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«El malvado Zaroff» (1932), de Irving Pichel y Ernest B. Schoedsack

«La barbarie es el estado natural del hombre. La civilización es antinatural, es un capricho de las circunstancias. Y a la postre, la barbarie siempre acabará triunfando». Así habla uno de los personajes del cuento «Más allá del río Negro» (Weird Tales, 1935). En esa aventura de Conan el bárbaro, su autor, Robert E. Howard sitúa a los protagonistas en un territorio hostil, la jungla dominada por los pictos, y en una situación desesperada, poco más o menos como si fueran la presa de esa tribu tan feroz.

Entre los años veinte y treinta, proliferaron este tipo de relatos, en los que el héroe de turno podía ofrecer una actuación memorable al salir bien librado de una persecución mortal. Es probable que el cuento más representativo en este ámbito fuera «La más peligrosa de las cazas» («The Most Dangerous Game»), publicado en la revista Collier’s el 19 de enero de 1924. ¿Que cuál es su trama? Imagine el lector que viaja en un yate, en compañía del famoso cazador Sanger Rainsford. Cuando navega no lejos de una misteriosa isla, Rainsford cae por la barandilla y se ve obligado a nadar hasta ese destino poco deseable.

El dueño y señor de la isla es el general Zaroff, un oficial del Zar que ha recorrido medio mundo practicando la misma actividad que Rainsford, la caza. Sus presas ha sido de lo más variado: osos grizzlies en las Montañas Rocosas, cocodrilos en el Ganges, rinocerontes y búfalos en África… Para su desgracia, Zaroff se ha aburrido de perseguir ese tipo de presas. «La caza ‒le confiesa a Rainsford‒ había dejado de ser lo que ustedes llaman una propuesta deportiva. Se había vuelto demasiado fácil. Siempre conseguía mi presa. Siempre. No hay mayor aburrimiento que la perfección».

Al bueno de Zaroff se le ha ocurrido una forma bastante sádica de evitar el tedio. Aprovechando que puede provocar naufragios en sus dominios, siempre consigue víctimas con las que organizar cacerías… de seres humanos. Y como es obvio, Rainsford, todo un experto en supervivencia, va a ser su presa más codiciada y difícil.

El autor del cuento, Richard Connell (1893-1949), era un escritor conocido por sus colaboraciones en The Saturday Evening Post, Collier’s o Century Magazine. Fue en esta última revista donde publicó su relato «A Reputation» (1922), que años después fue adaptado a la pantalla por Frank Capra en Juan Nadie (1941).

A la hora de idear el escenario de «La más peligrosa de las cazas», probablemente Connell se inspiró en otras islas literarias. Acaso La isla misteriosa (1875), de Julio Verne, o quizá La isla del doctor Moreau (1896), de H.G. Wells. Lugares que no figuran en los mapas, incompatibles con la civilización, donde buscar refugio equivale a enfrentarse con el peligro, el miedo y lo inesperado.

En este caso, la proximidad de la aventura es muy tentadora para Rainsford, que debe demostrar de qué pasta está hecho en ese entorno selvático y primigenio, poblado por bestias tan letales como el propio Zaroff.

Más allá de sus propósitos literarios, Richard Connell cristaliza en este cuento un tópico heredado del darwinismo: la supervivencia de los más aptos. Tengamos presente que, por aquellas fechas, la moda del darwinismo social se había extendido gracias al primo de Darwin, Francis Galton, empeñado en magnificar algunos párrafos de El origen de las especies relativos a los «hombres de cualidades superiores». Ni que decir tiene que Rainsford, Zaroff, el Tarzán de Edgar Rice Burroughs o el Conan de Howard se inscriben en dicha categoría, que desde un ángulo menos ingenuo, dio lugar a tortuosas interpretaciones racistas.

Mientras estaban inmersos en los preparativos de King Kong, Merian C. Cooper y Ernest B. Schoedsack decidieron adaptar el cuento de Connell. Su plan de partida consistía en poner en marcha ambas películas al mismo tiempo, con los mismos decorados y compartiendo parte del equipo. En las dos producciones participaron el músico Max Steiner y el guionista James Ashmore Creelman. Quien iba a firmar el libreto era el escritor Edgar Wallace, autor del primer borrador de King Kong, pero desafortunadamente, murió antes de que se pusiera en marcha el proyecto.

Mientras Cooper rodaba los primeros rollos de King Kong, Schoedsack filmó en los mismos decorados El malvado Zaroff  (The Most Dangerous Game). A veces, trabajaban de forma consecutiva: completando un plano de una película tras haber resuelto alguna secuencia de la otra. Sin embargo, la rutina habitual consistió en trabajar de día en King Kong y de noche en El malvado Zaroff.

