Hollywood, sino que se habían nutrido a partes iguales de las teorías sociopolíticas marxistas y las películas clásicas norteamericanas de los años cuarenta.

El cine de la Nueva Ola desafiaba de forma consciente y provocativa los mecanismos de la narrativa tradicional y jugaba con el surrealismo para crear toda una serie de desconcertantes efectos estilísticos. Trabajos como El año pasado en Marienbad (1961), Hiroshima mon amour (1959), Te amo, te amo (1968), todos ellos dirigidos por Alain Resnais, o La Jetée, (1962) de Chris Marker, destilan un abrumador sentimiento de tristeza por la memoria perdida. Los films tenían frecuentemente una intencionalidad ideológica de cariz izquierdista, un sentido del humor seco e intelectual, y también y demasiado a menudo, una pretenciosidad que lastraba el resultado final.

Desde otro punto de vista, estos directores se sirvieron de las nuevas tecnologías para crear las imágenes que caracterizaron su trabajo. Sacando provecho de la emergente tecnología de miniaturización de componentes electrónicos, emplearon cámaras y equipos de iluminación ligeros, de fácil transporte y manejo, que les permitieron filmar en exteriores en lugar de quedar confinados en el artificial entorno de los estudios. La rapidez y flexibilidad que otorgaba esta nueva tecnología les animó a experimentar e improvisar en todos los ámbitos.

Este nuevo tipo de cine en el que se abordaron temas existenciales tuvo mucho en común con la ciencia ficción literaria más vanguardista de la época. Hasta entonces, el cine, como la mayor parte de la literatura, estaba limitado por las convenciones narrativas. Los autores de la Nueva Ola, escritores o cineastas, rompieron tales barreras y empezaron a experimentar en el contenido y la forma. Así, existe una conexión directa entre el cine de la Nouvelle Vague y la Nueva Ola de la ciencia ficción literaria que se desarrolló en la segunda mitad de los sesenta. Resultó algo natural para los realizadores europeos el fijarse en la ciencia ficción como fuente de inspiración de sus visiones transgresoras y críticas con el pensamiento contemporáneo en las que exploraban los límites del progreso científico, tecnológico y social. Fahrenheit 451 (1966), de François Truffaut fue un ejemplo. Lemmy contra Alphaville, de Jean-Luc Godard, otro.

Godard sirvió como nexo de unión no sólo entre los mundos cinematográfico y literario, sino entre el mainstream y la ficción de género. En 1959, dirigió uno de los títulos más representativos de la vanguardia cinematográfica francesa: Al final de la escapada (1959), una anárquica reinterpretación del género negro norteamericano. Godard, como la mayoría de los intelectuales franceses de la década de los sesenta del pasado siglo, sentía una fascinación compulsiva por la cultura popular y sus géneros de ficción. Lemmy contra Alphaville fue producto de la misma, y una de sus extravagancias más notables.

Un detective duro de la vieja escuela llamado Lemmy Caution (Eddie Constantine) es enviado por sus jefes, los Países Exteriores, a la ciudad de Alphaville para localizar a un agente desaparecido, Henry Dickson (AkimTamiroff). Aquélla es una gris urbe futurista emplazada en otro planeta y gobernada por una computadora maestra, la Alpha 60 y su malvado creador, un científico conocido como Von Braun (Howard Vernon). Todas las necesidades básicas de sus habitantes están cubiertas, pero la computadora también les priva de libre albedrío mediante medicinas, asesinando a los individuos más creativos por el expeditivo y extraño método de ametrallarlos en el trampolín de una piscina. No sólo se han eliminado las profesiones de artistas, músicos o poetas, sino que incluso las palabras que definían conceptos abstractos, amor incluido, han sido censuradas. De esta forma se ha aniquilado cualquier posibilidad de expresión personal para crear una sociedad inhumana y alienada.

Cuando ve morir a Dickson a manos de una mujer fatal, la misión de Caution pasa a ser encontrar a Von Braun y obligarle a abandonar el poder; si no lo consigue, debe matarlo y destruir la Alpha 60. Pero mientras intenta todo esto, conoce y se enamora de Natacha (Anna Karina), la adorable hija de Von Braun, que le ha sido asignada como guía de la ciudad. A través de esa relación, el detective redime la oscura alma de Alphaville, enfrentándose a la totalitaria computadora mediante el recitado de poemas que expresan su amor por la muchacha.

Feista, violenta y extraña, Lemmy contra Alphaville favorece la abstracción y el humor absurdo sobre la narrativa lineal y el suspense en su forma más tradicional, lo que contribuye a confundir tanto a los espectadores de hoy como a los de entonces, que asisten a un peculiar discurso estético y conceptual construido alrededor de los clichés del género negro y la ciencia ficción.

