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La filosofía de la etiqueta

«El espejo y la cópula son instrumentos horribles porque multiplican el número de los hombres» (Un teólogo recordado por Borges).

En la novela china El sueño del pabellón rojo, escrita por Cao Xueqin a mediados del siglo XVIII, un joven llamado Baoyu sueña que está en un jardín en todo idéntico al suyo y que tres muchachas lo ven y se acercan. Ríen y juegan, felices de verlo, y él se siente en la gloria, pero cuando habla, las muchachas retroceden: «¡Pero si no es Baoyu!», exclama una de ellas, y otra dice: «¿Cómo tú, maloliente advenedizo llegado de quién sabe dónde, te atreves a utilizar su nombre? ¡Mejor será que te andes con cuidado o te apalearemos hasta convertirte en pulpa, sucio patán!».

El joven se queda muy sorprendido y abatido ante la inesperada reacción: «¿Por qué me habrán insultado de esta manera? Nunca me habían tratado tan mal. ¿Será verdad que hay otro Baoyu?».

Intrigado, el joven decide seguir a las muchachas y llega a un lugar que también conoce muy bien: «¡Pero si es otro patio Rojo y Alegre!»Baoyu sube unas escaleras y llega a un lugar en el que ve a un joven recostado en un diván, rodeado por las muchachas. El joven, que acaba de despertarse,  cuenta a las muchachas un sueño inquietante: «Hace un instante soñé que estaba en un gran jardín de la capital donde encontraba a unas muchachas idénticas a vosotras… las seguí y encontré unos aposentos en los que había otro Baoyu dormido, pero sólo vi su forma vacía; su verdadero ser había partido, quién sabe dónde».

Al oír este relato, el primer Baoyu se presenta:

«‒He venido buscando a Baoyu. ¡Así que eres tú!

‒Entonces tú eres Baoyu ‒dice el otro‒. O sea, que esto no es un sueño.

‒Claro que no. Es absolutamente real».

Los dos jóvenes se abrazan, pero entonces alguien anuncia que viene el señor Zheng, el padre de Baoyu: «En los dos se desató un enorme pánico. Uno echó a andar mientras el otro lo llamaba: «¡Vuelve, Baoyu! ¡Vuelve!»».

Es entonces cuando nuestro primer Baoyu se despierta y se da cuenta de que una muchacha le zarandea y le dice que ha tenido una pesadilla. Baoyu se lamenta porque el otro Baoyu se ha ido y señala una puerta. La muchacha le dice que eso no es una puerta, sino un espejo, y que el otro Baoyu es solo su reflejo. La muchacha explica lo que ha sucedido:

«Con razón la Anciana Dama siempre nos dice que no debe haber demasiados espejos en los cuartos de los niños. El espíritu de una persona joven es débil, y si se mira demasiado en el espejo puede asustarse en sueños y tener pesadillas. A pesar de la advertencia, nosotras hemos puesto su diván frente a este inmenso espejo. No pasaba nada cuando lo cubríamos con la cortina, pero ahora, con el calor, la somnolencia nos hace olvidar bajarla. Hoy, por ejemplo, lo hemos vuelto a olvidar. Seguramente ha estado contemplando su propio reflejo, y apenas cerró los ojos empezó a tener sueños tontos. De otro modo no hubiera pronunciado su propio nombre a gritos».

La pesadilla de Baoyu, en la que se encuentra frente a frente con alguien idéntico a él, se repite en casi todas las culturas. Los alemanes la llaman doppëlganger, el doble. En la versión china, se combinan varios los elementos que encontramos en otros relatos y tradiciones, pues el doppëlganger o doble no solo aparece en sueños, sino que  suele tener relación con el reflejo, en un espejo o en el agua de lago, y con un usurpador que ocupa nuestro lugar.

En la película de Joseph Losey El otro señor Klein (Monsieur Klein, 1976), el protagonista regresa a su casa y es recibido por otro señor Klein, idéntico en todo a él, que ha ocupado su lugar y que poco a poco le desaloja, no solo de la casa sino de su propia vida, robándole la identidad.

