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«Fundación y Tierra» («Foundation and Earth», 1986), de Isaac Asimov

A diferencia de los libros precedentes de la saga de la Fundación, Fundación y Tierra (1986) es una secuela directa del inmediatamente anterior, Los límites de la Fundación, recuperando a tres de sus personajes (el consejero de la Fundación Golan Trevize, el historiador Janov Pelorat y la amante gaiana de éste, Bliss, que forma parte de ese superorganismo planetario que es Gaia) y embarcándolos en la búsqueda de la cuna de la Humanidad, el planeta Tierra. Lo que tenemos aquí es una sucesión de aventuras planetarias imbricada en una trama detectivesca.

Después de tomar la trascendental decisión de encaminar el destino de la civilización no hacia el Segundo Imperio o la Segunda Fundación sino hacia la comunión cósmica con la galaxia, a Trevize le atormentan las dudas. ¿Por qué él, firme defensor de la individualidad, optó por una alternativa que supondrá a largo plazo la pérdida de la misma tal y como él la entiende? Su intuición –que al fin y al cabo fue la razón por la que le eligieron los gaianos para decidir el camino que iba a seguir la Humanidad– le dice que encontrar la Tierra le confirmará la bondad de su elección.

Su búsqueda les lleva primero a Comporellon, que se cree –con razón, según se descubre– el planeta habitado más antiguo de la galaxia (después de la Tierra que, como se verá, ya no tiene población). Allí, en una de las escenas más estúpidas de toda la obra de Asimov, Trevize seduce verbal y físicamente a una imponente y fría ministra de Transportes para que les deje marchar sin dar parte a la Fundación –que desea recuperar la avanzada nave en la que viaja el trío–. También se entrevistan allí con un historiador que les habla de los Espaciales y los cincuenta mundos que se colonizaron en primer lugar con ayuda de los robots.

En este punto, el libro hila con el Ciclo de los Robots, donde, a través de los casos policiales que desentrañó el duó compuesto por el humano Elijah Bailey y el androide Daneel R.Olivaw, se utilizó todo ese trasfondo político. Esto convierte a Fundación y Tierra en una obra que solo disfrutarán y comprenderán plenamente los fans más versados de la obra de Asimov. De hecho, entre Los límites de la Fundación (1982) y este nuevo volumen, habían aparecido otros dos libros del Ciclo de los Robots, Los robots del amanecer (1983) y Robots e Imperio (1985), dedicados sobre todo a hilar esa saga con la de la Fundación.

El caso es que los tres viajeros obtienen una serie de coordenadas galácticas que pueden o no acercarles a la Tierra y en este punto la novela se transforma en una narración de viajes en la que Trevize, Pelorat y Bliss irán visitando planetas olvidados –que ya habían aparecido en la saga de los Robots, miles de años antes cronológicamente hablando– y enfrentándose a peligros y misterios, algunos de los cuales les aportarán pistas que les permitirán seguir sus pesquisas.

No estoy del todo seguro de que este libro mejore las caracterizaciones de los personajes principales ya presentados en Los límites de la Fundación. Trevize Golan era allí un tipo arrogante y bastante insufrible. Ahora lo encontramos considerablemente más templado, lo cual no quiere decir que despierte simpatías en el lector. Porque en esta ocasión se comporta de forma bastante grosera y desconsiderada con sus compañeros y tiene arrebatos particularmente desagradables con Bliss. Puede que ello venga justificado por el tormento de la responsabilidad que se ha depositado sobre sus hombros y la difícil situación de convivir en un espacio cerrado y durante largos periodos de tiempo con una pareja de amantes, pero aún así, en ningún momento me ha parecido un personaje con el que resulte fácil empatizar.

Algo parecido sucede con Bliss. Su única función parece ser la de defender siempre que puede al colectivo del que forma parte y argumentar que la conciencia compartida es siempre preferible a la individualidad. En otras palabras, lo que hace Gaia es lo correcto y la vida que llevan los demás humanos no lo es. Asimov, además, la hace tomar varias decisiones equivocadas para que luego Trevize pueda recriminárselo subrayando que, después de todo, toda esa enorme mente comunal no sirve para tanto.