El personaje de Lemmy Caution había sido originalmente un detective creado en 1936 por el escritor Peter Cheyney y que el actor norteamericano Eddie Constantine había interpretado en una serie de siete películas francesas de serie B que comenzó con Cita con la muerte (1953). Godard lo reinterpreta deliberadamente como una caricatura estereotipada, una parodia. Hay escenas aleatorias de violencia insertadas como fotogramas congelados o sin sonido. La película está punteada por referencias sin demasiado sentido a películas o comics: “¿Mataron a Dick Tracy?”, pregunta en un momento dado Caution; “Sí, y a Flash Gordon”, le responden. Hay dos científicos llamados Heckle y Jekyll. Von Braun se rebautiza a sí mismo como Leonard Nosferatu, y Caution se siente atraído por Natasha en virtud de “su sonrisa y pequeños dientes puntiagudos (que) me recordaban a las viejas películas de vampiros”… El significado y propósito de todo esto se me escapa, como también el intercalado de metraje en negativo durante la persecución climática.

La diatriba neoludita, en cambio, no resulta tan novedosa –Godard toma la idea de la Biblia en neolengua directamente de 1984 de Orwell‒, aunque hay gags relacionados con ella que sí tienen cierta gracia, como esa máquina que le pide a Caution que inserte una moneda y a continuación le entrega un papel en el que dice simplemente: “Gracias”. La forma de derrotar a la diabólica Alpha 60, sin embargo, responde a un antiguo cliché de la ciencia ficción: plantearle a la inteligencia artificial un dilema que no pueda resolver, un truco que el capitán Kirk utilizará recurrentemente poco después en Star Trek.

A esta película se la suele calificar como “ciencia ficción sin efectos especiales. Ciertamente, Godard no se los podía permitir con el presupuesto de que disponía, pero probablemente tampoco los habría utilizado de haberlos tenido a su alcance. Si se quita el sonido, la película parece una historia de género negro de bajo presupuesto; sólo el diálogo revela que transcurre en el futuro. Los decorados son austeros y fríos, y los exteriores, en realidad paisajes urbanos del París auténtico de entonces, están rodados al amanecer o al anochecer de tal manera que resulten futuristas e intimidantes. El film se rodó en el formato de 16 mm, lo que añadía un aspecto granuloso y áspero a la fotografía.

En lugar de diseñar y rodar elaborados planos con naves espaciales, ¿por qué no utilizar los reflejos de las farolas de la autopista sobre el parabrisas de un coche circulando rápidamente para sugerir el viaje interestelar? Este tipo de “velocidad-luz” es mucho más poético y, por supuesto, más barato. En lugar de mostrar a su protagonista surcando el espacio interestelar hacia el planeta de Alphaville, vemos a Lemmy Caution conduciendo su descharrado Ford Galaxy por los distritos industriales de París mientras suena insistentemente el retrofuturista tema musical compuesto por Paul Misraki.

La tecnología que porta el protagonista consiste en una cámara barata de la que se ríen hasta los otros personajes de la película. Y Alpha-60 es poco más que un montón de lucecitas parpadeantes, un ventilador chirriante, unos micrófonos y una voz ronca (perteneciente a un enfermo de cáncer de garganta hablando a través de un amplificador electrónico). Godard se gastó menos dinero en efectos especiales que en el almuerzo.

No es sólo que el director estuviera rodando una película barata. La ciencia ficción del film es, al final, una simple conveniencia. Lo que Godard pretendía era hacer una sátira de las expectativas del público: ciencia ficción sin efectos especiales, un film de acción con secuencias extrañamente estilizadas (como una que está compuesta enteramente de fotogramas estáticos y en cámara lenta; otra en la que solo vemos a Caution vapuleado pasando de un matón al otro, ambos fuera de plano). Godard recicló la cultura pop, cogiendo sin reparo fragmentos de otras películas y fundiéndolos de manera deliberadamente tosca.

Desde luego, ello respondía también a la sensibilidad del propio director, más preocupado por el presente que por el futuro. En este sentido, Godard bien podría suscribir aquella afirmación de Ursula K. Leguin que decía que “la ciencia ficción no es predictiva sino descriptiva”. Pero también era la forma que el realizador tenía de bromear con los clichés del género al tiempo que desafiaba, desconcertaba e incluso molestaba al espectador con lo inesperado o lo oscuramente alegórico, una actitud que formaba parte de la filosofía de la Nueva Ola.

Ese juego del despiste se extiende, claro, al propio personaje de Lemmy Caution. Eddie Constantine, con su rostro pétreo, sombrero fedora y gabardina con el cuello subido, construye un detective que se sitúa a mitad de camino entre una fusión de Sam Spade y Mike Hammer y un espía clásico de los cincuenta. Es un tipo duro, brusco con los desconocidos e incluso algo sádico cuando llega la hora de matar –de hecho, el film ofrece un inesperado baño de sangre en su último tercio‒. Sin embargo, sus constantes soliloquios revelan una inesperada sensibilidad interior, y también es capaz de sacar un lado amable, incluso poético, cuando le explica a Natasha que el sexo es una experiencia vacía si no hay amor detrás (una curiosa afirmación viniendo de un varonil agente secreto con licencia para matar).

