La relación entre la vida contemporánea y el sistema de dominación (o de seducción) de nuestra era digital es el hilo conductor que sigue en sus libros el filósofo surcoreano Byung-Chul Han (Seúl, 1959).
La idea de Han ‒entre otras que lo determinan como pensador‒ es que el mundo que se perfila desde Silicon Valley, pese a sus maravillosas posibilidades tecnológicas y comunicativas, también tiende a la inercia y a la conexión permanente, con dos derivadas: el narcisismo y la autoexplotación del propio individuo. “Estamos en la Red ‒afirma‒, pero no escuchamos al otro, solo hacemos ruido”. Y añade: “En la orwelliana 1984 esa sociedad era consciente de que estaba siendo dominada; hoy no tenemos ni esa consciencia de dominación”.
¿Tecnofobia? ¿Nostalgia de un mundo sin smartphones? Ni mucho menos. Esa es la crítica (o la caricatura) de quienes no comprenden las implicaciones negativas de este tipo de avances o, simplemente, prefieren ignorar las advertencias de pensadores como Han, que prefieren un progreso tecnológico sin este tipo de peajes y servidumbres.
«Hay que ajustar el sistema ‒reclama‒: el ebook está hecho para que yo lea, no para que me lea a mí a través de algoritmos… ¿O es que el algoritmo hará ahora al hombre? En Estados Unidos hemos visto la influencia de Facebook en las elecciones… Necesitamos una carta digital que recupere la dignidad humana y pensar en una renta básica para las profesiones que devorarán las nuevas tecnologías”.
Dice Han que vivimos en una ilusión de libertad. La comunicación se transforma en vigilancia, y el único horizonte parece ser el aumento del rendimiento o la optimización. «No diría que Orwell se equivocara ‒aclaraba el filósofo en una entrevista con Alfonso Armada‒. Él describe su mundo, que ya no es nuestro mundo. El estado policial de Orwell, con telepantallas y cámaras de tortura, se distingue fundamentalmente del panóptico digital que representa internet, teléfonos inteligentes y Google Glass, que es controlado por la ilusión de la libertad y la comunicación ilimitadas. Aquí no se tortura sino que se postea y se tuitea. El control que coincide con la libertad es considerablemente más eficaz que aquella vigilancia que se dirige contra la libertad. (…) Se emplea un poder inteligente. Este poder, en vez de prohibir, seduce. No se lleva a cabo a través de la obediencia sino del gusto. Cada uno se somete al sistema de poder mientras se comunique y consuma, o incluso mientras pulse el botón de «me gusta». El poder inteligente le hace carantoñas a la psique, la halaga en vez de reprimirla o disciplinarla. No nos obliga a callarnos. Más bien nos anima a opinar continuamente, a compartir, a participar, a comunicar nuestros deseos, nuestras necesidades, y a contar nuestra vida. Se trata de una técnica de poder que no niega ni reprime nuestra libertad sino que la explota. En esto consiste la actual crisis de libertad. Vivimos en una sociedad que se concentra por completo en la producción, en la positividad. Se deshace de la negatividad de lo otro o de lo ajeno para aumentar la velocidad de la circulación de la producción y del consumo. Solo las diferencias que se pueden consumir están permitidas. No se puede amar al otro al que le han quitado la alteridad, sino solo consumirlo. Quizá sea por eso por lo que hoy crece el interés por el apocalipsis. Uno siente el infierno de la igualdad y quiere escapar de él».
Según el diagnóstico de Han, «la comunicación degenera en un intercambio de información: las relaciones se reemplazan por las conexiones, y así solo se enlaza con lo igual; la comunicación digital es solo vista. Hemos perdido todos los sentidos. Estamos en una fase debilitada de la comunicación, como nunca: la comunicación global y de los likes solo consiente a los que son más iguales a uno; ¡lo igual no duele!”.
Esclavizados por la meta de que todo es posible, cedemos a la sobreestimulación y a la constante la positividad, prescindimos del pensamiento complejo y la privacidad ‒sobre todo en nuestra vida digital‒, y sustituimos la reflexión reposada por el narcisismo y por la reacción trivial, constante e inmediata. Para completar el proceso, nos metemos en una burbuja protectora, constituidas por una comunidad de iguales: esa tribu digital sin fisuras ni disidencias.
Pero vayamos por partes, porque la filosofía de Byung-Chul Han conduce a un diagnóstico más complejo y también más interesante. Así, en su libro La sociedad del cansancio (Müdigkeitsgesellschaft, Matthes & Seitz, Berlín 2010 / Barcelona, Herder Editorial, 2012), Han nos dice que uno de los grandes problemas de la sociedad actual es, justamente, la positividad de la que antes hablábamos. Lejos de promover un mundo más pacífico, esta genera nuevas y sofisticadas formas de violencia.
Hubo un tiempo en que la violencia estaba vinculada a la obligación y a la privación. Pero la violencia que indica Han se origina en la saturación: “La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad del rendimiento”. Y precisamente por ello, las víctimas de esta violencia son los “emprendedores” que han normalizado este exceso y este estímulo permanente. El resultado es un tipo muy concreto de colapso, que se manifiesta en enfermedades mentales como la depresión, el trastorno de déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o el síndrome de desgaste ocupacional (SDO).
«La sociedad disciplinaria ‒escribe Han‒ es una sociedad de la negatividad. La define la negatividad de la prohibición. […] [En cambio] la sociedad del rendimiento se caracteriza por el verbo modal positivo poder (können) sin límites. Su plural afirmativo y colectivo, Yes, we can, expresa precisamente su carácter de positividad. Los proyectos, las iniciativas y la motivación reemplazan la prohibición, el mandato y la ley. A la sociedad disciplinaria todavía la rige el no. Su negatividad genera locos criminales. La sociedad de rendimiento, por el contrario, produce depresivos y fracasados».