Tampoco está justificada su actitud puntillosa y hostil hacia la vida sexual de Trevize, un aspecto sobre el que debería tener una mente mucho más abierta habida cuenta de la relación que ella misma mantiene con Pelorat (que es compartida, a su vez, por todos los seres conscientes de Gaia, incluidos los encuentros íntimos).

Relacionado con esto, los personajes femeninos siguen estando retratados como sumisos a los masculinos por mucho que Asimov se esfuerce por presentarlos como fuertes e inteligentes. La ministra de Comporellon cae en los brazos de Trevize dando unas explicaciones bastante pueriles; Bliss asume de forma natural el rol de esposa fiel (con Pelorat) y madre protectora (con Fallorn); incluso hay un pasaje en el que Trevize convence a un funcionario de aduanas de que les dejen entrar sin registrar a Bliss, haciendo pasar a ésta por una prostituta que llevan a bordo él y Pelorat para no aburrirse. Asimov debió pensar que dentro de 20.000 años no se habrían producido demasiados avances en la igualdad de la mujer.

Además y a lo largo de la novela Bliss y Trevize se enzarzan en discusiones que no aportan realmente nada nuevo y acaban resultando reiterativas. Y eso es un problema cuando solo tenemos tres personajes a bordo de una nave. Dado que no hay un suspense auténtico porque sabemos que Trevize tomó la decisión correcta en Los límites de la Fundación, todas las disputas entre aquél y Bliss no son tanto por lo acertado de la decisión como por lo incómodo que se siente por haberla tomado. No sabe por qué hizo lo que hizo, eso le incomoda y quiere respuestas. Es una motivación razonable para un protagonista, pero los continuos toma y daca con la joven gaiana les priva a ambos de la simpatía del lector

Hay quien ha dicho con cierta sorna que Asimov es como la pizza o el sexo: incluso cuando es malo, sabe bueno. Y es que sus libros siempre resultan entretenidos cuando menos. Pero también es cierto que, pese a lo que puedan pensar muchos de sus seguidores y los datos científicos reales con los que salpica sus narraciones, su saga de la Fundación –ampliada o no– dista mucho de ser ciencia ficción dura. Quizá el problema con Fundación y Tierra es que le pide al lector un grado inusualmente elevado de suspensión de la incredulidad. No es que esto sea nuevo en su obra. En la Trilogía de la Fundación ya habíamos tenido que dar por buena la existencia de una institución política, el Imperio Galáctico, compuesta por nada menos que 25 millones de planetas imposiblemente similares entre sí y que era capaz de algún modo de mantenerse cohesionada a lo largo de 12.000 años, un periodo de tiempo superior a toda la Historia documentada de nuestra especie a día de hoy. En una cuarta parte de ese tiempo, se han sucedido en nuestro planeta múltiples civilizaciones, han aparecido y se han extinguido imperios, ciudades, religiones, tecnologías, alfabetos y lenguas, tornándose estos últimos ininteligibles en tan solo unos cuantos cientos de años. Por no hablar de la idea de que en el futuro una superestadística pudiera predecir con precisión el curso de tantas variables durante tanto tiempo.

Si entendemos que esa obra data de la Edad de Oro de la ciencia ficción, cuando el género aún no contaba con la sofisticación de que goza hoy, y que la escribió un joven de 21 años con más vitalidad que experiencia, podemos comprar la premisa, especialmente porque es muy original e interesante. Incluso en Los límites de la Fundación se introducen temas y preguntas dignas de reflexión.

Pero en Fundación y Tierra, en mi opinión, la fuerza de las ideas ya no compensa lo retorcida y absurda que se vuelve la historia en muchos momentos. De nuevo, el número de planetas, 25 millones, hace de la búsqueda de la Tierra una tarea imposible. Por no hablar de que toda la humanidad sigue respetando los días de 24 horas, independientemente del mundo en el que vivan (solamente los problemas logísticos a los que estas diferencias darían lugar ya derrumban todo el constructo). No solamente existe una lengua común, el galáctico, sino que perviven restos de otras como el inglés o el griego de Homero…¡y los estudiosos pueden traducirlos sin tener pista alguna de cuáles son sus raíces!. O la idea de que todo el mundo haya olvidado la Tierra, nada menos que el planeta de origen de la especie, y que a nadie excepto unos cuantos sabios excéntricos como Pelorat, le interese saber nada de ella.

