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«El año 2000: una visión retrospectiva» (1888), de Edward Bellamy

Aunque las utopías fueron populares durante todo el siglo XIX, una en particular disfrutó de mayor influencia que las demás: Looking Backward 2000-1887 de Edward Bellamy, no sólo se convirtió en un superventas, sino que llegó a inspirar la creación de un partido político. En 1930, el libro fue nominado por un grupo de pensadores americanos (entre ellos el célebre analista John Dewey) como uno de los más influyentes e importantes de los últimos cincuenta años.

Antes de que H.G. Wells inventara la máquina del tiempo, el único modo de llegar al futuro distante era dormir y dormir. Este método fue empleado por L.S. Mercier en Recuerdos del año dos mil quinientos (1771) o Dentro de trescientos años (1836) de Mary Griffith.

Bellamy recurrió a este artificio narrativo para llevar a su personaje al año 2000. Aunque la máquina del tiempo de Wells lo cambiaría todo, curiosamente, el propio escritor no volvería a utilizar su artilugio otra vez y usaría el gastado “método” de la animación suspendida en Cuando el durmiente despierte (1899)

Como en Europa, el desarrollo de la ficción especulativa a finales del siglo XIX había estado lastrada por la falta de marcos narrativos convincentes. Trabajos que intentaron ir algo más allá fueron los de Edward Bellamy, como Dr. Heidenhoff´s Process (1880) o The Blindman´s World (1886), aunque nunca dejaron de ser formulaciones de visiones fantásticas. Pero el propio Bellamy consiguió superar ese punto débil con Looking Backward 2000–1887, cuyo último capítulo desafió las convenciones al negar que todo había sido un sueño tal y como era la norma en estos relatos con protagonistas “durmientes”.

Julian West es un rico bostoniano con problemas de insomnio. Para conciliar el sueño utiliza el trance hipnótico. Pero un día, el procedimiento falla y por una serie de increíbles accidentes, se despierta vivo y sin haber envejecido un ápice en al año 2000. Gran parte de la novela consiste en discursos de su guía, el amable Doctor Leete, acerca las maravillas del Boston del último año del siglo XX. La idea base de la sociedad era la sumisión del individuo a la comunidad y la nación, mientras que ésta le protege y satisface sus necesidades –o lo que la comunidad establece que son sus necesidades.

West descubre una especie de armoniosa América colectivizada basada en los principios del nacionalismo y la “religión de la solidaridad”, de la que se han eliminado la pobreza y la miseria asociadas con el capitalismo y el individualismo del pasado. Es un lugar de igualdad universal en los ingresos independientemente de la tarea que se realice. Los ciudadanos, al no poder legar sus bienes a sus hijos, no tienen interés alguno en acumular capital y el Estado pasa a monopolizar todas las fuentes de riqueza y a ser el único propietario de tierras y fábricas. El Estado otorga a cada persona una línea de crédito, representada por una tarjeta, en la que se marcan sus compras en los almacenes públicos.

Todo el mundo, hombres y mujeres, trabajan en el Ejército Industrial en las tareas para las que son más adecuados, hasta llegar a un tranquilo y próspero retiro a los 45 años, momento a partir del cual se dedican a cultivar su espíritu a través de sus aficiones particulares. Aquellos que no se ajustan son enviados a un confinamiento solitario hasta que pongan en orden sus ideas. Bellamy subraya en todo momento la eficacia: comer en comedores comunales, y comprar ropas en grandes almacenes, así como desarrollar fuertes sentimientos comunitarios. El peligroso individualismo del siglo XIX es representado por una pintura de gente caminando bajo la lluvia, cada uno bajo su propio paraguas y mojando al viandante más próximo; los bostonianos del año 2000 están todos protegidos por porches públicos sobre las aceras.

A nivel internacional, menciona que Europa, Australia, México y América del Sur, han llegado a un sistema similar, formando una especie de Consejo Internacional regulador aunque conservando cada nación su propia autonomía. África y Asia no se mencionan, ni siquiera como colonias. Bellamy probablemente las consideraba demasiado atrasadas como para poder evolucionar en cien años hasta el grado que imaginaba.

El lujo individual ha desaparecido, siendo sustituido por la suntuosidad pública. El estado es el propietario de las tiendas, los comedores públicos, las galerías de arte y los centros de ocio. No existen ya guerras, ni tampoco partidos políticos, sólo burócratas. Además, como resulta imposible enriquecerse pues todos los bienes pasan al Estado, la corrupción es cosa del pasado.