Byung-Chul Han remite en su pensamiento al sociólogo francés Alain Ehrenberg, quien, en La fatiga de ser uno mismo, sitúa la depresión en el paso de una sociedad a otra. Para Ehrenberg, la depresión expresa el fracaso del hombre posmoderno para llegar a ser él mismo. Este fracaso parece apuntar al miedo a la libertad del que habló Eric Fromm.
Fromm señalaba que la nueva sociedad del siglo XX había aislado al ser humano, desvinculándolo de los lazos tradicionales en que sustentaba su seguridad existencial –familia, comunidad, etc.‒. Precisamente por ello, ante la impotencia y angustia de su soledad, tarde o temprano acaba entregándose a cualquier sistema autoritario que cubra el vacío con su discurso paterno o fraterno (según lo quiera una u otra ideología, fascista o comunista).
Pero hay algo más en la sociedad actual que Han denuncia en su libro: «[Ehrenberg] pasa por alto la violencia sistémica inherente a la sociedad del rendimiento, que da origen a infartos psíquicos. Lo que provoca la depresión por agotamiento no es el imperativo de pertenecer solo a sí mismo, sino la presión del rendimiento».
Esta presión del rendimiento sería, pues, un factor interiorizado que impide la autorrealización, es decir, el desarrollo del potencial creativo de todo ser humano. Las voces exteriores se disfrazan de voces interiores, y la auténtica voz interior se ahoga en unas profundidades a las que no alcanza la mirada de una sociedad que ha aprendido a vivir en la superficie de las cosas.
El hombre de hoy, afirma Han, es el animal laborans de que habló Hannah Arendt, que se explota a sí mismo sin que se requiera la presencia del verdugo. La autoexplotación es mucho más eficaz que la explotación por los otros, pues va acompañada de la ilusión de libertad. Esa ilusión de libertad se manifiesta en el paso del “debemos” al “podemos”.
El «todo es posible», proclamado desde la cultura popular y desde los libros de autoayuda o coaching, define la ilusión de una sociedad superficial. Así, lo que antes era una “rabia” que liberaba las energías humanas necesarias para hacer efectivos los cambios hoy es humo, o más bien “enfado”.
Guiadas por deseos irracionales, las personas se indignan con todo, incluso con lo inevitable. Sin embargo, esas energías se disipan y la entropía sigue su curso natural. Se trata del movimiento sin propósito que caracteriza a un mundo para el cual la acción tiene valor por sí misma. Simplemente por ser acción.
Como bien dice Han, “la pura agitación no genera nada nuevo. Reproduce y acelera lo ya existente”. Y con todo ello se pierde el “don de la escucha” y de la capacidad de creación y expresión.
Todo esto, lógicamente, se opone a una verdadera actividad contemplativa. Es decir, a una actividad que resuelva no sólo el conflicto interno, sino el externo. No en vano, la actividad contemplativa es el requisito imprescindible para el desarrollo de toda cultura y, por ende, de toda civilización avanzada.
Al seguir un rumbo contrario, la sociedad emprende un viaje sin retorno. No crean que exagero. Hoy en día, señala Han, la cultura de las pantallas hace gala del “exceso” de acción. Dicho de otro modo, se generalizan la atención multifocal y la ocupación permanente y adictiva.
La multitarea, lejos de plantear un avance social, supone una regresión. ¿Por qué motivo? Pues porque la atención bien encauzada ha sido algo imprescindible para la supervivencia, para el control de los instintos y para el desarrollo de los rasgos que nos hacen genuinamente humanos. Sin este sosiego, la civilización tiende a la barbarie.
Por otro lado, esa preponderancia de lo superficial conduce a una vida donde lo efímero se convierte en norma. La fugacidad de las satisfacciones que derivan de lo superficial hacen que la vida que, por así decirlo, desnuda. Y aquí se refiere Han al pensamiento de Giorgio Agamben. La nuda vida en que todo sentido desaparece, ya sea del trabajo como del ocio: «A la vida desnuda […] se reacciona justo con mecanismos como la hiperactividad, la histeria del trabajo y la producción. La sociedad de trabajo y rendimiento no es ninguna sociedad libre […] [En esta sociedad] cada cual lleva consigo su campo de trabajos forzados».
Han vuelve a recurrir a Nietzsche cuando nos recuerda que reaccionar inmediatamente a cada impulso es una suerte de patología, y también un síntoma de agotamiento espiritual. En el fondo, la hiperactividad viene a ser una hiperpasividad («el estado en el cual uno sigue sin oponer resistencia a cualquier impulso e instinto»).
La contradicción permanente entre intenciones y resultados, entre lo que podemos lograr y lo que realmente obtenemos, sumerge en la depresión a los menos aptos para este sistema.
Por otra parte, este “exceso” de positividad y esta pasión por la multitarea chocan frontalmente con ese “aburrimiento profundo que sería de cierta importancia para un proceso creativo”. Es lo que señala Walter Benjamin al referirse a dicho aburrimiento como “el pájaro de sueño que incuba el huevo de la experiencia”.
En resumen, la sociedad enfocada al rendimiento y la multitarea está convirtiéndose paulatinamente en una sociedad que cae en el dopaje cerebral. Se impone, por tanto, el cansancio, inútil y destructivo.
Manipulados y con el estímulo digital marcando sus vidas, los individuos siguen girando como bestias salvajes en la rueda de la fortuna, animados a persistir en esa vana ilusión de poder que cruza la historia como una maldición.
Imagen superior: Pixabay, CC.
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