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Gustosamente

El sentido del gusto llegó tardíamente a la familia sensitiva. La vista, asociada a la nitidez de los objetos, tiene que ver con la lucidez de la inteligencia. El oído, vehículo de la música y la palabra hablada, apunta a lo sentimental y comunicativo. Aquélla es apolínea, ésta es dionisíaca, si admitimos la clasificación de Nietzsche. El mundo clásico peraltó a ambos gracias al dios del Sol y a la entera panda de las Musas.

En cambio, sentidos como el tacto, el olfato y el gusto resultaron ser durante milenios, los parientes pobres. Los que saben consideran que el gusto, el órgano perceptor de los sabores, no mereció pasar a primera posición en el palmarés hasta el siglo XVIII, el siglo galante, ilustrado y racionalista. Fue entonces cuando empezó a hablarse del buen gusto, o simplemente del gusto, por oposición al mal gusto. Un hombre de gusto era quien conocía de sabores. Sus opiniones sobre ciertos objetos comenzaban en su lengua, en el instante mudo de la degustación. Se hizo de la belleza una metáfora del sabor, que conservamos hasta hoy en expresiones como “esto me sabe mal”. Más aún: saboreamos algo de importancia moral, no sólo estética, algo maligno o malvado.

Alguna vez Hannah Arendt subrayó la importancia política y, en consecuencia, social, del gusto. Se trata, nada menos, de una de las facultades de ese animal político que somos según nos etiquetó Aristóteles. El gusto organiza porque unos individuos que gustan de lo mismo se asocian, constituyen una sociedad, aunque dure pocas horas como un espectáculo musical o un partido de fútbol. Además, es una manera de aceptar al otro y de admitir que tiene un lugar en el mundo que es similar al mío. Con ello, nada menos, podemos describir el mundo que es común a todos los que gustan de él. Lo saboreamos, incluida su población.

No siempre nos persuadimos de que este mundo nos gusta. A menudo alternamos elogios y denuestos, palabritas y palabrotas acerca de lo mundano. Es cuando nos damos cuenta de que no tenemos otro, así como no tenemos otros semejantes que los animales políticos del Peripatético griego. Lo de gustarlo más o menos es un asunto cuantitativo. El mejor sabor de la mejor comida puede producir repugnancia a partir del abuso. El gusto pasa de bueno a malo, el mundo pasa de bueno a malo, nuestros prójimos, que antes no podían ser mejores, pasan a ser lo peor. ¿Volver a empezar? No: seguir.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")

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