Sucede algo semejante en el cuento de Edgar Alan Poe William Wilson y en su adaptación al cine en El estudiante de Praga (Der student von Prag, 1913), dirigida por Paul Wegener y Stellan Rye, donde se cuenta la historia de un hombre que a lo largo de su vida se encuentra en diversos momentos a otro señor Wilson, hasta que, en el encuentro final, muere a manos de ese doble usurpador.

El guión del film, inspirado asimismo en en el poema de Alfred de Musset Noche de diciembre, lo escribió el gran Hans Heinz Ewers, el autor de Mandrágora

Todas estas historias nos proponen la inquietante posibilidad de que alguien se apodere de lo que más amamos, de nuestra identidad. Que en algún lugar, quizá más cerca de lo que quisiéramos, exista alguien que es como nosotros, un duplicado perfecto, un doble, un sosia, un impostor que pretende lo imposible. En definitiva, que, en vez de ser uno, seamos dos.

Lo que para Baoyu y para tantos otros era una pesadilla, en los últimos años se ha convertido para muchos en un sueño de dicha, con el que fantasean, ansiosos por encontrar un duplicado de sí mismos. No es necesario, sin embargo, que ese doble o sosia sea una réplica perfecta, puede suceder incluso que su apariencia no sea la nuestra, porque lo que importa es que coincida con nosotros en algunos rasgos esenciales: basta con que comparta nuestra identidad. ¿Toda nuestra identidad? Tal vez no, tan solo lo que consideramos más esencial, aquello que da sentido a nuestra vida.

La década de la identidad

Tom Wolfe puso nombres a varias décadas del siglo XX. A los años 70 los llamó «la década del Yo», a los 60 «los años del desmadre». A los años 10 del siglo XXI tal vez los habría llamado «la década de la identidad».

Aunque a primera vista puede parecer que la década del Yo de los años 60 es lo mismo que la década de la identidad de los años 10, en realidad significa todo lo contrario.

En los años sesenta y setenta (las «décadas púrpura», según Wolfe) existían dos tendencias dominantes. La primera era universalista: buscaba la unión de toda la humanidad y promovía su salvación mediante una lucha política en la que todos los seres humanos compartían una identidad común. La segunda era individualista: sostenía que no se podía salvar a la humanidad a través de la lucha política, sino que la salvación debía comenzar por el individuo, o a través de pequeñas comunidades de personas iluminadas, capaces de escapar de los prejuicios y represiones de la sociedad; incluidos, por supuesto, los prejuicios de quienes optaban por la lucha social, que solían tener un pensamiento más conservador de lo que ellos mismos presumían, en especial en asuntos como el sexo.

La caricatura de estas dos tendencias se resumía en dos palabras: los hippies y los progres.

“¿Cómo vas a cambiar el mundo si antes no eres capaz de cambiarte a ti mismo?”, decían John Lennon, Paul McCartney, Ringo Starr y, especialmente, George Harrison y su gurú, el Maharishi Mahesh Yogi. Era una advertencia bastante atinada.

En el campo contrario, los comprometidos con la lucha social respondían: «¿Cómo vas a cambiarte a ti mismo si el mundo no te deja intentarlo? Por ejemplo si has nacido en una familia y en un ambiente que no te permite el acceso a las fuentes de información y de crecimiento personal, a las que sí podían acceder la mayoría de los hippies». Lo que también era bastante cierto.

Esta divergencia entre las dos mentalidades, hippies y progres,  siempre ha existido en todas las culturas, civilizaciones y religiones. Es la diferencia entre los animales sociales y los esteparios, entre lo común y las comunas, entre los confucianos y los taoístas, entre los aristotélicos y los cínicos, entre los budistas del mahayana o Gran Camino y los del hinayana o pequeño camino, entre los monjes eremitas y la Iglesia establecida.

Ahora bien, a pesar de su diferencia esencial entre esas dos grandes visiones o cosmovisiones, unos y otros, y también los hippies y los progres, compartían un rasgo común: pensaban que cualquier persona podía participar en ese tarea de salvación individual, comunal o social, sin distinción de sexo, etnia, territorio, características o preferencias de cualquier tipo. Eso es muy diferente, casi opuesto, a la tendencia actual, que busca identidades y etiquetas en las que refugiarse y con las que sentirse a salvo.

