La isla de las almas perdidas, versión cinematográfica que del libro de H.G. Wells se hizo en los años treinta, aun con sus desviaciones respecto a la novela, sigue siendo hoy la mejor traslación de aquélla al celuloide.
Dejando aparte las versiones filipinas no oficiales (Terror is a Man, 1959; y The Twilight People, 1972), el libro tendría que esperar hasta 1977 para recibir una nueva interpretación, esta vez con una factura más lujosa y a todo color. Fueron unos años en los que el estudio AIP (American International Pictures) decidió explotar el éxito de la franquicia de El planeta de los simios recurriendo al filón de la obra de Wells para tres películas: la que ahora nos ocupa, El alimento de los dioses (1976) y El imperio de las hormigas (1977), ninguna de las cuales ha pasado precisamente al Olimpo de los grandes clásicos del género.
Es el año 1912. Después de que su barco naufrague en alta mar, dos marineros supervivientes llegan a las playas de una isla tropical del Pacífico. Unas criaturas que moran en la selva matan a uno de ellos, pero el otro, Andrew Braddock (Michael York), es encontrado por el doctor Moreau (Burt Lancaster), un genetista que se ha exiliado en ese lugar alejado de todas las rutas comerciales con la única compañía de su hermosa pupila, María (Barbara Carrera) y su capataz, Montgomery (Nigel Davenport). En el recinto donde viven, rodeado por una empalizada, las tareas domésticas las realizan unos grotescos sirvientes de aspecto subhumano.
Tras algunos incidentes un tanto inquietantes, Moreau le muestra a Braddock su trabajo: animales superiores a los que inyecta un suero que reprograma su código genético y les transforma en criaturas semihumanas a los que el científico llama humanimales. Tienen una inteligencia rudimentaria e incluso pueden hablar, y Moreau les ha inculcado un código de leyes muy básico para intentar que no reviertan a su estado animal: no caminar a cuatro patas, no comer carne y no matar humanos. Sin embargo, su éxito es muy limitado y Moreau se siente frustrado por la continua involución de los humanimales a su primitivismo original. Su intención declarada es eliminar las deformidades y enfermedades que aquejan a la especie humana, pero está claro que su actitud va más allá de la filantropía y que es una persona obsesionada por la búsqueda del conocimiento e insensible al dolor ajeno. Al final, lo que verdaderamente mantiene a raya a esos seres híbridos es el miedo al látigo de Moreau y a su laboratorio.
Cuando Braddock se da cuenta de lo inhumano de esos experimentos y lo desgraciadas que son las creaciones de Moreau, empieza a desaprobar abiertamente sus métodos, lo que lo convierte en una molestia. El doctor decide entonces utilizarle como conejillo de indias para refinar su procedimiento, inyectándole un suero que produzca el fenómeno inverso: transformarle en animal. Entretanto, una revolución se fragua entre los humanimales y la isla se convierte en un polvorín a punto de estallar.
El guión efectúa varios cambios tanto respecto al libro como a la película de los años treinta, cambios que, aunque quizá hacen que el espíritu de la historia sea más fiel a la obra de Wells, le restan atmósfera y sensación de terror primario. Por ejemplo, el doctor Moreau es presentado como un genetista, no un viviseccionador. En la época de Wells no existía la rama genética de la biología (ni siquiera se conocían los genes) y, ciertamente, la manipulación del ADN ofrece un sustento científico hasta cierto punto más plausible para el tipo de experimentos que realiza el sabio exiliado, aun cuando el papel de la cadena molecular en la herencia no sería confirmado hasta los años cincuenta.
