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Balada del metro

Un elemento existencial de la vida en una gran ciudad y al cual prestamos la misma desatención que a todo lo cotidiano, es el hecho de que una muy considerable parte de nuestra existencia la pasamos bajo tierra, viajando en metro. Muy excepcionalmente, alguna línea madrileña sale a la superficie y constatamos que el mundo que habíamos abandonado al bajar las escaleras del metro, sigue en pie, bastante similar a lo que siempre ha sido. Vuelvo al comienzo. Es lo diario, aquello que por falta de atención se torna desconocido, según propuso Hegel hace unos cuantos años.

En ese tubo desaparecen con facilidad espacio y tiempo. Cada tantos minutos, el tren se detiene en estaciones con distinto nombre pero de idéntica apariencia, con idénticos revestimientos, idénticos escalones, idénticos carteles de publicidad. Es como si fuéramos siempre a la misma estación, o acaso que siempre volviéramos a ella.

Algo comparable ocurre con el tiempo, convertido que un dato que sólo constatamos al mirar el reloj. Un viaje de superficie va alterando sus paisajes encuadrados por las ventanillas. Y al sucederse los espacios vamos incorporando, siempre sin advertirlo, la noción elemental de tiempo, que es una sucesión de espacios, un itinerario. Nada de esto ocurre en el metro. Y si una considerable porción de nuestro tiempo personal, de nuestra biografía, transcurre en el metro, es como si fuera durante un mágico momento estático de la serie temporal.

Hay más y tanto más. En los vagones se instala una multitud de seres humanos, parecidos y diversos como somos los ejemplares de nuestra especie. Salvo contadísimas excepciones, son desconocidos. Nos unen unas estaciones de metro a las que llegamos y de las cuales partimos en esa suerte de cofre móvil que es el vagón. Estamos compartiendo tiempo y espacio con seres ignotos a los que tal vez no volvamos a ver nunca más durante otro día cualquiera. Nos miramos raramente y con cierta vaguedad. Alguien estrambótico, monstruoso o especialmente bello concentra nuestra mirada, a sabiendas de que el objeto mirado desaparecerá en escasos instantes.

Salimos de una apacible calle de barrio, arbolada, silenciosa, distendida y escasamente habitada. Llegamos a un lugar opuesto: una calle céntrica, atiborrada, ruidosa, desarbolada y anhelante. Nos domina una sensación de asombro, consecuencia de aquella oposición. Hemos descubierto la ciudad como si acabáramos de llegar a ella. Y lo más importante, el preludio y el colofón de nuestros días terrenales: hemos participado de una pacífica y ordenada reunión de desconocidos. La sociedad, sin ir más lejos. Acaso, la humanidad.

Imagen superior: Pixabay.

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Blas Matamoro

Ensayista, crítico literario y musical, traductor y novelista. Nació en Buenos Aires y reside en Madrid desde 1976. Ha sido corresponsal de "La Opinión" y "La Razón" (Buenos Aires), "Cuadernos Noventa" (Barcelona) y "Vuelta" (México, bajo la dirección de Octavio Paz). Dirigió la revista "Cuadernos Hispanoamericanos" entre 1996 y 2007, y entre otros muchos libros, es autor de "La ciudad del tango; tango histórico y sociedad" (1969), "Genio y figura de Victoria Ocampo" (1986), "Por el camino de Proust" (1988), "Puesto fronterizo" (2003), Novela familiar: el universo privado del escritor (Premio Málaga de Ensayo, 2010) y Cuerpo y poder. Variaciones sobre las imposturas reales (2012)
En 2010 recibió el Premio ABC Cultural & Ámbito Cultural. En 2018 fue galardonado con el Premio Literario de la Academia Argentina de Letras a la Mejor Obra de Ensayo del trienio 2015-2017, por "Con ritmo de tango. Un diccionario personal de la Argentina". (Fotografía publicada por cortesía de "Scherzo")