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Mis libros de cabecera: «Adelante, Julio», de Daphne du Maurier

Si mi Biblia por años ha sido un libro tan aparentemente frívolo e irrelevante como la autobiografía de la exlíder de las Spice Girls, si hubiera de escoger mi antibiblia me decantaría sin duda por una de las novelas más duras del siglo XX que ha pasado por mis manos.

Adelante, Julio (The progress of Julius, 1933) supone la tercera novela de la escritora británica Daphne du Maurier y otro de los motivos (casi a motivo por ficción suya) por los que esta autora se ha convertido en mi fabulador novecentista favorito.

En general, las obras de la autora de Rebeca son una avalancha de pulsiones bisexuales e incestuosas, de narcisismos cimarrones y perversidades indomesticadas y, por inercia, un canto a la vida sensorial en su faceta más amoral y oscura. Pero Adelante, Julius resulta directamente inmoral para casi todo ojo humano, y cuesta creer que este derroche de crueldad fuera escrito cuando ella contaba apenas un cuarto de siglo de vida. ¡Menuda pieza!

Si en su debut literario, Espíritu de amor, Daphne se proyectaba en una joven pueblerina obligada a casarse con un hombre “sencillo y bueno” por el peso de la tradición comunitaria y que para “realizarse” se desvive por educar a su único hijo en el egoísmo hedonista y desarraigado –con el objeto de vivir a través de él su propia imposibilidad de viajar y gozar por culpa del sexismo circundante–, en Adelante, Julio llega aún más lejos al romper toda opción de identificación entre lectores y protagonista: pues éste, Julius, resuelve desde niño que la base de su vida será desprenderse de todo lo que ama cuando ello deje de serle de utilidad… y volatilizarlo para que nadie más pueda sacar provecho.

Julius es el hijo de unos humildes y bondadosos tenderos (ella católica, él judío) que tienen su puesto al borde del Sena. Con la invasión prusiana de 1870, se ven obligados a refugiarse en París y eso implica deshacerse de todo lo que les haga vulnerables ante la hambruna que se prevé: en consecuencia, los padres aconsejan a su niño que suelte libre al gato que tanto adora…, pero Julius decide que no desea que el gato pertenezca a nadie más, así que le ata una piedra al cuello y lo arroja de un puente al río. Y así es como nuestro aborrecible petimetre descubrirá lo fácil que le resulta deshacerse de aquello que ya no le reporta ningún beneficio, ya sea mundano o emocional.

A lo largo de su vida, pues, hará lo mismo con sus adversarios y también las personas de su entorno sentimental, eliminándolos cuando ya no sirven a sus propósitos materialistas o quieren volar fuera de su radio de influencia. Los crímenes sin castigo son descritos con frialdad sucinta, adelantándose a Jim Thompson en unas décadas y, si bien exentos del regodeo encarnizado de un American Psycho o de la sobresaliente Corpus Delicti de Andreu Martín…, tal vez por ello su lectura me resulta más, mucho más insoportable. Lo cual, obviamente, es un elogio.

A fin de cuentas, Adelante, Julio (tremendo el animoso título español, encima como si jalearan al menda) nace con el terreno ya abonado por el aún reciente apogeo de la literatura criminal británica (Christie, Conan Doyle, Chesterton), pero rechaza acogerse a ella por más que comparta su esmalte civilizado: aquí solo hay crímenes sin ningunas ganas de ser resueltos. ¡Nos escamotea la masacre al servicio del juego lúdico! No olvidemos que es también la época de adalides del rupturismo de las (buenas) formas como Aldoux Huxley o D. H. Lawrence, así que el listón para ejercer de enfant terrible tampoco era bajo…

La buena noticia es que la creadora no pretende que su criatura nos caiga bien, que simpaticemos con ella ni hay un ápice de deseo divino en redimirla. Podemos odiar a Julius todo lo que deseemos y más. Motivos nos sobrarán.

Ahora, el empecinamiento en obligarnos a seguir sus desmanes también joderán a más de uno…, porque a la voz narradora parece darle igual lo que sintamos. No es un plato para todos los paladares, de hecho no es un plato para casi ningún paladar. El miedo a encruelecernos nos propulsa siempre en tiempos de calma chicha burguesa como la nuestra.

Nunca había leído un libro así. Frente a la majestuosidad gótica de Rebeca o esa relectura en clave lúbrica de La isla del tesoro que es La posada de Jamaica, Adelante, Julio desconcierta por su inclinación al relato conciso, sin pompa ni tampoco amortiguamientos. Algún día el mundo tendrá que redescubrir a Daphne du Maurier, pero dudo que aún esté preparado para ello. De hecho, creo que ese es precisamente el motivo por el que preferimos mirar hacia otro lado o recalentar algunos platos suyos no tan indigestos…, aunque hasta su célebre cuento Los pájaros, por más que exento de metáforas sexuales y psicopáticas (en sus personajes mamíferos, al menos), no deja de abocarnos en el fondo a la misma desolación.

Francamente, me encantaría ver esta obra adaptada a cine por un Cronenberg –un Verhoeven sería demasiado obvio–; o, qué coño, un Camus o un Aranda resurrecto… aunque dudo que consiguieran la financiación para hacerlo o el desapego humano para plasmarlo. Que alguien le pase la novela a Lucrecia Martel, por si acaso.

Daphne du Maurier es un demonio hecho literatura. No un diablillo, no. Un demonio.

Copyright del artículo © Hernán Migoya. Reservados todos los derechos.

Hernán Migoya

Hernán Migoya es novelista, guionista de cómics, periodista y director de cine. Posee una de las carreras más originales y corrosivas del panorama artístico español. Ha obtenido el Premio al Mejor Guión del Salón Internacional del Cómic de Barcelona, y su obra ha sido editada en Estados Unidos, Francia y Alemania. Asimismo, ha colaborado con numerosos medios de la prensa española, como "El Mundo", "Rock de Lux", "Primera Línea", etc. Vive autoexiliado en Perú.
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