Sin embargo, el amputar y trasplantar miembros y órganos animales resultaba una práctica más siniestra y sangrienta, algo que apelaba a un miedo más esencial en el espectador y que dotaba de mayor significado a la Casa del Dolor. La isla de las almas perdidas contiene escenas (los humanimales viviseccionando a Moreau; o el científico ofreciendo a su Mujer Pantera a Braddock para que se aparee con ella) que la mantuvieron censurada en Inglaterra durante 27 años. Esas mismas escenas fueron reformuladas en la nueva versión sin causar ni de lejos el mismo impacto. De hecho, mientras que la original entraba claramente a sugerir prácticas de bestialismo (el Código Hays de censura aún no había entrado en vigor), la naturaleza híbrida de María queda aquí sólo al final apenas apuntada para intentar encajar un giro sorpresa que resulta completamente tardío e insatisfactorio.
Esta versión de Moreau es más fiel al original literario, no solo en su apariencia física sino en su actitud. No es el sádico retorcido que había construido Charles Laughton o el lunático con ínfulas mesiánicas que años más tarde, en la versión de 1996, interpretaría Marlon Brando, sino un hombre que ha racionalizado sus inhumanos actos, que en el fondo cree en la bondad de lo que hace y cuya monstruosa naturaleza sólo se va revelando paulatinamente.
En el fondo, es una figura trágica más que un villano puro y durante la primera parte de la película uno quiere creer en él, en la honestidad de su misión, y dejarle hacer su trabajo.
Aunque este no sea uno de sus grandes personajes, Burt Lancaster compone quizá el mejor Moreau que hasta ahora hemos podido ver en pantalla. De hecho, no es Braddock el auténtico protagonista de la historia. Su rumbo en ella es errático e insatisfactorio. No, la figura central es Moreau, quien, llevado por sus ambiciones científicas, acaba provocando su propia destrucción. En este sentido, la película es tanto una historia de terror como la tragedia de un hombre que desafió a la Naturaleza y acabó pagando el precio final por ello.
En cambio, el personaje de Montgomery, está muy mal perfilado. Su actitud y forma de desenvolverse son erráticas y están mal justificadas. Es más, su papel es mayormente irrelevante para la trama. No hace nada importante hasta su aparente epifanía moral cerca del clímax, momento en el cual Moreau acaba con el sin contemplaciones. Otros agujeros de guión considerables tienen que ver con los demás personajes. El compañero náufrago de Braddock desaparece sin que a éste parezca importarle y ni siquiera se acuerde de él; María le dice repetidamente a Braddock que prefiere quedarse en la isla pero él decide que ella no sabe lo que quiere y la empuja a huir con él. Ella lo sigue sin protestar y sin que nada de lo que haga o deje de hacer afecte para nada a la trama.
Aunque el guión de esta versión de La isla del doctor Moreau es más realista que la de los años treinta, la dirección de Don Taylor, plana y carente de pulso, no sabe explotarlo (algo que también ocurría en sus otros trabajos de encargo para cine de género, como Huida del planeta de los simios, 1971; “La Profecía II”, 1978; o “El Final de la Cuenta Atrás”, 1980). La historia se desenvuelve con un ritmo en exceso lento especialmente en toda la primera parte, cobrando impulso sólo en los últimos veinte minutos, cuando los humanimales se sublevan y atacan el laboratorio de Moreau. En su favor hay que decir que recorta bastante la sensiblera subtrama romántica del film de los años treinta.
En el último tercio, la historia empieza a descarrilar cuando Moreau se dedica a inyectarle el suero a Braddock para transformarlo en una bestia. Puede que los guionistas (John Herman Shaner y Al Ramus) trataran de darle un giro nuevo e inesperado a la narración clásica, pero no funciona y, de hecho, lleva la historia a un callejón sin salida diluyendo el mensaje subyacente de Wells. La película, además, termina de una forma insatisfactoriamente abrupta.
