Cualia.es

Lecciones de vida en ‘La isla del tesoro’, de Robert Louis Stevenson

Acompañemos a Jim Hawkins en su travesía hacia la madurez, mientras vive la aventura con la que sueña cualquier lector

Te aguarda en nuestra biblioteca, para cuando quieras volver sobre la historia —te recomiendo que no lo demores—, la exquisita edición de Valdemar, en la excelente traducción de Francisco Torres Oliver, con las ilustraciones de N. C. Wyeth, el pintor que, con sus 17 óleos para la edición de la novela que hizo la editorial Charles Scribner’s en 1911, revolucionó la venta de libros ilustrados.

Tanto prolongó su influencia visual que Wyeth todavía sirvió como inspiración para el story-board de una de las más fieles versiones cinematográficas de la novela, la dirigida en 1990 por F. C. Heston, donde Jim Hawkins está encarnado por Christian Bale —tu mejor Batman cinematográfico—, y Charlton Heston interpreta a Long John Silver.

Adaptaciones cinematográficas

Suele coincidirse, no obstante, en que las mejores adaptaciones fílmicas —las que más consiguen introducirnos en la emoción de la aventura— son las realizadas por Victor Fleming en 1934 y por Byron Haskin en 1950. Pero mi Silver inolvidable es el encarnado por Orson Welles en 1972. Entretente un día, hijo, en verlas todas, disfruta de lo lindo un buen puñado de horas y elige tu versión.

Aún hoy no tengo clara la impresión que te dejó ese primer acercamiento a la novela por antonomasia de aventuras y piratas, pero supongo que los piratas te fascinaron por la razón por la que siempre nos han fascinado: esa manada de chacales cuyos velámenes se perfilaban por sorpresa en lontananza —detrás de cada isla y de cada promontorio— y que alborozadamente saqueaban, masacraban o hacían prisioneros con el único objetivo de venderlos como esclavos al mejor postor. Significan para nosotros el mar, significan abordajes, tesoros ocultos, islas desiertas (Gilles Lapouge).

La fascinación por los piratas

Encarnan la tentación de una vida exclusiva dictada por un deseo de satisfacción sin límites y la fantasía de no rendir cuentas a nada ni a nadie. Fascinan por su pasión por el instante, por su rechazo de cualquier ley, por su soberano desprecio a la respetabilidad, por su desenfrenada liberación de restricciones (David Le Breton).

No son interesantes por sus aventuras, lo son por su cualidad de hombres ajenos a lo ordinario, por la perfección de sus vicios, por su naturalidad en lo horrible, por una especial perversidad de espíritu que, en realidad, es bastante común hasta entre la gente honesta (Pierre Mac Orlan). Quizá aquí radique el secreto de la extraña atracción que ejerce desde siempre Long John Silver. Puede ser malvado, pero tiene su propio código de honor; puede traicionar sin ignorar quizá qué es la lealtad o algún tipo de lealtad; puede ser miserable y gélido y no desconocer algún tipo de compasión. Puede suscitar repugnancia en unos momentos y en otros resultar un tipo simpático sin remedio.

La ambigüedad moral de Long John Silver

En esa ambigüedad moral, que atrae, deslumbra y repele a un tiempo al joven Jim y en la que quizá nos reconocemos oscuramente todos los lectores, radica su carisma. No hay tantos personajes en la literatura que muestren, como Long John Silver, nuestra equivocidad, la duplicidad del ser humano, lo malo y lo bueno de lo que somos capaces. Al fin y al cabo, Alfred Hitchcock revelaba a François Truffaut: «Lo esencial es que la personalidad del malo esté bien lograda».

Si se piensa en tantos de sus protagonistas, en Long John Silver y en Mr. Hyde, en el señor de Ballantrae y en el ladrón de cadáveres, se entiende que el Mal interesó siempre mucho a Robert Louis Stevenson, o le interesó el tema de la maldad y la bondad, que pueden entrelazarse dentro de la misma conciencia, que pueden llenar de matices o confusión o indeterminación el carácter humano (Javier Marías).