Podría asumirse tal premisa si estuviéramos hablando de civilizaciones primitivas carentes de escritura con la que transmitir sus conocimientos, pero en unas tan avanzadas como las del Imperio o la Fundación, resulta más difícil de creer. Tampoco se menciona un evento cataclísmico que hubiera destruido los archivos y devuelto a la Humanidad a un estado pretecnológico. Por el contrario, desde el Ciclo de los Robots parece haber una continuidad y un avance en la acumulación de conocimientos y tecnología (a excepción, lo veremos a continuación, de los robots). Asimov trata de tapar todos esos agujeros como puede, haciendo de la Tierra un estricto tabú religioso, invocando alteraciones psíquicas de las mentes curiosas o saboteando archivos y bibliotecas por parte de una mano misteriosa. Pero son todas ellas soluciones poco satisfactorias por inverosímiles.

Y luego está el asunto de los robots. Resulta que en ese lejano futuro hay todo tipo de tecnología maravillosa, como naves gravíticas u ordenadores que funcionan con comandos mentales, pero un grave altercado sobre los robots hace milenios bastó para hacerlos desaparecer. E incluso decenas de siglos después de que ese enfrentamiento se haya olvidado, nadie ha vuelto a pensar en fabricar otra vez máquinas con forma humana, un sueño tan viejo como la Humanidad (ahí están los mitos del Golem o Galatea). Es difícil de tragar que el autor entierre una idea que deriva de dos impulsos humanos tan básicos como son el narcisismo y la necesidad de crear. Por otra parte, existían otras soluciones, como por ejemplo hacer de los robots pre–Imperiales algo único debido a la patente que U.S. Robots tenía sobre el cerebro positrónico y que se hubieran dejado de fabricar. Miles de años después, podría haber robots más básicos utilizados solo para labores pesadas y una leyenda sobre unos androides inteligentes que hace mucho tiempo estuvieron al servicio de la Humanidad.

Como dije, la historia es mayormente entretenida y según el grado de permisibilidad del lector, todo lo anterior puede soslayarse. Pero no resulta ya tan fácil como en los libros anteriores porque en lugar de presentar conceptos nuevos e intrigantes, Asimov pone a prueba la paciencia del lector dedicándose a enlazar burdamente sus dos sagas clásicas.

Volviendo al viaje de los protagonistas, una vez abandonan Comporellon, visitan tres de los antiguos mundos colonizados por los Espaciales: Aurora, Solaria y Melpomenia, los dos primeros presentados en las novelas de robots de Elijah Baley y R.Daneel Olivaw. Aurora y Melpomenia no tienen demasiado que aportar porque el primero está habitado sólo por perros salvajes y 20.000 años de abandono y erosión han destruido cualquier archivo. En cuanto a Melpomenia, ha perdido la mayor parte de su atmósfera después de que el proceso de terraformación se detuviera al desaparecer los humanos, lo que ha permitido que hayan sobrevivido edificios y algunos soportes de información. Trevize y Pelorat descubren un edificio llamado el Salón de los Mundos, en el que hay una gran placa en la que se inscriben las coordenadas de todos los mundos espaciales. Eso les da una oportunidad de encontrar la Tierra, supuestamente emplazada en algún sistema solar equidistante a todas esas coordenadas. El único problema que encuentran en este planeta es un agresivo moho que poco a poco está cubriendo toda la superficie. Son pasajes sólo moderamente emocionantes que pueden interesar a los amantes de la Historia y la Arqueología dado que tratan sobre las dificultades de reconstruir el pasado. Además, dan argumentos a la postura de Bliss, que defiende que los mundos que quedan aislados languidecen y acaban cayendo en un estadio primitivo.

Solaria resulta ser un caso aparte, porque todavía viven humanos en él… si es que puede definírseles como tales. En Robots e Imperio habíamos visto a Solaria aparente y misteriosamente abandonada por los humanos. Veinte mil años después descubrimos que en realidad se habían retirado bajo la superficie y que se han convertido en hermafroditas diseñados genéticamente que utilizan unos lobulos especiales en sus cerebros para reunir y canalizar energía con la que alimentar sus enormes haciendas atendidas por robots. Ya en un libro todavía anterior del Ciclo de los Robots, “El Sol Desnudo”, se los había presentado como solitarios patológicos, obsesionados por evitar contacto físico alguno con sus congéneres excepto con propósitos reproductores. Ahora que pueden reproducirse asexualmente, han resuelto su problema.