La etiqueta como identidad

Tras la marea identitaria de la década de los años 10, cualquiera habría pensado que  tenido bastante, pero los años 20 parecen anunciar que la búsqueda obsesiva de la identidad se va a agravar. Tal vez, como decía, la década de los 20 acabe mereciendo el nombre de «los años de la etiqueta». ·De las etiquetas».

Parece que ya no es suficiente con tener una identidad, sino que empieza a convertirse en obligatorio lucir, además, la etiqueta que proclama esa identidad. Y en un lugar bien visible. La etiqueta nos permite re-conocernos, es decir, conocer con total certeza lo que somos, pero también nos ayuda a reconocer a los que no son como nosotros.

La tendencia comunal de los años sesenta sin duda tenían rasgos gregarios, puesto que todo movimiento, ideología o activismo adopta lo lo que se ha llamado «sentido de pertenencia de grupo», además de un inevitable simplismo, nacido de la idea de combate, pero también estaba cercana al egocentrismo (o al egotismo, que diría Stendhal) y buscaba la autorrealización personal, a través de la vida en una comunidad de personas afines. Sin duda se opondría a la búsqueda identitaria actual, que lo que pretende es disolver el yo en una esfera habitada por réplicas de mi yo, de mi yo más definitorio, de mi identidad, que ya no es única e intransferible. Todos quieren encontrar a ese doble que aterrorizaba a Bayou y fundirse con él. La presencia del otro Yo, de nuestra réplica, ha dejado de ser una pesadilla para convertirse en el nirvana. Se ansía encontrar al que es como yo, al menos en los rasgos esenciales. Pero no porque ese encuentro con el doble nos conduzca a algún tipo de revelación o aprendizaje, sino por pura y simple identificación gregaria.

En cuanto a la otra gran corriente de los años 60 y 70, la que buscaba la liberación del individuo a través del abandono de los prejuicios y un camino de aprendizaje personal, tampoco tiene nada que ver con el ansia identitaria actual, que ya no pretende ser universal, sino solo local, que no aspira a la unidad del género humano, sino más bien a la dispersión en mil y un géneros, ya sean sexuales, políticos, étnicos o incluso generacionales. Se trata de crear identidades, muchas identidades, cuantas más mejor.

A esa tarea de entomólogo se dedican ahora intelectuales y activistas, cada uno en su pequeña área de acción, pero también a menudo alentados por los gobiernos o las instituciones, que quizá consideran preferible disgregar a los individuos en vez de unirlos.

Aunque, para ser sinceros, desconfío bastante de las teorías que explican los sinsentidos sociales recurriendo a la confabulación de poderes en la sombra: supongo que la explicación es que unos y otros, ciudadanos y gobiernos, se realimentan, como en un mecanismo homeostático o cibernético: la búsqueda de identidad hace que las instituciones detecten esa obsesión y esa atención de las instituciones refuerza, a su vez, la búsqueda identitaria.

La igualdad grupal

La primera cosa que advertimos, si examinamos con atención la obsesión por la identidad, es que el ansia por adquirir una identidad compartida no significa ni mucho menos que se busque la comunión con la humanidad, y tampoco que se busque reivindicar rasgos personales o individuales.

La obsesión identitaria se sitúa muy lejos del individualismo y el universalismo, pero no a una equilibrada distancia y en un moderado término medio, sino infinitamente distante de ambas posibilidades.

No se busca la realización personal mediante el elogio de lo individual, pero tampoco se persigue la universalidad. Lo que se pretende es delimitar un territorio, con las fronteras bien definidas, en el que convivir con los iguales. Para los amantes de la etiqueta, lo que importa es la comunidad, o el grupo compuesto por quienes comparten la misma identidad. Todos lucen la misma etiqueta y opinan lo mismo en todo lo fundamental, por lo que rechazan o ignoran cualquier opinión discordante.