Curiosamente, el autor no elimina la religión ni la familia como unidad básica de la sociedad. Como dice la introducción a la edición francesa contemporánea de la obra: “Un cerebro anglosajón puede muy bien imaginar una sociedad sin ricos ni pobres, sin Bolsa ni policía, y hasta sin pianos; pero no sin el sweet home ni el sermón del domingo”.

Por otra parte, la mujer en la utopía de Bellamy se ha independizado económicamente, pero lo cierto es que no parece que haya progresado mucho más, al menos en la mente del escritor. No menciona en absoluto que pueda llegar alguna vez a ocupar los más altos puestos dentro de la jerarquía. “En ningún caso se permite a una mujer realizar una ocupación que no esté perfectamente adaptada a su sexo, tanto por su carácter como por la intensidad del esfuerzo exigido […] Los hombres de nuestra época comprenden tan bien que la belleza y la gracia de la mujer son el mayor encanto de sus vidas y el principal estímulo de su actividad que si permiten a sus compañeras trabajar es únicamente porque está reconocido que cierta cantidad de trabajo regular, de un género adaptado a sus medios, les es saludable para el cuerpo y para el espíritu”. El matrimonio –aunque ahora sólo por amor– sigue siendo el único tipo de relación entre sexos sancionado favorablemente por la sociedad. Desde luego, Bellamy era reformista sólo hasta cierto punto.

La “utopía” de Bellamy, aunque no carente de interés, es sólo un ejemplo más de un subgénero extraordinariamente prolífico durante el siglo XIX. Es por ello sorprendente la popularidad y el impacto que llegó a cosechar un relato tan poco sofisticado políticamente. En unos años tras su publicación, fue traducida a las principales lenguas del mundo; cientos de clubs se fundaron para apoyar los ideales colectivistas de Bellamy y se creó incluso un partido político nacionalista en Norteamérica que llegó a tener un considerable éxito. Sus detractores, ya fuera por intereses partidistas o por preocupaciones ideológicas más amplias, no tardaron en publicar sus respuestas. Hacia 1900 ya se habían editado en Estados Unidos más de 60 libros inspirados por Bellamy. El más famoso de los anti–Belamistas fue el poeta, escritor y diseñador británico William Morris, cuyo News From Nowhere, or An Epoch of Rest (1891) detalla una Inglaterra del futuro ideal, antiindustrial y rural, que recuerda a la Edad Media más que a cualquier extrapolación del progreso industrial y tecnológico. El libro de Morris fue una antítesis intencionada a la visión colectivista de Morris; su representación de la sociedad perfecta tiene una belleza especial y aún se publica –la comentaremos en un futuro artículo–. Para muchos socialistas es una especie de texto de referencia, aunque ya ha perdido su intención original como respuesta a Looking Backward…

A menudo se ha dicho, y yo lo suscribo plenamente, que la ciencia-ficción, contra lo que podría creerse, no versa sobre el futuro, sino sobre el presente, al menos el del momento en que se escribió una obra determinada. Dicha aseveración queda más que demostrada con la obra que comentamos aquí. Generalmente, profetizar sobre lo que le depara a la humanidad a la vuelta de la esquina es un ejercicio fútil, porque no hay forma de saber con certeza ni los cambios que sobrevendrán ni cómo la sociedad se adaptará a ellos.

Edward Bellamy inicia el libro con una severa crítica al capitalismo como sistema económico. Tenía sentido. En aquellos años, la sociedad aún no había conseguido librarse de los aspectos más negativos de la industrialización. Los obreros trabajaban muchas horas a cambio de un magro salario, se apiñaban en viviendas mugrientas, no disfrutaban de coberturas sociales ni legislación que les protegiera de accidentes o abusos ni tenían acceso a las comodidades o lujos que se permitían sus empleadores. Era muy difícil romper la barrera entre clases y tan sólo muy contados individuos conseguían ascender en la escala social, para olvidar inmediatamente sus orígenes e identificarse plenamente con los valores propios de su nueva condición de privilegiados. Las ciudades estaban sucias y abarrotadas, la especulación y la falta de abastecimiento eran algo habitual…

Ni Bellamy ni muchos otros escritores utópicos –ni filósofos o políticos de la época– pudieron imaginar que la agitación obrera, el descontento social y las huelgas que parecían amenazar el corazón mismo del sistema, acabarían desvaneciéndose cuando la inmensa mayoría de la clase obrera pasó a ingresar las filas de la burguesía merced a una lucha dura y difícil por sus derechos. Hoy, cualquier operario no cualificado dispone de coche, televisión por cable y teléfono móvil y parece poco probable que aceptara de buen grado la destrucción del sistema capitalista que le da de comer para sustituirlo por la incierta utopía de Bellamy. De hecho, la experiencia nos ha enseñado que intentos de aproximarse a ese mundo ideal han supuesto sonoros fracasos, cuando no horribles tragedias.