Los protagonistas encuentran allí a Sarton Bander, dueño de una de las 1.200 haciendas en las que se divide el planeta y cuya edad puede contarse por siglos. Ha aprendido un perfecto galáctico con tan solo escuchar unas cuantas comunicaciones hiperespaciales y es capaz de mover objetos con su mente. Bander es lo que podríamos llamar un posthumano, una creación interesante para un autor como Asimov, que al imaginar sus futuros siempre mantuvo deliberadamente la forma de hablar, sentir y pensar dentro de las pautas del siglo XX y que se resistió a introducir seres alienígenas en sus historias. Hay pocos conceptos en la obra de Asimov tan desasosegantes como esta visión de un futuro en el que los hombres han renunciado a la sociedad y la compañía de otros seres, llegando a alterar una de nuestras necesidades más primarias, el sistema reproductivo.

No hay problemas de comunicación entre los protagonistas y los habitantes de Solaria –representados aquí por Sander– y gozan de una gran inteligencia. Pero se niegan a aceptar más razones y sensibilidades que las suyas. Ni siquiera tienen la excusa de formar parte de una mente grupal; son individuos que comprenden perfectamente el deseo de vivir de otras criaturas, pero no les importa en absoluto. Esta es quizá la peor maldad que podamos concebir. Hasta Sauron o Darth Vader estaban motivados por retorcidas pasiones que de algún modo podíamos comprender y hasta cierto punto compartir, pero los solarianos están dispuestos a erradicar toda evolución y todo aquello que sea diferente a ellos de la forma más desapasionada imaginable y encima hacerlo creyéndose razonables y empáticos y descargando toda la responsabilidad en el resto de sus congéneres.

Con el fin de salvar sus vidas, Bliss se ve obligada a matar a Bander, lo que pone fin a las dudas planteadas en Los límites de la Fundación sobre su naturaleza robótica. En su huida del laberíntico complejo subterráneo de Bander, encuentran al “hijo” de éste y futuro heredero de sus propiedades, Fallorn. Teniendo la seguridad de que la criatura (otro hermafrodita) será asesinada por otros solarianos que buscan apropiarse de la finca de Bander, se lo llevan consigo a la nave y retoman su viaje hacia Melpomenia.

En su periplo y antes de dar con la Tierra, recalan en otro planeta habitado por humanos en el sistema binario de Alfa Centauri: Alfa, un mundo completamente cubierto por océanos excepto una isla relativamente pequeña, una geografía producto de una terraformación fallida o incompleta. Los Alfas, que llaman a su mundo Nueva Tierra, son aparentemente un pueblo primitivo perfectamente satisfecho con vivir muy básicamente de la agricultura y la pesca. Y todas las mujeres van con el torso desnudo, lo cual le da a Asimov oportunidad de orquestar otra escena de seducción con Trevize como protagonista, aunque esta vez algo mejor planteada que la de Comporellon. Más allá de sus costumbres en el vestir, el autor aporta a los Alfas algunos interesantes matices culturales, como que hayan conservado las tradiciones musicales de la Tierra, utilizando instrumentos antiguos en lugar de los ordenadores que ahora son la norma en la Fundación. Pero los nativos también resultan ser rabiosamente xenófobos y utilizan un virus para infectar a todos los visitantes e impedir que revelen su paradero en la galaxia. La amante de Trevize le contagia el virus pero, arrepentida y ansiosa por salvar a la niña/niño Fallorn de tal destino, le cuenta la verdad y les ayuda a escapar.

Si a estas alturas alguien no se había dado cuenta de que los cuatro libros anteriores estaban dominados por los diálogos, a la fuerza lo tendrá que hacer en Fundación y Tierra. Quizá el 90% del texto está compuesto por conversaciones, lo cual es chocante dado que Asimov hace una considerable labor de construcción de mundos. Trevize y compañía pasan por cinco planetas antes de llegar a su destino y mucho de lo que aprendemos de esos lugares lo hacemos a través de los diálogos entre los personajes.