Un personaje memorable

Giorgio Bassani, que para eso era también novelista, auscultó bien a John Silver: con su inseparable papagayo, su desenvuelto lenguaje pintoresco y su pierna de palo maniobrada con increíble destreza, lo mismo para andar que para herir, representa la piratería en sus caracteres decorativos más célebres. Además, como no podía ser menos tratándose de un pirata, su ley es la arriesgada y peligrosa ley del más fuerte, y su mayor ambición es satisfacer su codicia. De ahí el cínico maquiavelismo por el cual se rigen sus relaciones con los demás.

En la primera parte de la aventura, se esfuerza en hacerse simpático y agradable a los organizadores de la expedición. Con su inteligencia, elocuencia y campechanía, se mueve entre el puente de mando y la tripulación, de la cual se erige en jefe y representante. La progresiva fascinación que irradia sobre unos y otros es el mismo tipo de sugestión que un animal hipnótico emite sobre una presa para poder sorprenderla mejor.

Cuando se descubre prematuramente su plan, estalla su carácter feroz de hombre al margen de la ley. Y cuando se da cuenta de que ha perdido la partida, no tiene el menor empacho en tratar de modo encubierto con el enemigo y traicionar a sus cómplices.

Puesto que es inaccesible a cualquier solicitud sentimental, respeta la vida de Jim, caído en sus manos, para servirse de él como rehén (¿o quizá no solo por eso?). Pero al final es capaz de reconocer con la mayor desfachatez haber sido vencido, momento en el cual vuelve a ser el astuto adulador del principio. Por ello, su doble traición no ofende, sino que posee cierto matiz heroico y desesperado, supremamente libre —en definitiva, congruente—. De Jim, sin embargo, cuya mirada es siempre la de la justicia y cierto candor, John Silver no obtiene sino indulgencia, incluso gratitud. Y acaso eso sea lo que permita a este desaparecer, hurtarse a la acción de la justicia cuando la nave, de regreso, toca el primer puerto, no sin llevarse consigo, desde luego, siquiera una porción del tesoro.

La creación de La isla del tesoro

Son esos contraluces del alma del viejo bucanero los que cautivan a Jim Hawkins, un muchacho todavía impresionable a su edad, para quien, sin duda, el viejo pirata acaba siendo una fuente de valiosas emociones. Stevenson quizá quiso provocárselas a su hijastro, puesto que La isla del tesoro, cuyo título inicial era El cocinero de a bordo —anticipando el protagonismo que quería darle al marinero de la pata de palo y el loro chillón—, nació como un regalo del escritor a uno de los hijos que aportara al matrimonio su esposa Fanny van de Grift Osbourne, una americana diez años mayor que él, que había estado casada y a la que Stevenson conoció en julio de 1876 en Grez, un pueblecito francés.

Stevenson, arropado por su familia, preocupada por el hilo tenue de su salud, residía por entonces en Braemar, en las tierras altas escocesas. Para entretener alguna de esas noches y obsequiárselo a su hijastro, Lloyd, que acababa de cumplir los trece años, Stevenson dibujó el minucioso y ornado mapa de una isla imaginaria o la carta náutica que llevaba a ella. Allí señaló la colina del Catalejo, ubicó las tres cruces rojas y nombró la isla del Esqueleto. Él mismo relataría después cómo dibujó un mapa que coloreó vistosamente, cómo sus formas se adueñaron de su imaginación.

En su novela lo describiría como un rollo de papel protegido por un atadijo de hule y unos sellos de lacre. Rotos los sellos y desenrollado el pliego, lo que se ofrecía a la vista era el mapa de una isla, con su latitud, su longitud, calado de las aguas, nombres de los accidentes orográficos, calas y ensenadas, todo lo necesario para que un barco pudiera echar el ancla en aquellas costas.

