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«La Guerra de los Mundos» (1953), de Byron Haskin

La Guerra de los Mundos es la madre de todas las películas de invasiones alienígenas. En puridad, no fue la primera. Un par de años antes se habían estrenado otros dos clásicos del género, El enigma de otro mundo (1951) y Ultimátum a la Tierra y, tan sólo unos meses antes del estreno de la que comentamos, Invasores de Marte y Llegó del más allá.

Sin embargo, ninguna de ellas dio verdaderamente con la fórmula exacta. El enigma de otro mundo tenía a un solo extraterrestre y la acción permanecía confinada a una aislada base polar. Ultimátum a la Tierra presentaba una amenaza a la humanidad, sí, pero el alienígena en cuestión era benevolente y paternalista, y se demostraba que el verdadero peligro para la humanidad era ella misma. En cuanto a Llegó del más allá, aunque introducía seres de aspecto repelente que secuestraban humanos, resultaba al final que lo único que querían era reparar su nave y dejarnos en paz.

No, el género de invasiones alienígenas que inauguró realmente uno de los subgéneros prevalentes en el cine de ciencia ficción de los cincuenta fue La Guerra de los Mundos.

Los habitantes de una moribunda civilización del planeta Marte llegan a la Tierra a bordo de una suerte de proyectiles que los astrónomos toman inicialmente por meteoritos. Mientras se encuentra disfrutando de unos días de asueto en California, el doctor Clayton Forrester (Gene Barry) recibe una petición de ayuda por parte de las autoridades de una población cercana para que investigue uno de esos meteoritos.

Cuando se dan cuenta de la naturaleza del misterioso cuerpo, tres vecinos dejados de guardia junto al todavía caliente artefacto se acercan para saludar a los seres de su interior, pero son incinerados por un rayo vaporizador.

Los militares no tardan en entrar en escena y entonces es cuando el “meteorito” se abre descubriendo en su interior unas máquinas de guerra voladoras. Por todo el mundo se producen ataques similares. Los marcianos disponen de una tecnología tan avanzada que nada que los humanos les arrojen parece surtir efecto, ni siquiera el arsenal atómico. Mientras tanto, los extraterrestres avanzan destruyéndolo todo.

La novela La Guerra de los Mundos, escrita por H.G.Wells en 1898, había sido la primera en plantear de forma verosímil y realista una posible invasión alienígena. De hecho, fue este libro el que estableció el estereotipo de los malvados hombrecillos verdes con tentáculos que tanto explotaría la literatura pulp de los años treinta en Estados Unidos.

Dado el éxito que tuvo el libro desde su primera edición, no puede extrañar que se produjeran tempranos intentos de llevarlo al cine. Los derechos cinematográficos fueron adquiridos por la Paramount en 1925, y desde ese momento, de forma intermitente, se fueron sucediendo una serie de ilustres nombres en relación a su potencial rodaje. El ruso Sergei Einsenstein, director del clásico El acorazado Potemkin (1925), se había fijado en él en los años veinte, como también el estadounidense Cecil B. De Mille (Los diez mandamientos, 1956) durante los treinta. Tras su exitosa versión radiofónica de 1938, la RKO rogó a Orson Welles que dirigiera una adaptación de la misma a la gran pantalla, pero el joven realizador se negó a ello (a cambio, nos ofreció Ciudadano Kane, lo que no es mala compensación).

El legendario animador y técnico de efectos especiales Ray Harryhausen desarrolló su propia versión e incluso realizó algunas tomas de muestra en los años cuarenta (que pueden verse en YouTube) para intentar interesar a los productores. Se dice que incluso Alfred Hitchcock y el productor Alexander Korda –que ya había colaborado con el propio H.G. Wells en la visionaria La vida futura (1936)‒ estuvieron en un momento u otro interesados en el proyecto.