A lo largo de toda la novela pero especialmente en el último tramo del viaje de los héroes, Asimov va introduciendo –también en los diálogos– explicaciones científicas. Para quienes tengan nociones de astronomía básica, todo lo que se cuenta en Alfa Centauri les confirmará que los personajes se hallan en el buen camino, impresión que se confirmará poco después con la descripción de Saturno y su sistema único de anillos; hasta llegar, por fin, ante la visión de la Tierra y su satélite imposiblemente grande. No es que sean grandes pasajes literarios, pero es fácil imaginárselos como una película espacial, con la nave aproximándose a los planetas y contemplándolos desde sus órbitas cercanas. Asimov, utilizando una buena mezcla de ciencia ficción y ciencia, nos recuerda en este último tercio lo sorprendente y maravilloso que es nuestro pequeño rincón del universo.

Y llegando al final (Atención: espóilers), resulta que la Tierra, tal y como decían las leyendas, se ha convertido en un desierto radioactivo e inhabitable. Tras unos cuantos días con el ánimo maltrecho, Trevize cae en la cuenta de que la Luna bien podría considerarse un mundo en sí mismo y Bliss detecta allí la presencia de una mente como ninguna otra se había encontrado antes.

Tras encontrar y entrar en una base sublunar, sale a su encuentro nada menos que R. Daneel Olivaw, el androide protagonista de Bóvedas de acero, El sol desnudo, Los robots del amanecer y Robots e Imperio. Daneel, que tiene ya 20.000 años de edad y la habilidad de influir en la mente humana como el Mulo o los Gaianos, resulta ser el manipulador en la sombra no sólo de todo lo que hemos visto en este libro, sino de prácticamente toda la saga de la Fundación. El cerebro de Daneel –el quinto que ha llevado en todos esos milenios– está deteriorándose rápidamente y la única manera de que pueda sobrevivir unos siglos más para ver su gran plan de transcendencia de la humanidad es fusionar su mente con un humano… que va a ser la solariana Fallorn. Me imagino que incluso los fans de Asimov vieron esto menos como un triunfal retorno que como un recurso gratuito e inverosímil consecuencia del agotamiento de la creatividad.

El verdadero final es aquel en el que Trevize se da cuenta de las razones que en el fondo le llevaron a elegir Galaxia por encima del Imperio o la Segunda Fundación. La psicohistoria se había apoyado sobre una premisa muy concreta: que los humanos eran la única especie inteligente del universo. Y sí, eso puede ser cierto para nuestra galaxia –aunque los robots, Gaia y los solarianos podrían discutir este punto–. Pero existen otras galaxias en el universo y en cada una de ellas podría haber alienígenas totalmente diferentes a nosotros y dispuestos a invadirnos.

Asimov cierra la aventura con esta reflexión de Trevize: “En toda la Historia humana, ninguna otra inteligencia nos ha amenazado, que nosotros sepamos. Bastaría con que esto continuase durante unos pocos siglos, tal vez poco más de una milésima del tiempo que llevamos de civilización, para que estuviésemos a salvo. A fin de cuentas —y aquí sintió Trevize una súbita aprensión que se obligó a pasar por alto— no es como si ya tuviésemos al enemigo entre nosotros. Y no bajó la mirada para no encontrarse con los ojos reflexivos de Fallom (hermafrodita, transductora, diferente) que le estaban mirando, fijos, insondables”.

Y ese es el final de la Fundación, una de las series de ciencia ficción más populares de todos los tiempos, el último y único rincón que Asimov pudo encontrar para terminar su creación. A tenor de las declaraciones de su esposa, da la impresión de que en este punto estaba cansado de su Historia del Futuro, se le habían agotado las ideas y quería salirse cuanto antes de ella, aunque significara encajar apresurada y brevemente a R. Daneel Olivaw en la narración. Al fin y al cabo, sus únicas motivaciones auténticas para retomar estas sagas habían sido la presión de los lectores y el dinero que le ofreció su editor.

Así, cuando posteriormente volvió sobre este ciclo de historias, decidió no continuar Fundación y Tierra sino ponerse a sí mismo las cosas más fáciles retrocediendo 500 años y escribiendo un par de precuelas, Preludio a la Fundación (1988) y Hacia la Fundación (1993).

