Por razones que sería largo explicar, los principales voceros de la cultura española son pro-establishment. Eso no quiere decir que estén a favor de un determinado gobierno ‒aunque sea tentador pensarlo‒, sino que obedecen las sugerencias de quien les garantiza o puede garantizar el sueldo. Como dice el proverbio: «El que paga la gaita elige la tonada».
Quienes trabajamos en el sector cultural –yo lo he hecho en instituciones públicas y en medios privados– conocemos bien lo que es la precariedad y el riesgo de perderlo todo. Este último es un miedo que se pega al cuerpo, como les sucede a los pescadores con la marejada. Y el temor y la necesidad nos han ido conduciendo a ser menos libres, porque todos, o casi todos, sabemos que hay reglas no escritas en este oficio.
En nuestro universo, la kriptonita existe y puede ser letal.
Antes de entrar en materia, no está de más subrayar unas cuantas obviedades. Como bien saben, el director de cine no quiere despertar antipatías entre quienes deciden a quién se subvenciona o qué película sale premiada de un festival. El actor teatral es consciente de que la red de teatros públicos no es una utopía libertaria. El artista no quiere soliviantar a quienes pueden garantizarle una buena cobertura mediática o la compra de su obra en una institución pública. El novelista no quiere irritar a sus editores, ni molestar a quien puede pagarle un ciclo de conferencias, concederle un premio o contratarle en una tertulia radiofónica, y por supuesto, tampoco desea ser crucificado en las redes sociales donde se ve animado a interactuar.
En realidad, eso que llamamos compromiso político o proselitismo partidista –que a veces es genuino– también puede ser una estrategia de marketing, un método de supervivencia o una simple precaución ante el poder.
Ningún profesional de nuestro gremio ansía vivir en una cabaña, en lo alto de un risco, y enviar sus trabajos metidos en una botella.
Sabemos en qué medida dependemos de ese establishment, sobre todo en las instituciones públicas o en las que son de apariencia privada pero están subvencionadas por los mismos poderes. No obstante, justo por eso, llaman la atención el arrojo y la imprudencia con la que muchos artistas y creadores (no precisamente los mejores) pontifican, denuncian y utilizan sus creencias como sinónimo de la moral pública.
De un tiempo a esta parte, cualquiera que lea periódicos o brujulee por las redes sociales se encontrará con escritores, actores o poetas retornando a territorios que nos son familiares. En sus artículos, tuits y declaraciones se recupera el intenso y colorido lenguaje de una época en la que la ideología nos dividía entre buenos y malos, entre buenos ciudadanos y residuos del totalitarismo.
El mismo arsenal de consignas que manejan los políticos sectarios se ajusta, como un mecanismo, en las ocurrencias de buena parte de nuestro colectivo. Con una sola excepción, los creadores y artistas verdaderamente grandes ‒independientes económicamente y con un discurso propio‒, capaces de construir argumentos que evitan el cliché y la propaganda, y que cuestionan el consabido pack ideológico.
(Abro paréntesis. La pirámide sobre la que se construye la opinión pública depende, cada vez menos, de los medios tradicionales. En este sentido, parto de una evidencia, y es que, aunque supongo que los artistas y creadores son tan variados como usted y como yo en sus preferencias ideológicas y en sus intenciones de voto, lo cierto es que su perfil más tópico está definido por el puñado de activistas que elevan determinadas pancartas en la calle y en las redes. La lección de esta historia está clara. Todos parecemos hijos de la excepción cultural, sin resquicios, hasta el fondo. Al final, la homogeneidad se impone y pocos se empeñan en rechazarla).
Por definición, en sociedades complejas como la nuestra, las soluciones de los problemas también son complejas. Sin embargo, los editoriales de los periódicos y los análisis de los expertos son más aburridos que las proclamas de Twitter. Cuando uno quiere prosperar en el debate público, abandona el recato y se abraza la demagogia como quien descubre con impaciencia una nueva fe.
La demagogia es igual de cómoda que los villanos malencarados y vestidos de negro en el cine de serie B. Nos evita muchas explicaciones. Por eso mismo, un gran número de profesionales de la cultura la emplea con asiduidad, desde los actores a los periodistas de los suplementos artísticos.
La clave de esta demagogia es mostrar, con una imagen o con pocas palabras, que el adversario dialéctico es tan despreciable, tan vil, que no merece ser escuchado. Se trata de un ente amenazador para la democracia, y por tanto, debería ir cargado con campanillas de leproso.
La cultura y la actividad académica son elementos imprescindibles en un país moderno. La producción cultural es, además, esencial para construir nuestra imagen internacional. El problema surge cuando esos dos términos ‒cultura e investigación‒ se convierten en una coartada para construir el equivalente de aquellos aeropuertos sin aviones de los que ahora tanto nos arrepentimos.
Bajo el paraguas de los «proyectos culturales», hubo y habrá muchos contratos, muchos proyectos inútiles, muchos planes desmedidos e innumerables corruptelas que, pese a su menor envergadura, no dejan de ser graves.