Por fin, y a la vista de los buenos resultados que desde 1950 venían obteniendo algunas películas de ciencia ficción, Paramount decide probar suerte de una vez por todas y ejercer los derechos sobre la historia. Para las labores de realización escogen a George Pal, un inmigrante de origen húngaro que entre 1932 y 1947 había cosechado el éxito con una serie de cortos de animación stop-motion titulados genéricamente Puppetoons. Ya en la década de los cincuenta, Pal dio el salto al cine de acción real y produjo Con destino a la luna (1950) y Cuando los mundos chocan (1951), películas de gran presupuesto, en color y con espectaculares efectos especiales –aun cuando desde el punto de vista dramático adolecían de una notable frialdad‒. Fueron aquellos los equivalentes de la época a los blockbuster modernos de Michael Bay o Roland Emmerich. El éxito obtenido convirtió a George Pal en uno de los nombres más relevantes y conocidos de la ciencia ficción de los cincuenta, permitiéndole financiar y/o dirigir otras cintas que también pasarían a gozar de la categoría de clásicos. La Guerra de los Mundos fue una de ellas.

Había quien decía que era una novela imposible de adaptar al mundo actual y, además, localizarla fuera de Inglaterra, pero Orson Welles ya había demostrado lo erróneo de esas afirmaciones el 30 de octubre de 1938 cuando, al frente de su Mercury Theatre, dirigió la ya mencionada adaptación radiofónica que causó un enorme impacto por el “sencillo” procedimiento de narrarlo como si de una serie de boletines de noticias se tratara, ambientando la invasión en el Estados Unidos contemporáneo..

Tomando una decisión que despertó las iras de los más puristas, George Pal sometió a la novela de Wells a una actualización con ayuda del guionista de origen británico Barré Lyndon, recién llegado de colaborar en el oscarizado libreto de El mayor espectáculo del mundo (1952). En primer lugar, las máquinas bélicas marcianas se transformaron de trípodes andantes a elegantes naves voladoras inspiradas en la forma de la manta raya. Está claro que este cambio obedeció a la necesidad de abaratar costes, puesto que la animación stop-motion de los trípodes hubiera sido un proceso mucho más caro y largo que mover unas maquetas sostenidas por cables. Por otra parte, los anónimos e insulsos personajes de Wells fueron sustituidos por otros con los que el espectador pudiera empatizar más fácilmente. Así, el científico Clayton Forrester es un individuo joven, atractivo y brillante que se convierte en el guía de la acción al tiempo que transmisor de explicaciones y descubrimientos científicos ausentes en el libro de Wells. Además, siguiendo las directrices propias de Hollywood se le añadió un interés romántico, Sylvia van Buren (Ann Robinson) que le acompañaría durante las tribulaciones por venir.

Pero el cambio más importante respecto a la novela original fue el de su escenario: de la Inglaterra victoriana se traslada a la California contemporánea de los años cincuenta. De nuevo, esta actualización molestó a los fieles de Wells, aun cuando se mantuviera intacta la crítica al orgullo y autocomplacencia de la clase media, que da por sentado un bienestar y un futuro de prosperidad que pueden ser arrollados de un momento a otro. Wells había escrito su historia como una alegoría de la Inglaterra victoriana, cuyo poder imperialista era formidable a finales del siglo XIX pero cuyo horizonte comenzaba a cubrirse de negros nubarrones. El escritor quiso ofrecer una parábola sobre el ejercicio –y abuso‒ del poder del Imperio británico, y cómo esa institución, aparentemente invencible, era aniquilada fácilmente por una fuerza tecnológicamente superior.

Cuando se estrenó el film, la América de los cincuenta era, naturalmente, muy distinta (su poder e influencia estaban en ascenso en lugar de en declive como en Inglaterra), pero La Guerra de los Mundos cinematográfica no perdió su sentido alegórico, aunque trasladó el blanco de la crítica al nacionalismo norteamericano de la posguerra, temeroso de su fragilidad ante la nueva Era Atómica. Fue un recordatorio de que incluso una superpotencia de nuevo cuño debería estar preparada para desafíos que no sería capaz de ahuyentar de un simple manotazo. Así, a pesar de los cambios introducidos –o precisamente gracias a ellos‒, la película mantiene la fidelidad al núcleo de la obra de Wells.