A los que elogian lo individual, los etiquetadores les dicen que son demasiado individualistas (y por lo tanto egoístas e insolidarios), mientras que a los que defienden el universalismo les acusan de haber roto los lazos con su comunidad y su grupo; o les reprochan que hablen desde una posición de privilegio que les hace olvidar a todos los que no gozan de esas ventajas.

Los policías del pensamiento, que empiezan a proliferar por todas partes, pueden perseguir con el mismo ardor a la cantante Rosalía por apropiarse de la que se supone que no es su cultura, como a la política francesa Rachida Dati, por no encarnar de manera conveniente a la cultura que supuestamente debe representar. A Dati (su padre es marroquí, su madre argelina) siempre le están recordando sus orígenes y regañándola por no cumplir con las expectativas a las que debe ajustarse una mujer de origen magrebí.

En una ocasión, una periodista le preguntó: «Cuando a usted le reprochan que se vista demasiado bien, ¿no están reprochándole traicionar su condición?». Dati le preguntó a la periodista cuál iba a ser la próxima pregunta: «¿Tal vez si iba demasiado limpia y aseada por proceder de la clase social de la que procedía?».

Con la identidad del siglo XXI se hace realidad aquella célebre frase que afirmaba que todos somos iguales… pero unos más iguales que otros. Más que invitarnos a lanzarnos al océano universal o a nadar en un lago de aguas tranquilas, la búsqueda de la identidad actual se puede comparar con construir barquito, ni muy grande ni muy pequeño, en el que navegar con los que son como tú. Un barco diferente y alejado de los otros barcos que navegan por ese mar universal, en el que nadie quiere zambullirse, no vaya a ser que se disuelva en él la identidad tan duramente ganada.

Narciso multiplicado

Los antiguos griegos eran muy imaginativos. No solo inventaron muchos de los mitos que todavía nos influyen, y que Sigmund Freud y su discípulo hereje Carl Gustav Jung elevaron (o más bien degradaron) al rango de complejos o arquetipos, sino que, una vez creados esos mitos, los propios griegos los refutaron.

En cada una de las leyendas griegas encontramos alguna variante que la niega. Según algunos mitos, Helena de Esparta se fue a Troya con el bello Paris por su propia voluntad, pero otros piensan que fue raptada a la fuerza, o por la decisión invencible de los dioses o, como nos dice el sofista Gorgias, por el logos, es decir por los discursos seductores del príncipe troyano. Según otras versiones, como la del poeta Estesícoro, Helena ni siquiera estuvo en Troya, sino que su lugar fue ocupado por un fantasma, mientras ella permanecía en Egipto.

Uno de estos mitos cambiantes es el del primer hombre que vivió la presencia de su doble no como una pesadilla, sino como un nirvana. Narciso.

La leyenda cuenta que Narciso se miraba en las aguas quietas de un lago porque estaba enamorado de sí mismo. Siglos después, Freud se abalanzó sobre esa imagen con todo su arsenal psicoanalítico. Sin embargo, existe una variante del mito que nos ofrece una interpretación inesperada y nos revela que Narciso no era narcisista, sino más bien incestuoso. Narciso, nos dice este mito, estaba enamorado de su hermana. Cuando se miraba en el lago, no lo hacía por amor a sí mismo, sino porque le parecía ver en las aguas calmas a su hermana gemela, que se había ahogado tiempo atrás en aquel lugar. El rostro que buscaba no era su reflejo, sino el del cadáver de su hermana, que le miraba bajo las aguas. Podemos suponer que cuando el cadáver se descompuso o quedó cubierto por el limo, Narciso todavía podía adivinar en su propio rostro reflejado el de aquella hermana tan amada, y al mismo tiempo asistir a un anuncio de su propia e inevitable muerte.

Aceptemos, no obstante, el mito en su versión más conocida y pensemos en Narciso como ese hombre que se enamora de su propio reflejo, que siente que no hay nada más interesante en el mundo que contemplar sus propios rasgos, encontrar a alguien como él, alguien que comparta su identidad, aunque a fin de cuentas se trate de un reflejo en las aguas.