Fundaciones culturales con trasfondo político, universidades endogámicas y mediocres que nunca debieron inaugurarse, subvenciones de todos los colores, concursos públicos a precio de amigo para instituciones de indescriptible utilidad, revistas patrocinadas para que escriban en ellas los correligionarios más fieles, megasueldos para cargos de confianza, premios literarios y artísticos para los colegas a cargo del erario público, escritores contratados en las tertulias por recomendación de este o aquel diputado, fiestas populares en las que siempre actúan los cantantes de guardia y ambiciosos centros de arte moderno en pueblos sin artistas…
Puestos a denunciar injusticias, el catálogo de despropósitos, sobre todo en las autonomías, ha sido y sigue siendo sobresaliente.
Insisto: hay quienes difunden sus protestas sin otro cálculo que sus convicciones personales. Pero también hay muchos que, tras beneficiarse de esa época turbia de nuestra administración cultural, ahora se dedican a repetir, con otras palabras, «¿Qué hay de lo mío?» o «Quiero que gobierne el que me ha cuida tanto».
¿Existe una tipología de ese intelectual activista? No, pero hay una serie de constantes muy significativas. Para empezar, por sistema, tiende a creer que cualquier dato negativo, al margen de su procedencia o fiabilidad, es «la punta del iceberg». Según su interpretación, vivimos en un país que lleva «la corrupción en sus genes», «odia el conocimiento» y está «anestesiado por lo mucho que nos cuentan los medios antidemocráticos».
El intelectual activista solo comparte textos y proclamas que abonen su opinión, aunque sean adulterados o de dudosa procedencia, y admite mal que se le contradiga. Los habituales criterios de falsedad y veracidad no le sirven: las mentiras se combaten con más mentiras.
Tampoco juzga la legalidad de las decisiones políticas, sino su legitimidad, como si le correspondiera la superioridad ética, la mejora del mundo y el compromiso con el bien.
En general, la suya es una opinión unidireccional, simplificada al máximo, que entremezcla problemas evidentes con arengas políticas, sermones condescendientes, hooliganismo humorístico y propaganda bien cocinada, que además coincide sin contradicción –qué se le va a hacer– con la de determinados partidos.
Hay un segundo modelo, más sutil, pero que deja ver algo que mencionaba más arriba: uno puede meterse con tirios y troyanos, pero te ajustas muy bien la corbata antes de molestar a quien puede contratarte o ser tu cliente.
Lo que cuenta aquí son las consignas. El enemigo de mi enemigo es mi amigo, aunque el primero lleve capucha, sea un totalitario o defienda teorías conspirativas. Esa es la moda en los tiempos que corren, y que expresa, de forma empática, buena parte del colectivo al que yo mismo pertenezco: las gentes que se ganan o ganaron la vida juntando letras, poniéndose ante la cámara o actuando sobre un tablado.
Un colectivo, insisto, al que no conviene tratar con trivialidad, porque su presión se ejerce sobre dos puntos de shiatsu –la imaginación y el conocimiento– esenciales para la salud mental de nuestra sociedad.
Sin embargo, para progresar no necesitamos hipnotizadores ni demagogos, sino pensadores que contribuyan a regenerar el país desde la razón y desde ese punto de encuentro que ha de ser la cultura. Precisamente por eso, creo que el primer espacio que hay que rehabilitar es el de las industrias culturales.
¿Se imaginan la legitimidad moral que tendrá quien se anime a ver la viga en el ojo propio?
Con esa intención, y para que nadie me pueda acusar de reaccionario o de agente del sistema, he improvisado una lista de medidas que regenerarían nuestro sistema cultural inspirándome en un movimiento ya legendario: el 15M. De hecho, en este juego utilizaré como plantilla el texto programático que este movimiento elaboró por consenso, el 20 de mayo de 2011, en la Puerta del Sol, en Madrid.
Probemos un trago de nuestra propia medicina indignada, ¿no les parece? Ahi van las propuestas… y espero que sepan apreciar la ironía.
1) Reforma de todos los premios literarios, audiovisuales y artísticos para que su resultado provenga de decisiones justas y transparentes, y no de arreglos comerciales, de planes privados o de intereses políticos.
Dada la naturaleza venial de este punto, y dado lo mucho que a todos nos gustan los premios culturales, sobre todo los más comerciales, propongo que los artistas galardonados de este modo se lo piensen un par de veces antes de hablar de favoritismo o de trato de favor en otros ámbitos.
Si te han enchufado para recibir un premio literario o en un concurso público, deja de lucirte en las redes como el no va más del compromiso, la solidaridad y la honradez.
2) Atención a los derechos básicos y fundamentales de los trabajadores de la cultura.