Por otra parte, la invasión alienígena orquestada por Pal toma un cariz internacional –Wells nunca mencionó lo que ocurrió en otros países‒, mostrando lo que sucede en otras ciudades del mundo aun cuando la acción principal transcurra en las afueras de Los Ángeles.

La trama cinematográfica sigue razonablemente la de la novela en lo que se refiere al aterrizaje de los meteoritos, la apertura del cilindro, el disparo del rayo de la muerte que todo lo destruye y la aparición final de las máquinas marcianas (una interesante adición a estas escenas es la de la radiación, un fenómeno que no fue descubierto por Marie Curie hasta el mismo año en que apareció publicada la novela). Se incluye también la escena del libro en la que el protagonista se esconde en un sótano en compañía de un vicario enloquecido. Este último, sin embargo, se ha eliminado y sólo encontramos al doctor Forrester y Sylvia van Buren. Ambos se enfrentan no sólo a una sonda marciana que entra en su escondite, sino a un marciano que Wells nunca puso ahí.

La dinámica “militares versus ciencia” no era nueva pero en esta ocasión hay un nuevo ingrediente en la mezcla: un subtexto religioso que, en mi opinión, tiende a menoscabar algo el resultado global. Las películas de George Pal siempre parecen atrapadas entre extraordinarios desafíos a la imaginación y el temor religioso, probablemente debido a la condición católica del propio Pal.

Cuando H.G. Wells concluyó su libro con la afirmación de que los marcianos habían sido derrotados por la cosa más pequeña de la creación divina (las bacterias), en realidad utilizaba tal referencia de modo irónico y no como una indicación de sus creencias religiosas –de hecho, Wells era un conocido y activo ateo‒. Ni George Pal ni Barré Lyndon parecieron entender la intencionalidad irónica y, en cambio, tomaron la frase en su sentido más literal, permitiendo que la religiosidad impregnara la película. En un momento dado, Ann Robinson nos cuenta: “Siempre supe que si me escondía en una iglesia y rezaba, mi verdadero amor me encontraría allí”…y, naturalmente, Gene Barry acaba haciendo exactamente eso escenas después.

Cuando se desencadena la violencia, parece que la religión va a correr la peor de las suertes. El padre Collins y sus buenas intenciones son vaporizados por los marcianos. Inmediatamente después, entran en escena los militares, cuyas soluciones al problema son tan predecibles como ineficaces ante la avanzada tecnología del enemigo. Parece que es la ciencia la que debe tomar el relevo, tratando de encontrar un arma biológica que afecte a los invasores, pero el caos y pánico generalizados impiden cualquier intento en ese sentido. Y es entonces cuando la historia da un giro aparentemente extraño hacia lo espiritual.

Apoyándose en la asunción negativa y pesimista de que el hombre no puede controlar su destino, el cometido de la religión es hacer soportable esa incapacidad. Ello lleva a actividades grupales que reúnen a los individuos en congregaciones en cuyo seno intenta dominar su miedo hacia lo inevitable, lo incontrolable y lo desconocido. Así, es totalmente apropiado que ciertas películas de ciencia ficción introduzcan un “bálsamo religioso” que aporte respuestas espirituales a las cuestiones científicas que los sabios y el orden social no pueden explicar adecuadamente.

Cuando la sociedad postulada por un film de ciencia ficción se ve obligada a enfrentarse a su incapacidad para comprender y someter lo desconocido, huirá, se esconderá y celebrará su fracaso como algo sagrado.