Encuentro otro problema en que, tras dedicar 450 páginas a hablar de la Tierra e incluso poner la palabra en el título, el planeta en sí apenas aparece en la narración. Si se hubiera titulado Fundación y Robots tendría más sentido. Es bastante deprimente que la Tierra, lo poco que aparece, no sea más que un páramo radioactivo y lo poco que hay que descubrir esté en otro mundo igual de muerto: la Luna. En doce páginas Asimov lo resuelve todo con un rápido resumen que fusiona la saga de Fundación y los Robots. (Por cierto, si alguien se quedó con las ganas de saber en este libro el por qué del estado en el que se encuentra la Tierra, lo podrá encontrar explicado en Robots e Imperio).

Podría argumentarse que el final es perfectamente válido, ya que refleja un universo –y la especie humana que lo habita– a punto de transformarse en algo completamente diferente y fuera del alcance de nuestra comprensión. Puedo estar de acuerdo; incluso acepto que abre un camino esperanzador para la supervivencia de la especie humana, pero también incluye un matiz un tanto siniestro y amenazador para una serie que siempre se caracterizó por terminar cada una de sus partes con una nota de optimismo.

Por desgracia, la última etapa de la vida de Asimov no está tan bien documentada como sus años más jóvenes y por lo tanto no sabemos lo que pasaba por su mente al terminar este libro. ¿Albergaba alguna esperanza de revisitar este universo para continuar la historia más allá de Trevize? No lo parece porque, como he dicho, él mismo se metió en un callejón con muy pocas salidas. Ya no había forma de hacer más historias de las dos Fundaciones. Incluso aunque ambas creyeran todavía estar al mando de sus respectivos destinos, el lector sabe que no es así, que el Hombre va destinado a fundirse en Galaxia. Y una historia sobre esta última sería algo totalmente diferente a lo anterior, un enfoque por el que, imagino. Asimov no tenía demasiado interés en ese punto de su vida. Por otra parte, no veo cómo podría haber acabado con un final muy diferente sin reescribir en buena medida lo anterior, algo que, de nuevo, no creo que estuviera dispuesto a hacer. ¿Un regreso triunfal a Términus, por ejemplo? No tendría demasiado sentido y habría alargado todavía más una novela ya de por sí estirada.

En alguna parte se dijo que Asimov pensó efectivamente en hacer una secuela colocando a los solarianos como los grandes villanos. Hubiera sido interesante de no ser porque no veo fácil su encaje. Los límites de la Fundación había convertido a ambas Fundaciones en irrelevantes para Gaia así que el conflicto entre Solaria, Términus y Trantor carecía de interés para el destino de la galaxia. La otra salida, supongo, habría sido plantear una invasión intergaláctica masiva, precisamente la amenaza que se dejaba entrever al final del libro. El problema es que una épica de esas características estaba fuera del alcance, interés y estilo de Asimov.

Como decía más arriba, Fundación y Tierra es un libro que no tiene sentido como lectura autónoma sino como parte de un recorrido por toda la historia del futuro que Asimov montó a base de retazos en la última parte de su carrera. Seguramente, a los fans de la misma les gustará encontrar referencias a personajes, acontecimientos y lugares que habían aparecido libros y años atrás. Si, además, el lector es aficionado a la historia y la arqueología, encontrará doble motivo para abordarla, ya que el sustrato de la aventura es la la reconstrucción del pasado y lo efímero de la obra humana ante la inmensidad del Tiempo.

A diferencia la Trilogía Original, en la que el espectro abarcado era amplísimo, en Fundación y Tierra descendemos a un nivel más detallado donde las incoherencias empiezan a aflorar. No era tan grave el caso en Los límites de la Fundación porque la atención recaía sobre la Segunda Fundación, que hasta ese momento había permanecido mayormente envuelta en el misterio. Pero mientras que en los libros precedentes lo que estaba en juego era el destino de la Galaxia, en Fundación y Tierra es sólo la paz mental de Trevize, y eso es un gran bajón en la escala épica. Ya no encontramos aquí las grandes intrigas interplanetarias sino un largo viaje por planetas olvidados y solitarios cuyo único propósito es enlazar las dos sagas de Asimov en una sola línea cronológica. Éste aún tiene la capacidad para despertar aquí y allá el sentido de lo maravilloso en el lector, pero el argumento dista de tener la fuerza y originalidad de los primeros libros, es demasiado largo y los personajes no tienen el carisma necesario.

Independientemente de la valoración que se le de a Fundación y Tierra como producto de entretenimiento, creo que puede admitirse que, como final de la gran saga de CF que fue la de Fundación–Robots, no está a la altura de sus predecesoras.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".