Ningún representante privilegiado de nuestro gremio debería insistir en la precarización del empleo en otros sectores sin antes caer en la cuenta de la cantidad de becarios y voluntarios gratuitos que están ocupando, en las industrias culturales, el lugar que tendría que corresponder a profesionales que cobren por ello.
En este sentido, debería imponerse un criterio de meritocracia, para que los más beneficiados en el terreno profesional sean quienes hayan dado muestras inequívocas de excelencia (De nuevo sería recomendable que quienes hayan prosperado en la cultura o el espectáculo por otros motivos –no estrictamente profesionales– se moderen a la hora de criticar, por ejemplo, la falta de nivel de nuestra clase política).
De igual modo, los profesionales de la cultura no merecemos un trato de favor superior al de otros gremios. La dignidad y el respeto hay que ganárselos con hechos, no con reivindicaciones.
3) Reforma de las condiciones de la industria cultural, evitando todas aquellas circunstancias que supongan un trato de favor con relación a los emprendedores libres e independientes.
Las subvenciones de carácter político son, en este aspecto, un modo de corromper la cultura. Por consiguiente, quien desee luchar contra la corrupción desde el mundo de la cultura debería denunciar públicamente lo siguiente:
a) Los privilegios de determinados productores cinematográficos y televisivos, así comola gran picaresca existente en ese sector hasta hace poco tiempo.
b) Las prácticas dudosas en el campo editorial, desde las compras institucionales a las donaciones públicas con un propósito político.
c) El engaño, el enchufismo, el derroche de fondos públicos y la endogamia en los departamentos universitarios que se dedican a la investigación, sobre todo en el campo de las humanidades.
d) El derroche desmesurado e injustificable en la construcción de auditorios y centros de arte moderno en lugares donde no se ha promovido previamente la educación musical y artística.
d) La propaganda desarrollada por los beneficiarios de subvenciones públicas procedentes de un determinado color político (Lo contrario podría considerarse un abuso y un trato de privilegio, como sucede con los constructores que salen favorecidos de un plan urbanístico después de apoyar de algún modo a un determinado concejal).
4) Total transparencia de las cuentas y de la financiación de la cultura, y abolición de las subvenciones discriminatorias e injustas: es decir, todas aquellas que dependan de la ideología o de la confianza personal.
Un ejemplo de subvención justa sería la que permite la restauración de un monumento o la destinada al mantenimiento de una filmoteca. Un ejemplo de subvención injusta sería la destinada a premiar con un ciclo de conferencias por el extranjero o con la producción de una película a un creador que tenga afinidades ideológicas con el que tiene la chequera del dinero público. (De nuevo, recomendamos que los privilegiados de esta naturaleza se lo piensen dos veces antes de criticar injusticias sociales).
5) Rechazo y condena de la corrupción en las industrias e instituciones culturales.
Seamos los primeros en regenerar nuestro sector. Que sea imperativo denunciar públicamente casos de corrupción como los ya mencionados: tratos de favor de naturaleza política, picaresca en el mundo editorial y audiovisual, endogamia y enchufismo, despilfarro público en el pago a profesionales no cualificados, concursos públicos amañados para que accedan determinadas personas a las instituciones culturales…
6) Medidas generales en cumplimiento del artículo 128 de la Constitución, que determina que “toda la riqueza del país en sus diferentes formas y sea cual fuere su titularidad está subordinada al interés general”. El despilfarro, la corrupción, la opacidad o el trato de privilegio en el ámbito cultural chocan con ese artículo.
Por eso han de denunciarlos públicamente quienes se ven concernidos por todo ello: los creadores, los artistas, los periodistas culturales y el resto de profesionales de dicho sector.
Cualquier despilfarro o corrupción en el ámbito cultural atentan contra otro ámbito sagrado: los ahorros del contribuyente. Usar la disculpa de pertenecer al sector público para beneficiarse de él, sin una causa verdaderamente justificada, es sencillamente inmoral, y además desvía fondos que pueden destinarse a fines realmente necesarios, o permitir que el Estado no se endeude con un sector público sobredimensionado y extractivo.
El sector público se paga con los impuestos del ciudadano, y estos no deben servir, en ningún caso, para pagar favores, para adoctrinar por medio de la cultura o para crear chiringuitos o nóminas artificiales.
7) Recuperación de la Memoria Histórica de la cultura española, para que de ese modo los ciudadanos sepan que la calidad del arte no depende de su ideología, que el cine, la literatura o el arte españoles ya eran espléndidos antes de 1975, y que ningún intelectual de importancia debe ser silenciado por razones políticas.
Dejo para el último párrafo un apunte personal: el día en el que algunos de estos puntos empiecen a ser defendidos públicamente desde las industrias culturales, me tomaré más en serio la encendida indignación de bastantes profesionales.
Sí, ya sé que puedo esperar sentado. Mientras tanto, la demagogia, la falsa solidaridad y el activismo seguirán pareciéndome el precio a pagar por favores pasados o venideros.
Imagen superior: Alberto San Juan en «Buscando a Cervantes» (2016).
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