Eso es exactamente lo que sucede en la parte final de La Guerra de los Mundos. Al comprobar que ni militares ni científicos han sido capaces de defenderlos del peligro, las gentes se reúnen en las iglesias, orando y cantando en aceptación de su destino fatal. Pero he aquí que la salvación llega en el último momento en la forma de un acto de Dios: las naves marcianas se desploman derrotadas, de forma harto simbólica, justo en el umbral de la iglesia y en la escena siguiente vemos a multitudes de pie en una colina cantando himnos de gratitud por haber sido preservados. Sí, han sido los gérmenes, pero ¿no son éstos también una creación de Dios, quizá dejados en la Tierra para salvarnos en un momento de tribulación como ese?.

Para H.G. Wells, el personaje del vicario, sumido en la demencia, el terror y la cháchara sin sentido, representaba su desprecio hacia la religión. En la película, por el contrario, el pastor Collins (Lewis Martin) simboliza lo opuesto: un miembro sereno y respetado de la comunidad que tiene el valor de sacrificar su vida con tal de salvar a sus feligreses.

Con todo, de la misma forma que Wells lo había hecho en su propia época y lugar, La Guerra de los Mundos de George Pal toma el pulso a la ansiedad presente en la sociedad contemporánea. Muchos, preocupados por lo que pensaban era el inminente colapso del mundo y de América como nación, se aferraron a su creencia de que Dios les protegería de los males. De hecho, en el mundo real se produjo un rearme religioso y reaccionario encabezado por predicadores mediáticos como Billy Graham, quien llegó a actuar de consejero espiritual de presidentes americanos como Dwight Eisenhower, Lyndon Johnson o Richard Nixon.

Para los creyentes, el final de la película puede ser espiritualmente reconfortante. Y para los que no, pueden hallar esperanza en algo más sutil pero también inferible a partir del destino de los marcianos.

Las películas en las que los hombres viajan a otros planetas suelen presentar una amenaza doble: la de los posibles alienígenas que allí habitan y la del propio planeta en sí, un entorno hostil a nuestra biología. Pero cuando los extraterrestres vienen a la Tierra, las tornas se invierten. En la Tierra, nos dice también la película, estamos en casa, jugamos en nuestro campo. La Tierra, en resumen, está de nuestra parte y actuará de forma orgánica junto a nosotros para expulsar al extraño. Según este enfoque agnóstico, los marcianos mueren no por la mano de Dios, sino por su imposibilidad de conectar con el planeta a un nivel tan íntimo como el nuestro.

Hay críticos que han querido ver en la película un tono de advertencia respecto a la amenaza comunista: el temible invasor proveniente del exterior, el Planeta Rojo… Personalmente creo que eso es llevar las cosas demasiado lejos. Las películas, como cualquier otra manifestación cultural, reflejan en parte las ansiedades y esperanzas de una época, sí. Pero otra cosa muy distinta es identificar en ellas, sin que medie una asunción expresa al respecto por parte de los creadores de la misma, un contenido o intencionalidad ideológicos. Al fin y al cabo, se siguen haciendo películas de invasiones extraterrestres y no creo que nadie se atreva a interpretarlas ahora en clave de la Guerra Fría.

No, La Guerra de los Mundos bebe de dos fuentes distintas. Primero, del miedo a lo desconocido, de la identificación de lo extraño como algo peligroso, una propensión muy humana que sin duda ha protegido a nuestra especie en más de una ocasión –provocando en otras auténticas masacres‒ y que se puede rastrear muy atrás en el tiempo. Por otra, las novelas de guerras futuras del último tercio del siglo XIX, en las que se planteaban escenarios iguales a los de Wells, solo que en vez de alienígenas los enemigos eran prusianos, chinos, alemanes, anarquistas…

Otro aspecto que impresionó bastante a los espectadores de la época es el tono documental y el realismo con que se enfocaron algunas escenas, empezando por la ominosa apertura narrada por Cedric Hardwicke, en la que habla de la moribunda civilización marciana mientras se muestran pinturas de Marte realizadas por Chesley Bonestell. Más adelante, intercaladas con las escenas de las naves alienígenas, multitudes bien coreografiadas para representar el pánico y maquetas ardiendo y explotando, se insertarían imágenes reales de ciudades bombardeadas, refugiados huyendo de desastres y militares en acción. La explosión de la bomba atómica se aborda con una mezcla de horror y fascinación muy propia de la época.

