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«La bestia debe morir» (1974), de Paul Annett

Una cosa buena que tiene comentar películas de otro tiempo es que nos obliga a revivir el espíritu de su época. Y aunque todas las películas tienen una fecha específica, las películas de los setenta lucen su calendario hasta en el más mínimo detalle: la ambientación, la música, el maquillaje…

Pienso en todo esto después de ver La bestia debe morir, una cinta imperfecta, bastante irregular, y sin embargo, dotada con todo lo que hace falta para que la consideremos una película de culto: un reparto interesante, ideas que funcionan incluso cuando no deberían y un presupuesto escaso que se aprovecha con enorme inteligencia.

Durante sus primeros minutos, asistimos a una caza del hombre, siguiendo el patrón de El malvado Zaroff (1932), de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack. El hecho de que el protagonista, un millonario llamado Tom Newcliffe, sea encarnado por el carismático Calvin Lockhart, invita a recordar que estos son los años del blaxploitation: el cine de género protagonizado por afroamericanos. Y aunque el fondo de la historia se relaciona con los hombres lobo, la trama se ciñe fielmente al esquema clásico de las novelas de Agatha Christie: una villa lujosa, una serie de personajes más o menos sofisticados y un criminal que debe ser descubierto. Tanto es así, que no hubiera desentonado aquí un título como Diez pequeños licántropos.

Ese cóctel entre el cine de monstruos y el misterio detectivesco se desarrolla con el típico ritmo del terror británico de los 70. No obstante, conviene aclarar que esta no es una producción Hammer, sino un lanzamiento de su compañía rival, Amicus. Esta productora, fundada por Milton Subotsky y Max Rosenberg, tuvo en su catálogo títulos tan entrañables como Dr. Who y los daleks (Dr. Who and the Daleks, 1965), Los marcianos invaden la tierra (Daleks’ Invasion Earth 2150 A.D.,1966), Las tijeras del diablo (Torture Garden, 1967), Condenados de ultratumba (Tales from the Crypt, 1972), La bóveda de los horrores (The Vault of Horror, 1973), La tierra olvidada por el tiempo (The Land That Time Forgot, 1974), En el corazón de la tierra (At the Earth’s Core, 1976) y Viaje al mundo perdido (The People That Time Forgot, 1977).

El punto de partida de La bestia debe morir es muy poderoso. Varios invitados llegan a la mansión del millonario Newcliffe, quien está convencido de que uno de ellos es un hombre lobo al que debe cazar. ¿Quién de ellos será el licántropo? Puede que el concertista de piano Jan Gilmore (Michael Gambon) o su esposa Davina (Ciaran Madden). Acaso el diplomático Arthur Bennington (Charles Gray). O quién sabe si el pintor Paul Foote (Tom Chadbon).

A la hora de investigar tan espinoso asunto, Newcliffe recibe la ayuda de dos aliados: un experto en seguridad, Pavel (Anton Diffring), y el profesor Lundgren (Peter Cushing), algo así como un Van Helsing moderno, empeñado en dar una explicación científica a la existencia de los hombres lobo.

Al ritmo de una banda sonora jazz-funk de Douglas Gamley, la cinta avanza con ciertos altibajos, aunque gana en fluidez en su tramo final. Inspirada en el relato «There Shall Be No Darkness» (Thrilling Wonder Stories, 1950), de James Blish, La bestia debe morir es una de esas películas que gana enteros si uno la ve doblada al castellano. Qué quieren que les diga: disfrutar de voces tan inconfundibles como las de Héctor Cantolla (Newcliffe), José Guardiola (Lundgren), Simón Ramírez (Pavel), Jesús Nieto (Gilmore) o Teófilo Martínez (el narrador) consigue elevar un producto que no se distingue, en su versión original, por su inspiración interpretativa.

En todo caso, quizá no sea para tanto. Quizá exagere, sobre todo si tenemos en cuenta que Cushing está espléndido y que el bahameño Lockhart derrocha seguridad y altanería, vestido como si fuera asistir a una velada en el Studio 54.

En fin, ya ven que aquí el misterio y el terror se aúnan de forma razonable. Parece sencillo, ¿no? Sobra añadir que para disfrutar como es debido de la película, hace falta recordar aquellos maravillosos años en los que la sesión continua de los cines y la oferta desbordante de los videoclubs forjaron nuestra educación sentimental.

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.