La leyenda de un tesoro oculto

Esa era una de las recetas infalibles del Stevenson novelador: «El autor debe reconocer el terreno que pisa, real o imaginario, como la palma de la mano. Las distancias, los puntos cardinales, el lugar por el que nace el sol, el itinerario de la luna; ninguna de esas cosas debe ofrecer ni siquiera un resquicio al lector». Quizá por eso desdeñaba a Julio Verne, otro creador magnífico de historias inolvidables, que a él le parecían marionetas sin vida: «No recuerdo a ningún personaje suyo que tuviese miedo».

Al recibir su regalo, el hijastro, que no pudo suponer que detrás del mapa no latiera una historia, insistió a Stevenson para que se la contara y, para la hipótesis de que tuviera que inventársela, le proporcionó como únicas instrucciones que el protagonista fuera un chico como él y que las mujeres se ausentaran de la trama.

Tibias cruzadas, sables y garfios

Stevenson improvisó una aventura en la que estaban presentes la mar, gallardos navíos, la leyenda de un tesoro oculto, piratas avariciosos dispuestos a todo para encontrarlo, y un muchacho, casi un niño todavía, que se hace adulto del modo heroico que sueñan todos los niños. Fue ahí cuando nacieron, como dice José Carlos Somoza, patas de palo, botellas de ron, parches en los ojos, pañuelos de lunares, banderas de calavera y tibias cruzadas, sables y garfios y loros en los hombros.

Un par de meses después, quizá ya sentado junto al fuego otoñal, cuando decidió traspasar la historia al papel, Stevenson todas las noches leía a Lloyd lo que había escrito. De inmediato se agregó a la magia circular del relato y la chimenea el padre del propio Stevenson, un constructor de faros que había llevado consigo a su hijo a muchos de sus destinos, que le había inoculado quizá, como supone Magris, el amor por las costas, el mar y los paisajes ariscos y solitarios. Por cuya influencia el hijo había estudiado la ingeniería náutica, que le proporcionaría la exactitud en la terminología marinera para sus relatos, aunque Stevenson la abandonó en aras de la abogacía, de la que igualmente desertó cuando encontró el camino de la literatura.

Un escritor con mala salud

Stevenson, que hasta entonces apenas había publicado poemas (Jardín de versos para niños), un par de ensayos sobre viajes y el libro de relatos Nuevas noches árabes, publicó la narración inicialmente por entregas, pero fue su edición en forma de libro en 1883 la que le granjeó el éxito inmediato. Dos años después, contando treinta y cinco años, los médicos le dieron un año más como esperanza de vida. La razón era la pésima salud que gravaba su organismo desde la infancia: padeció bronquitis que siempre parecían sus últimos estertores, afecciones gástricas que lo mantenían permanentemente enflaquecido, reumas que le estorbaban la vida y unos pulmones invadidos de tuberculosis que lo hicieron buscar durante toda su vida un asentamiento donde el clima permitiera bocanadas de aire.

Él mismo dejó escrito: «Durante catorce años no he conocido un solo día efectivo de salud. He escrito con hemorragias, he escrito enfermo, entre estertores de tos, he escrito con la cabeza dando tumbos». Otro diagnóstico le había permitido alargar el plazo hasta los cincuenta años «si no se ríe y se aleja del húmedo clima de Edimburgo». Este pronóstico también erró, pero permitió a Stevenson legarnos El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, La flecha negra, El señor de Ballantree, los relatos de las Nuevas noches árabes (que quiso como unas nuevas Mil y una noches) o los Cuentos de los Mares del Sur.

Rumbo a los Mares del Sur

Jorge Luis Borges recordaba cómo, pese a la asechanza de la tuberculosis, que lo persiguió de Edimburgo a Londres, de Londres al sur de Francia, de Francia a California y de California a una isla del Pacífico, donde, al fin, lo alcanzó, pese a tal asechanza, o tal vez urgido por ella, Stevenson dejó una obra importante que no contiene una sola página descuidada y sí muchas espléndidas.