Aquí la pesadilla del muchacho chino Bayou que se asustaba ante su doble se convierte en el sueño de felicidad. Las quietas aguas del lago le devuelven su propio rostro al Narciso narcisista. Ese placer es el anticipo y también el símbolo del placer que muchos sentimos al reconocernos, no ya en un espejo, sino en otra persona. En alguien que, siendo otro, es también uno mismo, alguien que a pesar de ser diferente comparte los rasgos esenciales de la identidad. Ya no hace falta mirarse en el lago o llevar un espejo a cuestas, sino que nuestra personalidad se duplica o multiplica en aquellos que son como yo, quizá no en su figura y apariencia, pero sí en las características esenciales con las que he decidido definirme a mí mismo.

No cabe duda de que este deseo de reconocimiento ha sido constante en la historia de la humanidad, y que tal vez está inscrito en nuestra biología, si Richard Dawkins tiene razón cuando en El gen egoísta, explica que los genes son los primeros que quieren duplicarse, multiplicarse y perpetuarse. Pero una cosa es querer parecerse a alguien y otra muy diferente querer parecerse a un grupo, a una identidad gregaria. Es quizá la diferencia entre el pensamiento propio y el instinto.

El sentido de pertenencia a un grupo se encuentra en casi todas las especies animales: en los bancos de peces, en las manadas de lobos, en las piaras de cerdos. Ese sentimiento de pertenencia de grupo llega a su máxima expresión en las abejas, las homigas y el ser humano, que siempre se ha reunido en grupos, familias, clanes, comunidades o naciones, costumbre que no tiene nada malo en sí misma, pero que empieza a ser inquietante cuando la identidad de grupo se alimenta y se sostiene en la no identidad de grupo de los otros, de todos los que no pertenecen al grupo, es decir, cuando se propone una oposición brutal entre ellos y nosotros.

En estos años de la etiqueta que estamos viviendo, que parecen la continuación enloquecida de los años de la identidad, la pasión humana por la pertenencia de grupo ha llegado a su extremo. Buscamos la identidad grupal de manera maniática, compulsiva, de manera mucho más obsesiva que en años anteriores. Y al mismo tiempo, aunque parezca paradójico, se multiplican las identidades, se disgregan los grupos recién formados, se producen constantes escisiones y re-etiquetados.

Imagen superior: «Nosotros» («Us», 2019), de Jordan Peele © Blumhouse Productions, Universal Pictures, Monkeypaw Productions, QC Entertainment. Reservados todos los derechos.

Copyright del artículo © Daniel Tubau. Reservados todos los derechos.

Daniel Tubau

Daniel Tubau inició su carrera como escritor con el cuento de terror «Los últimos de Yiddi». Le siguieron otros cuentos de terror y libro-juegos hipertextuales, como 'La espada mágica', antes de convertirse en guionista y director, trabajando en decenas de programas y series. Tras estudiar Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid, regresó a la literatura y el ensayo con libros como 'Elogio de la infidelidad' o la antología imaginaria de ciencia ficción 'Recuerdos de la era analógica'. También es autor de 'La verdadera historia de las sociedades secretas', el ensayo acerca de la identidad 'Nada es lo que es', y 'No tan elemental: como ser Sherlock Holmes'.
Sus últimos libros son 'El arte del engaño', sobre la estrategia china; 'Maldita Helena', dedicado a la mujer que lanzo mil barcos contra Troya; 'Cómo triunfar en cualquier discusión', un diccionario para polemistas selectos. Además, ha publicado cuatro libros acerca de narrativa audiovisual y creatividad: 'Las paradojas del guionista', 'El guión del siglo 21', 'El espectador es el protagonista' y 'La musa en el laboratorio'.
Su último libro es 'Sabios ignorantes y felices, lo que los antiguos escépticos nos enseñan', dedicado a una de las tendencias filosóficas más influyentes a lo largo de la historia, pero casi siempre ignorada o silenciada. A este libro ha dedicado una página que se ha convertido en referencia indispensable acerca del escepticismo: 'Sabios ignorantes y felices'.
En la actualidad sigue escribiendo libros y guiones, además de dar cursos de guión, literatura y creatividad en España y América.