Aunque la misión principal de Caution es liberar a los ciudadanos de Alphaville del dominio de la computadora, la película tiene mucho más contenido subyacente, incluyendo múltiples referencias y alusiones, por ejemplo a los críticos cinematográficos y la literatura negra de Dashiell Hammett, o escenas que funcionan como homenajes a F.W. Murnau, Fritz Lang, Howard Hawks, Jean Cocteau u Orson Welles (como certifica la presencia del actor fetiche de ese director, Akim Tamiroff encarnando al personaje de Henry Dickson). Hay reflexiones sobre la estructura del tiempo y el valor de la imaginación, una crítica al potencial deshumanizador de la arquitectura moderna, una advertencia de los peligros de la censura y reflexiones sobre la represión y el sufrimiento que puede causar la aplicación de la lógica científica al margen de la emoción.

Lemmy contra Alphaville no fue la única incursión de Jean-Luc Godard en la ciencia ficción, un género en el parecía sentirse a gusto por su capacidad evocadora. Así, participó con un segmento postapocalíptico, “El nuevo mundo”, en la antología RoGoPaG (1962) y dirigió Week End (1967), una visión surrealista del colapso de la sociedad; el capítulo “Anticipación” de El oficio más viejo del mundo (1967), sobre el encuentro de un visitante alienígena y una prostituta del futuro; y Yo te saludo, María (1984), su polémica interpretación de la Inmaculada Concepción.

Pese a lo extraña que resultó en su momento, Lemmy contra Alphaville dejó un importante legado para autores posteriores, sobre todo porque fue el primer ejemplo de algo que puede denominarse noirpunk: la integración en un entorno futurista de las sensibilidades y elementos propios de las historias de género negro de los años cuarenta. El concepto de un detective ataviado con sombrero y gabardina moviéndose por la noche de una ciudad del futuro poblada por individuos producto de la globalización supuso un auténtico salto de fe para la audiencia (la brecha que separaba esta película de las de monstruos atómicos e invasiones alienígenas de tan solo unos años antes era abismal), aunque no para Godard que, como he dicho al principio, sentía auténtica pasión por la cultura popular y no tenía inconveniente en mezclar géneros. Otras películas seguirían su estela poniendo más atención en definir sus respectivos mundos retrofuturistas y distópicos, especialmente Blade Runner (1982). Pero la cinta de Godard fue la primera y sólo por eso ya merece un comentario en cualquier historia de la ciencia ficción que se precie.

Lemmy contra Alphaville goza de un enorme prestigio entre los críticos más sesudos, quienes no dudan en calificarla de obra maestra. Personalmente, no digiero muy bien este tipo de experimentos estéticos y conceptuales. Sus referencias me parecen oscuras y, para mi gusto, el potencial emocional de la historia queda diluido al tener que someterse a un proceso intelectual que permita –o al menos lo intente‒ dar con el significado de las alegorías y metáforas que se presentan. Sí, hay algunos hallazgos visuales, pero no puedo evitar cierto disgusto ante lo que me parece un producto presuntuoso y autoindulgente –aun cuando los toques cómicos también me hacen pensar que la propia película, a pesar de sus ángulos de cámara, trucos y lirismo, no se toma demasiado en serio a sí misma‒. Por ello me parece una película difícil de recomendar a cualquiera que no sea un espectador muy experimentado y dispuesto a abordar cine exigente en forma y fondo.

Hoy, el frío y distante estilo documental de aquellas películas sigue siendo una experiencia refrescante para muchos cinéfilos habida cuenta del fuerte peso del cine comercial y de escaso bagaje intelectual que nos acompaña en los últimos años. Hay una escena en la película en la que dos matones esperan mientras una mujer cuenta un chiste a Caution. En cuanto éste coge el chiste, le pegan una paliza. Esa es la esencia de este film: sólo si el espectador entiende la broma, conseguirá conectar con la historia y su formato narrativo.

Godard requiere del espectador que haya hecho sus deberes. No se puede entender el espíritu de Lemmy contra Alphaville si no se conoce el contexto de la cinta y la cultura contemporánea del momento. Y ahí descansa su importancia: en efecto, es la primera película del género que sabe que es una película. Desde entonces, filmes como Matrix han bebido de la idea de satirizar el medio y sus convenciones, pero esta es la obra que les enseñó a las Wachowski cómo hacerlo. Por eso sigue siendo un clásico.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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