Antes de morir, en agradecimiento a su esposa, reconoció que «si estoy donde estoy, es gracias a los cuidados de esa dama que se casó conmigo cuando yo no era más que una complicación de tos y huesos, mucho más adecuado para emblema de la mortalidad que para novio». A sus hijos les había dejado, en un sermón de Navidad, instrucciones para lograr el mesurado arte de vivir bien en una existencia que la suerte humana suele condenar al fracaso: «Ser honesto, ser amable, ganar un poco y gastar un poco menos; por lo general, volver más alegre a tu familia con tu presencia; renunciar si es preciso; no sentirse amargado; tener unos pocos amigos pero estos sin rendirlos jamás».

Se fue a morir a las islas de los Mares del Sur. «Bajo el inmenso cielo estrellado, cavad mi tumba y dejadme reposar», rogó, quizá extenuado por el intento dilatado y agónico de vivir una vida enferma. Lo procuró, a pesar de todo, con tanto ahínco y la debió de gozar y padecer tanto, que aun habiendo escrito el mejor relato de aventuras de todos los tiempos, reconocería: «Los libros tienen sus propios méritos, pero son anémicos sustitutos de la vida real».

El legado de La isla del tesoro

Te dejo, como incitación para que vuelvas a La isla del tesoro, mejor, para que quizá la descubras por primera vez —no cuenta en este caso la lectura de una versión abreviada—, las palabras de Fernando Savater, para quien «es la narración más pura que conozco, la que reúne la perfección de lo iniciático y lo épico, las sombras de la violencia y lo macabro con el fulgor incomparable de la audacia victoriosa, el perfume de la aventura marinera con la sutil complejidad de la primera y decisiva elección moral, en una palabra, la historia más hermosa que jamás me han contado».

Juan Marsé, a una universitaria que le solicitaba una entrevista con destino a su tesina, para liberarla de la farfolla sobre sociología, semiótica y semiología, estructuralismo, sentido y forma, relaciones metalingüísticas, perspectiva exógena y estructura interna, que sin duda le habían quitado a la chica el deseo de disfrutar con un libro dejándole solo la obligación de aprender, le sugirió: «¿Quieres un consejo? Tira por la borda ese cuaderno y ese bolígrafo y ponte a leer, sobre esas rodillas sojuzgadas de estudiante aplicada, y con ojos infantiles a ser posible, renovada la capacidad de asombro, el sentido de la vida y la imaginación penetrante, otra vez, La isla del tesoro. Callarán los bobos tambores eruditos y recobrarás el tesoro de leer».

Una defensa literaria de Stevenson

También Fernando Savater recomienda, para permanecer eternamente joven, no dejar nunca de leer a Stevenson. Y si algún pedante desdeña en tu presencia a Stevenson —no es inhabitual que los sesudos o más rimbombantes críticos literarios lo reseñen apenas como un autor de literatura juvenil o meros relatos de aventura, aunque también hay quien llevó el ditirambo al extremo de comparar La isla del tesoro con La Odisea—, limítate a esbozar una sonrisa torcida: bastará con que tú lo hayas disfrutado.

Además, sabrás que a Stevenson lo admiraron Graham Greene o Vladimir Nabokov, que Henry James dijo de él que era «el único hombre en Inglaterra capaz de escribir una frase decente en inglés», que Jack London lo envidió, vaticinando que La isla del tesoro sería un clásico que perduraría al lado de Robinson Crusoe, A través del espejo y El libro de la selva.

Italo Calvino lo amaba porque «su estilo vuela», Cesare Pavese reconoció que todos los novelistas deben algo al oficio tal como lo ejercitó Stevenson, «con ingenuidad de muchacho que cree espontáneamente en la vida y la fantasía». Y Borges lo veneró: «Como el de Montaigne o el de Sir Thomas Browne, el descubrimiento de Stevenson es una de las perdurables felicidades que puede deparar la literatura».