Lo que nunca importó demasiado a George Pal en sus films fue la vertiente humana, y esta no es una excepción. En La Guerra de los Mundos, por ejemplo, no es que la relación amorosa entre los dos protagonistas no llegue a ninguna parte, es que los actores son tan de cartón piedra como los personajes a los que encarnan. En honor de la verdad, hay que apuntar que en esto tampoco se diferencia demasiado del libro de Wells, en el que la acción es narrada por alguien en primera persona del que no llegamos a saber siquiera el nombre.

En realidad, las verdaderas estrellas de la película no son los actores, sino los efectos especiales, a los que se dedicaron casi tres cuartas partes del presupuesto de dos millones de dólares con que contó el film.

A comienzos de los cincuenta, la televisión empezó a desafiar la hegemonía cultural de Hollywood. A medida que se extendía e intensificaba el fenómeno de la suburbanización con el aislamiento social que ello conllevó, la televisión entró en los hogares para ofrecer una versión alternativa del mundo en la que las minorías tenían poca cabida más allá de los estereotipados nativos de Tarzán o los indios de los westerns. Las cadenas vendían su producto como una forma de “llevar el mundo al umbral de la gente”, enfatizando la seguridad y comodidad de esa forma de entretenimiento. Como experiencia privada, la televisión retiró a los espectadores de las salas públicas de cine.

Incapaz de competir con la inmediatez y facilidad de disfrute la televisión, Hollywood trató de mantener su posición aumentando el nivel de espectacularidad y, en este sentido, los efectos especiales se convirtieron en un arma estratégica para volver a atraer a los espectadores. El cine de ciencia ficción era el vehículo perfecto para ello. Películas como La Guerra de los Mundos podían reunir a una gran audiencia sin necesidad de contratar a grandes estrellas.

Muchos de los efectos, que tardaron casi seis meses en completarse, incluían el rodaje con maquetas de ciudades y naves. El responsable de efectos especiales, Gordon Jennings, ahondó en lo que su equipo ya había diseñado para otra producción de Pal, Cuando los mundos chocan, que ganó un Oscar en esa categoría. Una de las escenas icónicas de la cinta, aquélla en la que los marcianos vuelan por los aires el ayuntamiento de Los Angeles, supuso destruir una detallada maqueta del edificio; y para simular la explosión atómica, se detonó un montículo de pólvora destellante teñida de colores y se rodó a tres veces la velocidad normal, para que el estallido pareciera más lento en la pantalla.

Las máquinas voladoras marcianas exhiben una siniestra elegancia. Sus formas, deliberadamente alejadas del icónico “platillo volante”, sugieren, en un intento de “animalizar” lo artificial, las de una cobra o las de una peligrosa manta raya y su silencioso avance por los cielos urbanos sólo está roto por el siseo de sus rayos incineradores.

El diseño de sonidos que acompañaban a la tecnología alienígena resulta igualmente memorable por su conjunción de lo orgánico y lo tecnológico. Así, mientras que las naves emiten un quejumbroso rayo que suena como aspas irritadas, el sonido de la sonda que penetra en el sótano parece el silbido de una serpiente mecánica.

La representación de los marcianos, sin embargo, resulta más decepcionante. En lugar de las repulsivas criaturas orgánicas de las que Wells decía que “brillaban como el cuero mojado”, lo que tenemos es un extraterrestre –porque sólo llegamos a ver uno- muy poco impactante: una suerte de proto E.T. con tres ojos eléctricos que hoy no puede sino despertar una sonrisa condescendiente. Quizá en ello tuvo algo de culpa la premura con la que tuvo que fabricarse su propio traje el especialista Charles Gemorah ‒famoso en Hollywood por interpretar (con disfraz, claro) a gorilas‒ con ayuda de su hija entonces adolescente. Dispuso de tan sólo una noche y a la mañana siguiente, con las capas de látex aún frescas, hubo de enfundarse en él y rezar porque aguantara entero toda la sesión.

