Hace años se montó en Alemania una experiencia de índole privativa consistente en dejar sin televisión a una torre de vecinos. Los resultados fueron más bien dramáticos: depresiones, crisis de aburrimiento, peloteras de parejas, vínculos rotos entre padre e hijos, violencia entre cónyuges. En fin, un mundo sin ocio y sin fútbol. Más recientemente, en diversas sedes universitarias, se ensayó dejar sin teléfonos móviles a una serie de jóvenes estudiantes. Se sucedieron despertares sin noticias, carencia de redes sociales, evanescencia de una multitud de contactos cotidianos. Los otros se borraron y con ellos, nosotros.
Pertenezco a una época en que la percepción del mundo dependía de la casa y el cine. La casa, ámbito privado, tenía un pariente impersonal, invisible e insistente: la radio. Woody Allen lo retrató con eficacia en su filme Radio days. En cuanto al cine, era la casa de la luz, como se la llamaron los alemanes, exterior al hogar pero recinto en el cual habitaba una realidad a menudo más real que la vigente en hogares y calles. Ambas experiencias colgaban y cuelgan de unos hilos, sea los telegráficos o las conexiones subterráneas. Por su parte, las ondas cuelgan de sí mismas.
En rigor, lo que llamamos mundo es, en aplastante medida, algo de lo cual nos dan cuenta esas emisiones. La diferencia está en que entonces las revivíamos en silencio. La familia callaba en torno al aparato de radio del cual fluían las novelas orales que convertían la vida en relato y las guerras lejanas en que unos hombres intentaban sobrevivir matando a otros hombres. En el cine, hablan los altavoces ante un público mudo. Ahora, en cambio y buena proporción, el móvil es parlanchín.
Todos hemos experimentado, en nuestros viajes, cómo la radio y la televisión nos recortan bruscamente el mundo. Nos vamos de España, por ejemplo, y España desaparece en pantallas y transistores. A veces asoma en sequías o inundaciones o poco más. Nada sabemos de los nuestros, de nuestras cosas, de nuestros nombres, de nuestra lengua. ¿Dónde ha ido a parar nuestro mundo?
Un gran esfuerzo de imaginación y de abstracción nos permite asistir, aunque no a compartir, eso que denominamos realidad. Todo cuelga de hilos que no vemos pero que son la trama que sostiene nuestra creencia en que el mundo subsiste todavía, como cuando nos dormimos por la noche con la certeza de que seguirá allí ‒¿allí? ¿dónde?– lo hubimos dejado. Los sabios hablan de estructura. Pues bueno: el mundo es una estructura. La agitan pasiones, buenas y malas; proyectos buenos y malos; éxitos y fracasos buenos y malos. Confío en que al terminar la lectura de estas líneas, ellas y el resto del universo sigan transitando por ellas, que han servido para encaminar mis palabras, las tuyas.
Imagen superior: Pixabay.
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