La influencia de Stevenson

Por mi parte, ahora ya sabes por qué, de nuestro viaje a Edimburgo, de nuestra visita a The Writer’s Museum, un museo situado en una mansión de estancias abigarradas y accesos angostos, dedicado a la memoria de los tres escritores escoceses más celebrados, Robert Burns, Walter Scott y Robert Louis Stevenson, volvimos, entre otras cosas, con una fotografía de este en forma de imán para el frigorífico, desde donde nos mira con su rostro afilado y bigotudo de pirata ajado por tantas singladuras.

La posada de El almirante Benbow

De modo que viaja a la posada de El almirante Benbow, retoma la aventura con la que Jim Hawkins dejó atrás la niñez, acompáñalo, junto al doctor Livesey y el caballero Trelawney, en la ensoñación del viaje lejos del hogar, en la ambición de riquezas, en el miedo y el esfuerzo, en la sangre y el fuego, en el conocimiento de las traiciones y el vislumbre de la muerte, es decir, en el descubrimiento del peligro y del lado oscuro de las personas y las cosas.

Aprende a navegar en La Hispaniola como grumete bajo el mando del capitán Smollett, es decir, a surcar aguas tormentosas; forja tú ahora esa amistad extraña y ambigua que te ofrece Long John Silver; descubre el tesoro anhelado del legendario pirata Flint, al que te conducirá el alucinado Ben Gunn, y retorna a casa aún con la sonrisa y todavía la piel erizada del aventurero que ha sobrevivido después de gozar de la excitante vida.

Un viaje a la madurez

Esa es, dice Savater, la lección que se trajo Jim Hawkins en el viaje de regreso a casa, la lección de La isla del tesoro: que «tesoros hay en todas partes y lo importante es aprender a buscarlos y a merecerlos». Por libros así, dice Pérez-Reverte (en realidad, se refiere a El diamante de Moonfleet, de John Meade Falkner, pero vale igual), uno parte al mundo real en demanda de amigos leales, de jóvenes hermosas de las que enamorarse, de sabios de los que aprender, de enemigos con quienes pelear. Y cuando al fin los tienes delante, puedes reconocerlos gracias a esas historias que te adiestraron para la aventura de la vida.

La búsqueda del padre ideal

Además, hijo, quizá debas leer La isla del tesoro para irremediablemente dejarme atrás (y luego reencontrarme). Lo diagnostica bien José Carlos Somoza: Stevenson mata al padre de Jim Hawkins en las primeras páginas para que este pueda empezar a buscarlo en el cofre del mapa del tesoro. Lo que busca el personaje a lo largo de su aventura, lo que añora, es a ese padre ideal, mezcla de marinero y pirata, a quien solo puede encontrarse cuando el padre real se convierte en mero recuerdo.

Así que cómo no van a estar tus estanterías también habitadas por algunos piratas de juguete. Dos tipos malencarados, uno armado con un alfanje y otro con un gancho de abordaje, están sentados en una de ellas, la que pende sobre tu cama, con las piernas colgando sobre el borde, como a punto de saltar al abordaje. Por ahí pulula también toda la tripulación del barco del capitán Garfio, y a ella hay que añadir los muñecos que regalaban en las hamburgueserías con ocasión del estreno de El planeta del tesoro, esa película de animación basada en La isla del tesoro —que tienes en tu videoteca—, donde La Hispaniola (que ahora se llama, como guiño evidente al novelista, RLS Legacy) es un galeón solar, el mapa del tesoro es una cartografía interestelar hecha con tecnología de realidad virtual y Long John Silver es un cíborg.

Copyright del artículo © J. Miguel Espinosa Infante. Este artículo es un fragmento del libro Mapa del tesoro I (Fragmentos para mi hijo). Publicado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

J. Miguel Espinosa Infante

Escritor. Como oficial de notaría y licenciado en Derecho, es autor de varias publicaciones jurídicas. En los libros que integran la serie 'Mapa del tesoro', quiere visitar para su hijo la historia y la política, el arte y la música, la ciencia y la religión, y redescubrirle a don Quijote y a Shakespeare.