A lo largo de todo su discurso Bellamy obvia la naturaleza humana, intentando convencernos de que toda crueldad, corrupción y crimen son fruto de los fallos del sistema capitalista y su inseparable individualismo y codicia. La experiencia nos dice que incluso en sistemas políticos y sociales con todo tipo de controles, democráticos o dictatoriales no se podrán evitar totalmente los males a los que aludía el escritor. Es un socialismo que, sencillamente, no puede existir.

Eso sin contar que resulta tremendamente aburrido. En el mundo de Bellamy, las cosas han llegado a un punto de excelencia en el que no parece haber demasiados incentivos para cambiar nada. Todo funciona, todo el mundo es feliz y reina la paz, la prosperidad y la armonía. Aunque el autor insiste en que existe espacio para la iniciativa privada en ámbitos como el arte, la literatura o el periodismo, su planteamiento –que el omnipresente y omnipotente Estado no ejercerá censura ni control puesto que nadie en su sano juicio osará cuestionar ni atacar el sistema– resulta implausible para cualquiera que conozca mínimamente la naturaleza de los grandes organismos públicos y la dinámica de masas.

Y es que tiene mérito el que la optimista visión de Bellamy calara tan hondo teniendo en cuenta que plantea un programa social por lo demás repelente. Su América del futuro está basada en un modelo militar, obreros y mujeres carecen del derecho a voto y hay una fascinación casi eugenésica por la pureza racial. Es más, existe una oscura grieta entre lo que se describe y lo que se implica. El sistema, según nos cuenta, está basado en el trabajo, pero lo único que se nos muestra es a los habitantes de la utopía en sus ratos de ocio. De forma poco honrada, Bellamy describe todos los beneficios de esta sociedad centralizada y ninguno de los inconvenientes. Es el tipo de espejismo marxista que los comunistas enarbolarían como propaganda en el siglo XX mientras sometían a sus ciudadanos a la represión y demostraban que la economía estatalizada es receta segura, no para la plenitud y la satisfacción de las necesidades, sino para la carestía y la corrupción. Resulta paradójico que el creador de esta utopía fuera un reformista norteamericano que no había leído a Karl Marx.

Aunque no pudo predecir cómo sería la sociedad del futuro, el libro apunta algunos detalles clarividentes: Bellamy nos habla de centros comerciales (aunque los llama Great City Bazaar, ¿no es mucho mejor nombre?), tarjetas de crédito, utilización generalizada de la luz eléctrica, el hilo musical, despertador con música o sermones religiosos por teléfono. Aunque el modelo social general ha experimentado un cambio radical, éste no va acompañado de otro tipo de transformaciones más cotidianas que harían de ese futuro algo más creíble; por ejemplo, la música que se escucha sigue siendo clásica, la gente viste y se expresa de un modo tan estirado como en el siglo XIX. Y es que Bellamy, al fin y al cabo, no era un escritor de CF, sino un ensayista político.

La novela tiene un estilo ágil y directo, propio de la profesión periodística de su autor, si bien se ve algo perjudicada en su ritmo y argumento por hallarse más preocupada en exponer sus ideas que en construir una auténtica historia. De hecho, no se puede decir que exista un argumento propiamente dicho –básicamente son monólogos o diálogos de carácter didáctico– hasta los últimos capítulos, donde aparece una increíble historia de amor horriblemente cursi que no añade nada sustancial al discurso principal–. Bellamy quería exponer su doctrina política sobre todo lo demás y pensó que hacerlo en forma de novela resultaría más comercial que si aparecía como un ensayo. A tenor del éxito cosechado, estuvo en lo cierto.

Leer este libro hoy puede suponer un ejercicio interesante por varios motivos. En primer lugar, descubrir que el sustrato del socialismo y el comunismo existía ya de forma independiente al pensamiento de Marx y otros teóricos. En segundo lugar, el de descubrir, con la perspectiva que nos da el tiempo y la Historia, la distopia cuidadosamente oculta dentro de una utopía teórica.

Bellamy, más iluso que visionario, no nos hablaba del futuro, sino de lo que ansiaba su presente.

El libro está legalmente disponible a través de Internet en diversas páginas de descarga. En español, a través de Iberlibro es aún posible hacerse con la edición que Abraxas hizo en el año 2000, si bien su traducción es bastante mala y repleta de errores.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Este texto apareció previamente en Un universo de ciencia ficción y se publica en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".