La Guerra de los Mundos, sin duda, ofreció la invasión extraterrestre visualmente más lujosa que el cine de la época podía ofrecer; las películas que la siguieron carecieron del abultado presupuesto necesario no solo para poner en escena algo equivalente, sino siquiera para rodar en color. Todo ese dinero invertido en el apartado visual y el talento que lo transformó en imágenes obtuvo buenos resultados: un Oscar a los mejores efectos especiales.

Los créditos afirman que la dirección corrió a cargo de Byron Haskin, pero no cabe duda de que fue la visión de Pal lo que acabó en la pantalla. Haskin había sido director del departamento de efectos especiales de la Warner antes de saltar a la silla de director, tarea que desarrolló de forma simplemente correcta. En La Guerra de los Mundos, no obstante, consigue administrar bien los tiempos para ir construyendo un clima de suspense creciente desde las cotidianas escenas iniciales hasta aquellas en las que todo el mundo se encuentra en guerra. Se desenvuelve especialmente bien en la secuencia de la granja, empujando al film al territorio del terror con ominosas sombras y retorcidas garras. Asimismo, se sirve del color para crear un espectáculo visual dominado por los malvas y verdes.

La iconografía que Wells creó con palabras tiene una gran fuerza incluso hoy –la aparición de las máquinas en Horsell Common, el ataque al buque de guerra, el narrador y el loco escondiéndose en el sótano y mirando cómo los marcianos extraen la sangre de los humanos en el exterior…‒. Haskin ofrece para una nueva generación de aficionados otra serie de imágenes imperecederas: el pastor Collins recitando los salmos mientras avanza hacia los marcianos antes de ser incinerado; la escena de los vecinos acercándose al cráter con una bandera blanca inconscientes de la suerte que van a correr; el lanzamiento de la bomba atómica y la visión de las máquinas emergiendo de la nube de polvo sin daño alguno…

La Guerra de los Mundos, como dijimos al principio, fue la pionera de las películas de invasiones extraterrestres. Pero no sólo eso. En muchos sentidos, fue la precursora de la política de blockbuster que los estudios desarrollan hoy: ofrecía efectos especiales innovadores e impactantes, una acción casi continua y una perspectiva global que serían imitadas una y otra vez hasta la actualidad. Sus escenas de destrucción sentaron las bases para los desenfrenos casi pornográficos de aniquilación del cine de hoy. Así, cuando los invasores marcianos destruyen la Torre Eiffel es difícil no pensar en cómo otros extraterrestres, los de Independence Day, aniquilaban la Casa Blanca en una orgía de destrucción.

Puede que los curtidos aficionados del siglo XXI encontremos motivos más que suficientes para levantar las cejas y sonreír con condescendencia ante determinados momentos de la película. Pero ello no le quita valor. Fue un film innovador, muy bien realizado e influyente, y estos son motivos más que suficientes para que merezca nuestro respeto.

Copyright del artículo © Manuel Rodríguez Yagüe. Descubre otros artículos sobre cine, cómic y literatura de anticipación en nuestra sección Fantaciencia. Publicado previamente en Un universo de ciencia ficción, y editado en Cualia con permiso del autor. Reservados todos los derechos.

Manuel Rodríguez Yagüe

Como divulgador, Manuel Rodríguez Yagüe ha seguido una amplia trayectoria en distintas publicaciones digitales, relacionadas con temas tan diversos como los viajes ("De viajes, tesoros y aventuras"), el cómic ("Un universo de viñetas"), la ciencia-ficción ("Un universo de ciencia ficción") y las ciencias y humanidades ("Saber si ocupa lugar"). Colabora en el podcast "Los Retronautas".

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