En la novela, Moreau era asesinado por una de sus creaciones y Montgomery y el personaje de Braddock (en el libro llamado Prendick) se quedan en la isla durante meses conviviendo con los humanimales y tratando de mantenerlos bajo control. En esta versión cinematográfica, Moreau mata a Montgomery, lo que hace que sus creaciones se den cuenta de que su amo ha contravenido la ley que él mismo propugna y se rebelan, acabando con él. Y esto lleva a una escena en la que Braddock trata de convencer a la turba de humanimales de que Moreau ha resucitado, como si fuera un Cristo renacido. Sin embargo, el engaño no dura ni cinco minutos. Es otro callejón sin salida que ejemplifica bien el principal problema del film: aporta ideas interesantes para luego aparcarlas porque no sabe qué hacer con ellas o, aún peor, porque quizá teme ofender al público.
En La isla de las almas perdidas, la jungla fabricada en estudio y rodada en blanco y negro ofrecía muchísima más atmósfera que la desleída fotografía a color de los exuberantes paisajes caribeños de St. Croix, en las Islas Vírgenes estadounidenses. Al menos, sí parece más el tipo de paraje aislado donde se escondería alguien como Moreau, en lugar de la exagerada distopía de la versión de 1996.
Por otra parte, los entonces alabados maquillajes y prótesis de los humanimales (diseñados por John Chambers, el mismo que elaboró los de El planeta de los simios) resultan decepcionantes incluso para el estándar de la época y denotan la justeza presupuestaria que lastraba a la producción.
Es difícil encontrar algo abominable, terrorífico o siquiera desasosegante en un grupo de extras peludos deambulando encorvados mientras gruñen haciendo muecas. Cuando se trata de dar vida a criaturas no humanas es necesario un trabajo de mímica que aquí no está presente. De hecho, resultan bastante más impresionantes las escenas con auténticos animales interactuando violentamente con los especialistas, como esa en la que un tigre lucha con un “hombre-bisonte” (un actor con un casco y traje blindado que a punto estuvo de perder la cabeza de un mordisco del felino); otra en la que el caballo de Moreau es tirado al suelo por ocho humanimales; o la caótica y violenta huida de los ejemplares encerrados en el laboratorio por el doctor. Eran los tiempos anteriores a que en los créditos figurara esa leyenda de “ningún animal fue dañado durante el rodaje de este film”.
Como de costumbre, Michael York, siempre con ese aire de chico honesto y buen corazón, pronuncia sus frases sin gracia ni emoción alguna y cae en el histrionismo casi risible cuando empieza su transformación en bestia. Por su parte, Barbara Carrera difícilmente puede ser más inexpresiva y se limita a servir de figura decorativa. La pretendida relación sentimental con Braddock carece de cualquier tipo de chispa. Nigel Davenport está sobreactuado –quizá intentando compensar la pobreza de su personaje-, lo que contrasta acusadamente con la elegancia y comedimiento de Burt Lancaster, extraordinario actor que sólo con su mirada era capaz de transmitir una gran intensidad emocional. Aunque este sea un trabajo menor dentro de su filmografía, destaca con mucho sobre el resto del reparto. No trata de repetir lo que ya en su día hizo Charles Laughton, y de haber contado con un mejor guión, podría haber dado vida a un personaje memorable.
Aunque es cuestión de gustos y opiniones, la mía es que La isla del doctor Moreau” de 1977 registra un balance con más defectos que virtudes. Tiene un ritmo torpe y una puesta en escena insuficiente; la lentitud del comienzo deja paso a un espectáculo casi ridículo en el que resultan más interesantes los animales auténticos que los actores; el nivel interpretativo es en general bajo, el maquillaje poco convincente y el guión no explora las ideas y temas que hicieron grande a la novela de Wells. Su carácter de exploitation de El planeta de los simios y su falta de osadía arrastran a esta película al terreno de la serie B, y como tal hay que verla. Es, por tanto, recomendable solo para los amantes de este tipo de material de segunda, aficionados que puedan ver los encantos de una producción menor con la que el tiempo no ha sido amable.
Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Publicado previamente en Un universo de ciencia-ficción, y editado en Cualia por cortesía del autor. Reservados todos los derechos.