Cooper quería introducir detalles que su colega y él ya habían incluido, de forma semidocumental, en Chang: A Drama in the Wilderness (1927). En esa cinta, que reflejaba la difícil convivencia entre hombres y fieras salvajes en la jungla tailandesa, Cooper y Schoedsack habían obtenido espectaculares tomas de caza que pensaban repetir en El malvado Zaroff. Por razones presupuestarias, la RKO recortó hasta el límite los fondos disponibles y eso les obligó a adoptar una perspectiva menos ambiciosa.

Joel McCrea, que había rechazado el papel protagonista en King Kong, se convirtió en un Bob Rainsford atlético y caballeroso, con tanta apostura como gallardía. Fay Wray, al tiempo que vivía su aventura con el gran gorila, encarnó en esta segunda película el papel de la dama en apuros: Eve Trowbridge. Robert Armstrong, el patrocinador de la captura de Kong, dio vida en este caso al borrachín Martin Trowbridge, hermano de Eve.

Otros actores de King Kong se sumaron al equipo. Por ejemplo, Esteban Clemente, un indio yaqui que en Kong interpretaba al brujo de Isla Calavera, se caracterizó como el sirviente tártaro de Zaroff. Y el actor afroamericano Noble Johnson, imponente como el jefe de esa tribu que venera al gorila gigante, dio vida al cosaco Iván, malévolo ayudante del conde.

Quien mejor se luce en la película es Leslie Banks, impecable como ese conde ruso, Zaroff, en parte aristócrata y en parte depredador, empeñado en dar caza, cueste lo que cueste, a McCrea y a Wray.

La cinta fue codirigida por Irving Pichel, actor en películas como La hija de Drácula, de 1936, y luego incluido en la lista negra durante la Caza de Brujas.

El malvado Zaroff cae bajo el hechizo del mejor cine de aventuras. En cierto sentido, impresiona por esa jungla fantasmagórica, potenciada por una excelente fotografía de Henry Gerrard. Pero sobre todo, deja al espectador subyugado con una narración clara, precisa y ágil, con un sentido muy moderno de la carpintería cinematográfica.

Sin duda, el argumento de Richard Connell era como para que Pichel y Schoedsack se lucieran. No le falta ni un ingrediente: un villano carismático e implacable, una pareja protagonista con valor y belleza, un escenario que retiene nuestra atención y giros emocionantes, incluso terroríficos, que garantizan una mezcla idónea de entusiasmo y escalofrío.

Hay historias que nacen para ser contadas una y otra vez. Esa cualidad es fundamental en el caso que nos ocupa, sobre todo si tenemos en cuenta que el relato de Connell ha sido adaptado al cine una vez tras otra. A veces, sin disimulo, como sucede en A Game of Death (1945), de Robert Wise, Blanco humano (1993), de John Woo, Juego de supervivencia (1994), de Ernest R. Dickerson, La caza (2020), de Craig Zobel, o la teleserie Most Dangerous Game (1921). Y otras, con un enriquecimiento temático de mayor o menor densidad, como ocurre en Huida hacia el sol (1956), de Ray Boulting, La presa desnuda (1965), de Cornel Wilde, Defensa (1972), de John Boorman, Depredador (1987), de John McTiernan, Apocalypto (2006), de Mel Gibson, y Perseguido (1987), de Paul Michael Glaser, basada muy libremente en aquella trágica distopía que Stephen King imaginó en su novela El fugitivo (1987).

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Guzmán Urrero

Colaborador de la sección cultural de 'The Objective'. Escribió de forma habitual en 'La Lectura', revista cultural de 'El Mundo'. Tras una etapa profesional en la Agencia EFE, se convirtió en colaborador de las páginas de cultura del diario 'ABC' y de revistas como "Cuadernos Hispanoamericanos", "Álbum Letras-Artes" y "Scherzo".
Como colaborador honorífico de la Universidad Complutense de Madrid, se ocupó del diseño de recursos educativos, una actividad que también realizó en instituciones como el Centro Nacional de Información y Comunicación Educativa (Ministerio de Educación, Cultura y Deporte).
Asimismo, accedió al sector tecnológico como autor en las enciclopedias de Micronet y Microsoft, al tiempo que emprendía una larga trayectoria en el Instituto Cervantes, preparando exposiciones digitales y numerosos proyectos de divulgación sobre temas literarios y artísticos. Ha trabajado en el sector editorial y es autor de trece libros (en papel) sobre arte y cultura audiovisual.